OPINIóN
› Por Florencia Saintout *
¿Qué es la cultura popular en cuyo nombre habla la televisión cada vez que tiene que justificar su lengua miserable, pero de inmenso éxito en las lógicas de mercado?
Cuando se habla de la cultura popular siempre se está hablando de la cultura de los sectores subalternos de la sociedad. Es decir, se asume que estos sectores tienen una cultura, una forma particular de ver el mundo, unas visiones y divisiones sobre la vida que le son propias. Frente a la idea de que el gusto de los pobres es el gusto degradado de los ricos, se erige la afirmación de que los subalternos tienen sus propias lenguas y estéticas.
Esta afirmación debate con tres grandes matrices desde las cuales se ha negado la cultura popular:
1) La matriz aristocrática, que cree que la única cultura es la de las denominadas bellas artes (desconociendo la violencia de los procesos históricos que han permitido que a esas prácticas se las ubique en la cultura y al resto en el campo de las artesanías o simplemente de la no cultura). La cultura es la de la ilustración, y lo demás es superstición, ignorancia, mal gusto.
2) La matriz folklórica, que ve la cultura popular como una esencia anclada en el pasado, por lo tanto muerta en el presente. Unas colecciones, unos conjuntos de objetos y creencias a los que se les ha sustituido las luchas de la historia. Una tradición para exhibir en los museos.
3) La matriz crítica, que ve en la cultura popular sólo la reproducción de la dominación. Es decir, que asume que los sectores populares ven el mundo con los ojos de sus dominadores, por lo tanto no tienen cultura propia. Nuevamente la cultura de los subalternos no existe.
En 1983, por primera vez un seminario de Clacso se dedicó a pensar lo popular. Y lo hizo de otro modo. Allí Néstor García Canclini presentó un texto con sintomático título: ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de lo popular?
“Lo popular” estaba en todos lados, pero la infinita mención al tema hacía necesarias las precisiones. El resurgimiento de la pregunta tenía múltiples causas. El fin de las dictaduras había dejado entre sus tenebrosos saldos la presencia de más pobreza y menos instituciones con capacidad de afiliaciones políticas, laborales o culturales. Y junto a la existencia de nuevos/más pobres se hacía presente una cultura televisiva que crecía y que parecía ocuparlo todo, incluso la convocatoria a esos sectores saqueados. ¿A qué los convocaba? Al show, en un mundo en el que nada parecía posible de ser modificado.
Mientras los sindicatos, los partidos, la Justicia y la escuela los expulsaba, la tele los llamaba.
Es entonces que sin dejar de denunciar la dominación se rescata la posibilidad de pensar que aun en las peores condiciones, los sectores populares que se entregan a sus devoradores, a la vez están encontrando modos de resistencia desde sus culturas. Que sus miradas del mundo no se agotan en la reproducción de la dominación. Que hay marcas, estilos, tácticas que les permiten sobrevivir.
Se entiende que la cultura popular está hecha de luchas y de negociaciones. De sumisión, pero también de creación.
Durante la década de los noventa, luego de profundas derrotas de los movimientos de emancipación, ver en la cultura popular signos de resistencia parecía la única esperanza posible. Así, la presencia de las cumbias y el rock barrial en la tele; las caras del mestizaje o el aparente trato de igual a igual de los conductores de televisión se presentaban como brechas desde las cuales constatar que las identidades populares no habían terminado. Que ahí, entristecidas y desmoralizadas, aún seguían latiendo.
Debemos a este período los estudios más profundos (también los más banales, por cierto) sobre la resistencia en la vida cotidiana, de la cual la televisión ocupa un lugar insoslayable.
Sin embargo, reconocer la capacidad de sobrevivencia de lo popular no debería implicar de ninguna manera el olvido de la dominación. En un tiempo histórico nuevo, donde los sectores populares se han empoderado, tal vez sea el momento de no quedarse tranquilos con una cultura masiva en la cual lo popular aparece sólo a manera de táctica o estilo. A manera de pequeña trampa en la hegemonía de una lengua racista, clasista y patriarcal. Que hace de la cultura de los sectores subalternos objeto de burla o risa. Caricatura y demonio. Que no lo deja hablar, sino que habla en su nombre tratando de hacerle creer que elige.
Si uno de los grandes desafíos de un nuevo mapa comunicacional es la creación de nuevos públicos y nuevas lenguas, es imprescindible reconocer la potencia de las culturas populares, pero seguir denunciando el poder de aquellos que la niegan. Y hacerlo sin aceptar el chantaje de los que nos acusarán de elitistas para defender posiciones de falso populismo.
Es errado pensar que las teorías de la manipulación son cosa del pasado. Tanto como creer que lo popular sólo resiste aislado de cualquier otra determinación. Tal vez la clave sea, nuevamente, la de ubicar las luchas en la historia; la de asumir que cuando hablamos de lo popular hablamos siempre de subalternidad. Recordar que si hay subalternos hay injusticia. E imaginar que éste sea un tiempo donde es posible esperar algo más que la mera sobrevivencia.
* Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.
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