SE PRESENTó DEUX JOURS, UNE NUIT, LA NUEVA PELíCULA DE LOS HERMANOS DARDENNE
Como en todos sus films, los belgas toman una premisa simple pero intensa: una empleada debe evitar el despido convenciendo a sus propios compañeros. En Futatsume no mado, la japonesa Naomi Kawase hace una alegoría de la humanidad y las fuerzas de la naturaleza.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Dos (tres en verdad) grandes directores, de esos que ya son “abonnées” al Festival de Cannes, presentaron ayer en competencia sus nuevas películas, que una vez más van a estar seguramente en la consideración del jurado, en esta edición presidido por la directora neocelandesa Jane Campion. Los hermanos belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne, dos veces ganadores de la Palma de Oro, por Rosetta (1999) y El niño (2005), trajeron esta vez a la Croisette Deux jours, une nuit, protagonizada por Marion Cotillard, mientras que la japonesa Naomi Kawase, Cámera d’or por Suzaku (1997) y Grand Prix por El secreto del bosque (2007), exhibió Futatsume no mado. Nada tienen en común ambos films, salvo la nobleza intrínseca de sus materiales y la fidelidad sin compromisos a sus respectivas obras.
Como ya es costumbre en su cine, el film de los Dardenne no podría ser más simple, pero tampoco más intenso. Tal como indica su título, dos días y una noche es todo lo que tiene Sandra (Cotillard) para recuperar su trabajo y rehacer su vida. Sucede que en la pequeña empresa en la que trabaja, una pyme de apenas 16 empleados, el patrón ha decidido que puede achicar gastos prescindiendo al menos de uno de ellos. De Sandra, en particular, que ha estado de licencia por problemas de depresión. Y como no quiere asumir la responsabilidad del despido (“es la crisis, ahora todo se fabrica más barato en Asia”, alega) ni poner a los trabajadores en su contra, apela a un recurso funesto: son los propios empleados quienes deberán elegir entre ganar una prima extra de mil euros o prescindir de Sandra. Y deberán votar por una u otra opción, sin términos medios.
Todavía dependiente de antidepresivos, insegura hasta de poder seguir adelante con sus dos pequeños hijos, Sandra sin embargo será empujada por Manu (Fabrizio Rongione), su marido, a dar batalla: a ganar uno a uno los votos necesarios para mantener su trabajo y recuperar su autoestima. Y como vienen haciendo desde La promesa (1996) hasta El chico de la bicicleta (Grand Prix de Cannes 2011), los Dardenne siempre estarán junto a ella en todo el camino, en las buenas y en las malas, en sus aciertos y en sus errores, sin despegar la cámara ni un solo momento de ella.
No basta con llamar por teléfono, le explica Manu. Sandra tendrá que ir casa por casa y tocar timbre por timbre. Y no será fácil: “No quiero parecer una mendiga”, dice ella con toda razón. Pero todos tienen también sus razones: algunos temen ser ellos los despedidos si la despedida no es Sandra otros están enterrados en cuotas o trabajan en negro los fines de semana para poder llegar a fin de mes. Algunos le dicen en la cara que votarán contra ella y otros ni siquiera le abren la puerta, pero también están quienes se muestran firmes y solidarios. ¿El resultado de la votación después de ese fin de semana a todo o nada? Quizá sea lo de menos, pero los Dardenne resuelven el final del film de manera magistral, de forma seca y sencilla, eludiendo cualquier maniqueísmo. ¿El milagro? Que Marion Cotillard, superestrella del cine francés, trabajosa encarnación de Edith Piaf en La vie en rose, se adapte perfectamente al estilo austero de los Dardenne, deje de lado todo su histrionismo y el espectador se olvide de que está frente a una diva y se entregue en cambio a la encrucijada del personaje.
En Futatsume no mado (“Aquietar las aguas”), la gran directora japonesa Naomi Kawase –conocida en Argentina no sólo por los estrenos de Shara (2003) y El secreto del bosque, sino también a través del Bafici, el Festival de Mar del Plata y el DocBuenosAires, que siempre han difundido su obra– vuelve una vez más a sus temas de siempre: la familia, los ciclos de la vida, la noción de duelo, la fuerza vital de la naturaleza. Por primera vez alejada de la región de Nara, donde filmó hasta ahora toda su obra, Aquietar las aguas transcurre en la isla de Amami-Oshima, un paraíso subtropical que puede llegar a convertirse en un abismo cuando sus costas son amenazadas por un tsunami. De hecho, la película de Kawase comienza con unas olas embravecidas, gigantescas, que funcionan a la manera de una obertura musical, como si allí la autora japonesa ya fijara el leitmotiv, el tema central recurrente de un film a la vez impetuoso y sereno como sólo suelen ser los suyos, siempre tan mimetizados con las fases de la naturaleza.
En el centro de Aquietar las aguas hay una pareja de adolescentes, que están despertando a su sexualidad. La chica, Kyoko, tiene menos miedos e inhibiciones, expresa de manera más abierta y manifiesta su deseo. Pero su compañero, Kaito, muestra más reservas, quizá porque es más inmaduro, pero también porque tiene más problemas. Extraña la figura de su padre, que vive lejos, en Tokio, y no le perdona a su madre la libertad con que maneja su vida sexual, al punto de que cree reconocer en un hombre que aparece ahogado en las costas de la isla a uno de sus amantes. La vida familiar de Kyoko, en cambio, es mucho más armónica, aun cuando su madre está muriendo prematuramente y pide pasar sus últimos días en su propia casa, bajo la sombra de un árbol centenario detrás del cual puede admirar, atenuada, la luz del sol. Junto a esa mujer que se despide, no sólo se reúnen Kyoko y su padre, sino también familiares y amigos, que pasan a compartir con ella recuerdos y canciones tenues, a veces alegres, otras melancólicas.
Un viaje de Kaito a Tokio –donde Kawase, lejos de cualquier maniqueísmo, también celebra la vibración y la energía de una gran ciudad– separará momentáneamente a los adolescentes. Y un tifón (filmado por Kawase mientras se producía uno realmente) llevará a un clímax tanto el duelo de Kyoko como los conflictos de Kaito con su madre. De esos contrastes está hecha la nueva película de Kawase, que es un poco como las olas del mar, que todo lo traen, y también todo lo llevan.
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