PROYECCIóN DE LAS PELíCULAS ARGENTINAS JAUJA Y REFUGIADO
El film de Lisandro Alonso, presentado en la sección oficial Una Cierta Mirada, fue ovacionado por el público. Refugiado, exhibido en la Quincena de los Realizadores, también fue recibido con aplausos y marca el regreso de Diego Lerman a su mejor forma.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Todavía no se han apagado los ecos de la presentación de Relatos salvajes en la competencia oficial, donde la película de Damián Szifrón dividió aguas entre la crítica acreditada, cuando ayer domingo el cine argentino volvió a intervenir por partida doble en el Festival de Cannes, con dos obras de gran nivel: Jauja, de Lisandro Alonso, ovacionada en la sección oficial Una Cierta Mirada, y Refugiado, de Diego Lerman, en la Quincena de los Realizadores, en lo que puede considerarse, sin duda, como uno de los años más fuertes para el cine nacional en la Croisette.
El quinto largometraje de Alonso es un gran salto hacia adelante en su obra, por varios motivos. A priori son muchas las novedades que trae Jauja: por primera vez, el director de La libertad y Los muertos hace una película que no transcurre en el presente sino que se remonta a un pasado a la vez remoto e incierto, y por primera vez también Alonso trabaja no sólo con actores profesionales (con un gran protagónico de Viggo Mortensen) sino además con la colaboración de un guionista, en este caso el poeta y novelista Fabián Casas. Lo notable del caso es que Jauja no resigna nada de la austeridad, el rigor y la visión de Alonso –que lo han convertido en un auténtico favorito de Cannes, donde lleva presentada la totalidad de su obra– sino que por el contrario suma a su universo tan singular y personal nuevas, insospechadas posibilidades.
“En la antigüedad se creía que Jauja era una tierra mitológica de abundancia y felicidad. Se emprendieron muchas expediciones para tratar de encontrar el lugar y comprobarlo. Con el tiempo, la leyenda creció de manera desproporcionada. Indiscutiblemente, la gente exageraba, como de costumbre. Lo único que se sabe con seguridad es que todos aquellos que intentaron encontrar este paraíso terrenal, se perdieron.” Con este texto, que también sirve en el catálogo de Cannes como única sinopsis del film, se abre Jauja, casi como si fuera una curiosa, burlona paráfrasis de Borges. Lo que sigue será el desesperado viaje de un hombre hacia la locura, las fronteras del tiempo y, quizá, la muerte.
Nada lo informa o enuncia en el film, pero ya desde sus primeras tomas todo parece indicar que estamos en la Argentina del siglo XIX, en plena Conquista del Desierto, cuando el hombre blanco se ocupa de ampliar lo que llama civilización, a sangre, sable y fuego. Un grupo tan escaso como disperso de militares pobremente ataviados disfruta de una pausa. Con ellos están el capitán Dinesen (Mortensen) y su bella hija adolescente (Viilbjork Malling Agger). El no viste uniforme militar y se dedica tanto a sus tareas de agrimensor como a cuidar de su hija en esas tierras vírgenes. Pero la fuga de la chica con un joven soldado lo decidirá a cambiar sus ropas de paisano por las insignias y la espada. Y para buscar a esa “cautiva” montará a caballo y se internará en terra incognita, allí donde la única certeza son las leyendas.
En las antípodas del naturalismo o de una acartonada reconstrucción de época, Jauja abraza una estética tan despojada como misteriosa. El paisaje es –un poco como en Liverpool (2008), el largometraje inmediatamente anterior de Alonso– el de la Patagonia. Pero el realismo aquí ha quedado atrás y esa Patagonia es ahora un paisaje onírico, mitológico, filmado en el antiguo formato 4:3 de los viejos westerns por el notable director de fotografía finlandés Timo Salminen, el operador habitual de Aki Kaurismäki.
La Jauja de Alonso y Casas en la que se interna el capitán Dinesen (extraordinario trabajo de Mortensen, siempre en función de la película y nunca de su propia imagen) está plagada de ecos, cinematográficos y literarios, que enriquecen y le dan una dimensión mayor al film. ¿Cómo no pensar en Herzog cuando esa adolescente enceguecedoramente rubia, perdida entre soldados oscuros, recuerda inexorablemente a la hija de Aguirre y alucina casi como ella, cuando dice, erótica, enigmáticamente: “Me encanta el desierto, la forma que tiene de entrar en mí”. Ese desierto, a su vez, parece remitir tanto al de Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, como al delirante laberinto circular de La liebre, de César Aira. ¿Y quién es ese comandante Zuluaga –militar fabuloso, al que nadie parece haber visto y que se ha perdido en la inmensidad del desierto junto a quienes se suponía debía combatir– sino una suerte de sombra de Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas de Conrad y, por ende, también del Apocalypse Now! de Coppola?
A medida que Dinesen avanza en la soledad del desierto, la película se apodera completamente del paisaje, lo hace suyo. Pero a esa materialidad casi tangible del cielo, del agua y de las piedras, Jauja es capaz de darle una dimensión metafísica, que se hace manifiesta en un final sorprendente. Es como si el mismo universo anterior de todo el cine de Alonso siguiera estando allí –los hombres taciturnos, los grandes espacios abiertos, la naturaleza áspera, los perros vagabundos, las armas–, pero reorganizado de manera distinta, propalado por el guión de Casas y la actuación de Mortensen hacia una zona que trasciende el realismo crudo para ubicarse en un plano de una rara, extraña poesía.
En un registro completamente diferente, Refugiado –recibida con un robusto aplauso en su primera función de prensa en la Quinzaine des Réalisateurs– representa el regreso de Diego Lerman a su mejor forma, como cuando sorprendió con su ópera prima, Tan de repente (2002). Muy distinta en tema y estilo, Refugiado comparte sin embargo con aquel film la idea de unos personajes en movimiento perpetuo, sometidos a la incertidumbre de un presente continuo. El “refugiado” del título es Matías (Sebastián Molinaro), un chico de apenas 7 años que desde que comienza la película está destinado a dejar atrás su casa, su escuela, sus amigos. Su madre Laura (estupenda actuación de Julieta Díaz) es víctima de la violencia de su marido y no le queda más remedio que escapar junto a su hijo, alejarse lo más posible de ese hombre que, en nombre del amor, parece que no sólo está dispuesto a castigarla sino también a matarla.
La inteligencia del film de Lerman, lo que hace que su película eluda la crónica televisiva y pueda convertirse en un depurado ejercicio de puesta en escena cinematográfica, está en el recurso del fuera de campo. Como el temible Zuluaga del film de Alonso, jamás se llega a ver al marido de Laura. Por dichos y hechos, o referencias oblicuas, se sabe de lo que es capaz. Lo saben las solidarias compañeras de trabajo de Laura, y sus vecinos, a quienes el film también omite casi mostrar, como para concentrar aún más la mirada del espectador en los rostros de Matías y de Laura, consumida por el miedo. Pero del marido solamente se escuchará su voz en el teléfono, implorando perdón, prometiendo lo que nunca va a poder cumplir, amenazando con su sola declaración de arrepentimiento.
La cámara del director de fotografía polaco Wojtek Staron (Refugiado es una insólita coproducción con Polonia) convierte los monoblocks de Lugano y las trajinadas calles de Constitución en una versión transfigurada de Varsovia, una selva urbana tan hostil que cuando el dúo se termina ocultando en el Tigre, en la casa de la madre de Laura (sólida presencia de Marta Lubos), ese refugio llega a parecerse mucho al paraíso.
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