Dom 18.01.2015
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OPINIóN

La vida a los palos

› Por Eduardo Fabregat

Delicias de la vida virtual, la escena está ahí, al alcance de un clic en YouTube. En 1966, el efímero Sammy Davis Jr. Show, que se transmitió por la cadena NBC desde sus estudios en Burbank, presentó una “batalla de bateristas” que quitó el aliento a los presentes: de un lado Gene Krupa, el tipo que desde la escena de Chicago había convertido su instrumento en un arsenal de recursos inesperados; del otro, Buddy Rich, que desde Nueva York venía a disputarle la corona con habilidades igualmente talentosas. El morocho integrante del Clan Sinatra llevaba así a la tele un entretenimiento que los dos bateros venían jugando desde comienzos de los ’50, y que incluso dejó dos discos editados por Verve, Krupa and Rich (1955) y Burnin’ Beat (1962). Sammy sonríe encantado, los dos bateros se sacan chispas con aire de amable cofradía. Lo que tocan no tiene nombre.

La contracara de esa camaradería está en Whiplash, la colada entre las grandes del Oscar: empujados por el perverso juego del profesor Fletcher, los tres bateristas que compiten por el puesto titular en la banda del conservatorio son capaces de sangrar para derrotar al otro. La segunda película del estadounidense Damien Chazelle merece un sitio entre los títulos “de música” que todo interesado en el tema debe atesorar. Como en los tan disímiles registros de The Commitments, Phantom of the Paradise y This is Spinal Tap, el film que se estrena este jueves (en pocas pantallas: se recomienda no dejar pasar demasiado tiempo para ir al cine) echa una mirada profunda y veraz sobre lo que está detrás de las grandes luces, el universo real de los músicos más allá de los lugares comunes. Lo hace, además, con el tono exacto: si hay escenas excesivas no es porque el director se haya pasado de rosca... sino porque la misma competencia entre quienes quieren llegar muy alto en el jazz abre la puerta al exceso. El “latigazo” del título original refiere a una canción, pero involucra otros simbolismos.

Soberbiamente filmada y editada –los músicos amarán cada plano que involucra a esos tipos tocando, ni hablar de algunos one liners que destilan un ingenioso veneno sobre la música y sus ejecutantes, como esa frase de Buddy Rich, “si no tenés habilidad terminás en una banda de rock”–, Whiplash tiene el as de bastos en Miles Teller: el pibe obsesionado por el double swing que exige su profesor (“Not quite my tempo!”), admirador incondicional de Rich, hace el recorrido dramático con la máscara exacta, un volcán que sólo explota cuando toma los palillos, cuando es capaz de hundir las manos en hielo para seguir practicando y practicando. Y a la vez, un actor capaz de involucrarse en una brutal escena de accidente vial cuando él mismo estuvo a punto de morir de la misma forma en 2007. Su Andrew Neiman es uno de los hallazgos de Whiplash.

Pero, claro, está el as de espadas. J. K. Simmons viene de llevarse el Globo de Oro como actor de reparto, y aunque tiene contendientes de peso en el Oscar (Robert Duvall, Ethan Hawke, Edward Norton), no es descabellado ponerle unas fichas para el 22 de febrero: lo suyo es un capolavoro que deja huella. Basta que aparezca en pantalla para que el espectador comparta el palpable terror de los alumnos. El desprecio que exuda su actitud y sus frases, que no conocen ningún límite de corrección política, hacen que el doctor Gregory House parezca un blandito. Y lo notable es que consigue eso sin sobreactuar nunca, justificando cada momento con una composición perfecta. Hasta cuando muestra falsos gestos de humanidad (y esos falsos gestos son claves en la trama y el grand finale) el Fletcher de Simmons es creíble, convincente, magnético. Un titiritero perverso incapaz de respetar otra cosa que no sea la música, y a la vez un tipo que inspira cierta misericordia cuando se entiende que su vida está regida por lo imposible, por el tempo perfecto, por la posibilidad en un millón de descubrir al próximo Charlie Parker.

No se arruinará aquí ninguna sorpresa ni se revelará nada, pero debe decirse que hasta en el final de su película, que podría haber estropeado lo pacientemente construido en los cien minutos anteriores, Chazelle toma las decisiones correctas. En su descarnado retrato de lo que significa consagrar la vida a un género que exige perfecciones a veces sobrehumanas, Whiplash es, sí, una película de música, para amantes o simples aficionados al tema. Pero es también un espejo donde se refleja la esencia del ser humano, capaz de embarcarse en una batalla contra lo imposible. Y perder. Y ganar.

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