Lunes, 5 de mayo de 2014 | Hoy
LA CHILENA DIAMELA ELTIT, UNA DE LAS GRANDES ESCRITORAS LATINOAMERICANAS
La autora chilena define a Jamás el fuego nunca, novela recientemente reeditada, como “un Pedro Páramo sureño”. Eltit indaga en los pliegues de la militancia política y pone el foco en ese “acto incomprensible de sobrevivir”.
Por Silvina Friera
Las esquirlas del lenguaje de la derrota se clavan en dos cuerpos, los de una pareja de militantes revolucionarios que se hunden en la clandestinidad. En el claustrofóbico espacio de una habitación, prácticamente sobre el cuadrilátero de una cama expurgada de erotismo, se dirime la angustia del fracaso y el “acto incomprensible de sobrevivir”, “comprometidos desde la raíz más insólita de nuestros huesos”, dirá ella para regresar al horror de esa noche en que no pudo llevar a su hijo –que no es de la pareja, es de ella solamente, en tanto víctima de una violación que padeció en la cárcel– al hospital por el temor de poner en peligro a la organización. Palabras como mortajas; los despojos de la muerte cebándose con el niño, con esos vivos-muertos o muertos-vivos que no pueden claudicar. Leer a Diamela Eltit es una experiencia de una belleza perturbadora por la radicalidad con que desgarra y astilla las frases y los pensamientos de un tiempo de preguntas sin respuestas. La reedición de Jamás el fuego nunca (Periférica), novela publicada en 2007 y cuyo título remite a un verso del poeta peruano César Vallejo, podría ser una puerta de acceso a la obra de una de las escritoras más importantes de la literatura chilena.
¿Por qué resulta más fácil a priori narrar las historias de la militancia que las historias de los sobrevivientes, que siempre cargan con el lastre de la culpa y la sospecha? Eltit, que inauguró el “Diálogo de Escritores Latinoamericanos” en la 40ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, plantea a Página/12 que en el marco del exterminio literal que se produjo especialmente en el Cono Sur, hubo sobrevivientes que vieron morir a demasiados jóvenes. “En el caso de esta novela, no pensé necesariamente en la culpa, sino en la exclusión, en lo clandestino que porta la historia una vez que las referencias han cesado. Como una clandestinidad eterna en la que nunca se logra calzar una realidad que no quiere o no puede conocer.”
–¿Qué busca en la novela con la equivalencia que se establece entre célula clandestina política y la cuestión celular biológica?
–Me interesa explorar cómo el aparato social construye ciertas conceptualizaciones a partir de cuestiones orgánicas, porque la célula –su pertenencia– es orgánica, y cómo de lo orgánico pasa a lo social y particularmente a su equivalente en la célula política, que siempre fue muy compacta. Como constructora de un texto, fue muy iluminador pensar en lo mínimo, en la célula política y la célula humana. Por otro lado, quise mantener a esta pareja arriba de la cama, pero no en el sentido más tradicional que remite a la pasión, a la sexualidad. Aquí hay dos cuerpos que comparten el espacio que tienen en una cama y están al borde de cierto naufragio, a punto de caerse de la cama en un espacio tan restringido.
–El cuerpo singular y el social se cruzan en su narrativa. Cuando empezó a escribir, ¿le parecía que en la literatura latinoamericana faltaba indagar más en el cuerpo y en estos cruces?
–Más que una elección, sencillamente ocurrió: se me presentaron imágenes o espacios. Siempre está la posibilidad de volver a pensar lo mismo: comprendes lo mismo, pero cuando lo vuelves a pensar es “lo otro de lo mismo”, en tanto el cuerpo más literal está a una máxima distancia de nosotros. Es una zona de un misterio inacabable. Incluso los órganos están totalmente desordenados en uno. No tienen la corrección biológica que puedes ver en un esqueleto. Pero, ¿qué hacemos con el cuerpo? ¿Somos un puro estómago o una pura cabeza? Quiero acentuar el hecho de que el cuerpo es la zona más resbaladiza que conocemos. El cuerpo siempre está fuera del cuerpo. Y el cuerpo social también es algo resbaladizo, tenso, apasionante. Aunque trato de cambiar la dirección, no puedo. El cuerpo siempre regresa como desafío.
–La situación de clandestinidad en esa pieza es muy beckettiana. A pesar de que no sea Samuel Beckett una influencia fundamental en su escritura, sí parece serlo por esa especie de escena teatral poshumana que representa la pareja.
–Tuve una gran pasión por el proyecto Beckett, por ese camino que recorrió desde lo más poblado a lo desplobado. Me interesa la literatura como escena, entendiendo de una manera bien radical y no necesariamente “normal” la escena de la letra. La letra me convoca como escena, como escenario. Nada está fuera del orden escénico para mí. Otra cosa muy distinta es que lo consiga en el texto. Todavía creo que me falta para llegar, que siempre estoy en el umbral de construir escenas múltiples.
–¿Qué le falta?
–Hay una insuficiencia; cada libro me deja un vacío, en el sentido de que mi deseo era mucho más intenso, más reflexivo, más estético, más social, y que no lo logré. Tal vez por eso sigo escribiendo. Si pensara que se cruzaron todos los hilos posibles en un libro, quizá no escribiría más. Siempre arrastro una cuota de fracaso, un fracaso interno con la escritura, con la ficción, con ese límite que tiene lo literario.
–En la novela se reflexiona mucho en torno del lenguaje y las palabras. ¿De qué modo cree que funciona el lenguaje de la militancia en Jamás el fuego nunca?
–Trabajé al militante como categoría política que tuvo una estructura en cierto modo rígida, aunque no es rígida en relación con sí misma sino en relación a todas las posibilidades. Ese sujeto militante tenía límites. La militancia se podría pensar también como una caja de uso; una zona donde esa caja se discute de manera real o imaginaria, no importa, porque es para probar, en último término, la densidad de la militancia. Yo usé algunas partes de El manifiesto comunista de Marx entrecomilladas en la novela. Me pareció adecuado. A lo mejor es un disparate, pero ya está hecho (risas).
–Hay una imagen muy elaborada en la novela: la idea de la copista que transcribe frases, de una mujer que trata de entender primero y de copiar después, una tarea que queda inconclusa. Esta escritura, además, aparece tensionada por la imposibilidad de llevar al hijo al hospital.
–Estas ambigüedades me permitían explorar las posibilidades de una derrota que viene de distintas partes. ¿Nació o no nació el hijo? ¿Son todos desaparecidos y nunca estuvieron vivos? Esta novela es un Pedro Páramo sureño que algunos de nosotros conocemos bien. Se trata de múltiples verdades posibles sin que ninguna antagonice con otra. Fue interesante cuando descubrí esto. Yo escribo sobre la hoja y nunca sé que va a pasar. A lo mejor es costoso, pero uno hace las cosas como puede, ¿no? Son voces que no se pueden completar.
Eltit (Santiago de Chile, 1949), autora de las novelas Lumpérica (1983), El cuarto mundo (1988), Vaca sagrada (1991), Los trabajadores de la muerte (1998) e Impuesto a la carne (2010), entre otros títulos, se queda absorta en pensamientos que chispean en su mirada con la gracia de una bailarina que anda en puntas de pie. “A mi favor y en contra, tengo el hecho de no haber sido militante política de un partido. Tengo una afiliación política muy clara y sostenida hasta hoy, eso no está en discusión, pero por algún motivo no milité. Esto me dio cierta libertad en la novela. Conocí a muchísima gente militante, veía sus formas de relacionarse y de hablar que me parecían radicales. Pude traer a la memoria los límites que el tiempo tenía en términos de sobre qué proyectos se paraban y cómo los defendían, los internalizaban y radicalizaban.”
–Pero militó en un espacio artístico como CADA (Colectivo de Acciones de Arte), un ámbito de resistencia cultural a la dictadura de Pinochet.
–Sí, sigo esa militancia con la literatura también. Yo tuve una posición y la tengo de manera muy intensa. No he renunciado a eso. Si tú quieres, nunca maduré ni me conformé. Tengo claro mi recorrido, mis luchas personales. Pero creo que fue interesante no haber militado en un partido político para escribir esta novela, porque saqué toda la militancia que tenía en la cabeza, las imágenes, las conversaciones, el énfasis en el discurso. Siempre fui inmadura y no pensé en crecer y asentarme. No lo logré y ya no lo consigo (risas).
–¿Estos son tiempos políticos y literarios menos intensos o con una intensidad distinta?
–Todos los tiempos tienen intensidad, no pienso en un tiempo sin intensidad. Ahora esa intensidad puede estar en otros espacios, en comunidades más singulares, en trabajos donde se rompe lo previsible frente a lo cotidiano y lo rutinario. En relación con el tiempo en que fui bien joven –siempre me sentí muy vieja y muy joven a la vez–, en ese momento la figura más completa para mí era el militante que se comprometía. Yo trataba, pero no podía militar. Entonces iba como adosada a los tiempos en un lugar medio extraño, indefinido. Estaba ahí, pero no era militante. Este tiempo también es apasionante por la máquina consumista, una máquina poderosa casi sin antecedentes históricos, una máquina de mercancías múltiples y discontinuadas. Vivimos un momento muy interesante donde objeto y sujeto no están muy diferenciados y eso me parece radical. Es un momento intenso para vivirlo, pensarlo y ficcionalizarlo. Y para ver dónde podemos encontrar algunas resistencias.
–¿En dónde encuentra resistencias?
–Este es un tiempo más ligado a la producción de riqueza para muy poca gente, desgraciadamente. Pero también es interesante la resistencia de los cuerpos, de categorías sociales que son insuficientes: masculino y femenino ya no logran cubrir los cuerpos. Hay cuerpos intermedios que aparecen y fluyen, y los Estados tienen que hacerse cargo siempre tardíamente de su propio déficit. Hay algo en estos cuerpos que hay que observarlo en relación con el consumo; ver cómo las máquinas piensan y dan espacios para nuevos consumos. Hay una pugna y una tensión interesantes.
–¿Cómo interviene la ficción, la literatura, sobre estas tensiones?
–Todas las funciones están dentro de la literatura y la revuelta que tendría que pasar dentro de lo literario: remover el aparato literario y sacar sus capas más anquilosadas o los consensos, que son problemáticos para mí. Cuando se produce un consenso, hay que hacerse una pregunta. La literatura tiene esa cualidad que hace estallar los consensos para que pueda ingresar todo aquello reprimido por la propia literatura. La literatura también tiene sus bordes por donde estallan las represiones que la misma literatura impone como moda, como lo que tiene que ser, lo que se tiene que leer y escribir. Me interesa cuando estalla la literatura. Si todo calza, si todo es perfecto, sería latoso. Definitivamente, no he madurado, ¿no? (risas).
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