Sáb 16.05.2015
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CANNES > LA PATOTA, DE SANTIAGO MITRE, TUVO SU ESTRENO MUNDIAL

Justicia, verdad, filosofía y Auschwitz en la Croisette

El film argentino protagonizado por Dolores Fonzi se conoció ayer en la Semana de la Crítica, mientras Woody Allen hegemonizaba la atención de la prensa con su Irrational Man y la crítica discutía un ambicioso film húngaro sobre un “Sonderkommando” en Auschwitz.

› Por Luciano Monteagudo

Página/12 En Francia

Desde Cannes

En términos estrictamente comerciales, se lo denominaría competencia desleal. Pero a no quejarse: es la moneda diaria del Festival de Cannes. Casi a la misma hora en que se producía la primera proyección de una película argentina en la Croisette, Woody Allen concentraba casi todo el interés de la prensa y los reporteros gráficos en el Palais des Festivals. Por un lado, en la sala Miramar de la Semaine de la Critique, el director Santiago Mitre y su protagonista Dolores Fonzi presentaron ayer el estreno mundial de La patota, versión libre del film original de Daniel Tinayre, mientras ese viejo amigo de Cannes que es Allen, donde es tratado como si fuera el Aga Khan, hacía lo propio con su nueva película, Irrational Man, protagonizada por Joaquin Phoenix y Emma Stone. Y eso sin hablar de la película que ya está dividiendo aguas en la competencia oficial, Saul fia (El hijo de Saúl), del debutante húngaro László Nemes, un discípulo de Béla Tarr que se animó a concebir una ficción ambientada casi íntegramente en la antesala de los crematorios de Auschwitz.

No hay nada más difícil para un director cuya primera película causó un gran impacto que presentar en sociedad su segundo trabajo. Las expectativas siempre son muchas, a veces desmedidas. Y contra esa marea se debe enfrentar ahora Santiago Mitre, que cuatro años atrás sorprendió con El estudiante, ganadora de uno de los premios mayores del Festival de Locarno y que en Buenos Aires no sólo se convirtió en un inesperado éxito de público sino también en materia permanente de un debate político que todavía no se ha apagado. Y a esa discusión viene a sumarse ahora La patota, un proyecto que, como confesó el propio Mitre, surgió primero como un encargo profesional –fue convocado como guionista por Axel Kuschevatzky para Telefónica Studios– y del que luego se terminó “apropiando”, según sus palabras.

Y para esa apropiación de una remake de una de las más recordadas películas de Daniel Tinayre (realizada en 1960, con Mirtha Legrand como protagonista) convocó nada menos que a Mariano Llinás, el autor de Balnearios e Historias extraordinarias, como coguionista. ¿Dos adalides del cine independiente argentino involucrados en un proyecto del coproductor corporativo de El secreto de sus ojos y Relatos salvajes? A esa primera pregunta que despierta La patota debería responderse que –más allá de las controversias que la película seguramente va a despertar cuando llegue el momento de su estreno en Buenos Aires, apenas el mes que viene– es un film de Mitre en pleno derecho, que de algún modo continúa con algunos de los temas de El estudiante. Y que no está concebido para meterse al público en el bolsillo, sino en todo caso para interpelarlo, en algún punto incluso más de lo que lo hacía su ópera prima.

La patota –que para su distribución internacional se titula como su protagonista, Paulina, por la dificultad de traducir el término original– se inicia sin preámbulos, con una fuerte discusión política entre un padre (Oscar Martínez) y su hija (Dolores Fonzi). El es juez en Misiones y ella es una aventajada alumna de Derecho que está dispuesta a postergar la que podría ser una brillante carrera judicial por el trabajo de campo. Ambos tienen mucho carácter y esa escena –resuelta casi íntegramente en un plano secuencia, que le aporta mayor tensión al conflicto– establece las prioridades y elecciones de vida de cada uno. Para el padre, que también fue joven y en su momento militó en una agrupación de izquierda, “si querés cambiar las cosas tenés que apuntar a lo más alto, a cambiarlas desde el poder”. La hija, en cambio, está convencida de que lo importante es el trabajo de base, por lo cual tiene decidido dejar su vida burguesa y, junto con un grupo de compañeros, dictar un taller de formación política en un colegio secundario de un pueblito perdido del interior de la provincia de Misiones, allí donde las desigualdades sociales saltan a la vista.

La primera realidad que encontrará Paulina en su nuevo entorno es la indiferencia. No parece posible que ella, proveniente de un medio completamente ajeno al que ahora se sumerge, pueda despertar el interés de sus alumnos en la materia. Pero a ese escollo inicial, que ella está dispuesta a superar a toda costa, se suma un drama impensado: una noche Paulina es violada por una patota, en la que ella cree reconocer a algunos de sus alumnos. Que quede embarazada de esa violación no hará sino agregar tensión al conflicto. Y más incluso cuando Paulina toma la inesperada decisión de rechazar un aborto.

El eje sobre el cual gira todo el nudo dramático de La patota –cuya estructura narrativa, por momentos poliédrica, no siempre parece funcionar de la mejor manera posible– es el contraste entre verdad y justicia. “Cuando hay pobres de por medio, la Justicia no busca la verdad, sólo busca culpables”, le recrimina la hija a su padre, cuando el juez pone en marcha todo el aparato punitivo que está a su alcance para dar con los violadores de su hija. La decisión de Paulina de resistirse al aborto –por razones se diría políticas, nunca religiosas, si no se entiende la política como religión– despierta entre estupor y rechazo, incluso de sus más allegados. “No entiendo qué querés hacer, no sé qué es lo que querés demostrar”, le plantea una amiga y colega misionera, también ella docente de esa escuela del interior profundo. Y es esa pregunta la que el film –y su espléndida protagonista, que se carga la película a cuestas– le traslada al espectador, sin ofrecerle una respuesta, como si le dejara la incomodidad clavada como una espina.

Considerando que el azar tiene un lugar central en la trama de Irrational Man, es por lo menos curioso que cierta idea de justicia sea también el núcleo de la nueva película de Woody Allen, aunque con un tono y estilo por supuesto completamente diferentes de los del film de Mitre. Concluido –por el momento, al menos– su periplo de promoción turística por Europa, en Irrational Man Allen parece retomar algo de la densidad temática de Crímenes y pecados (1989) y Match Point (2005) sin resignar la ligereza de Magia a la luz de la luna, su película inmediatamente anterior, donde ya se había enamorado de la gélida belleza de Emma Stone.

Aquí su nuevo alter ego es Abe (Phoenix), un curtido profesor de filosofía, que llega a la exclusiva universidad de Newport a dar un curso de verano. Más que desmotivado, a Abe se lo ve lisa y llanamente derruido, sin ningún impulso vital, al punto de que a sus alumnos les enseña que “la filosofía no tiene nada que ver con la vida real” y que se trata de “una masturbación verbal”. Ni siquiera los obvios avances de su alumna Jill (Stone) son capaces de sacarlo de la depresión y el alcoholismo, que su admiradora considera características de su personalidad romántica. Hasta que un hecho fortuito, una conversación escuchada al azar, le devolverá sentido a su vida: matar a un juez a quien no conoce pero de quien cree saber que se trata de un completo cretino se vuelve para Abe su imperativo categórico kantiano.

No conviene adelantar mucho más de una película que también en breve se conocerá en Buenos Aires y que tiene más de una vuelta de tuerca. Pero sí decir que Irrational Man devuelve a Woody a sus primeros amores, como Dostoievski e Ingmar Bergman. “Las películas de Bergman tuvieron un gran impacto en mí”, confesó Allen en la conferencia de prensa que siguió a la proyección de su film. “Cuando las vi por primera vez no había leído ni a Nietzsche ni a Kierkegaard, dos filósofos en quienes Bergman sin duda se apoyaba mucho, pero su cine me acercó a sus libros, a los problemas y preguntas muchas veces sin respuesta que planteaban.” Incondicionales de Woody, a no asustarse: Allen nunca fue Bergman (aunque lo haya querido) y si hay algo a lo que recuerda Irrational Man es a un viejo ensayo cómico suyo titulado “Mi filosofía”, que concluía con un aforismo: “La nada eterna está muy bien, si vas vestido para la ocasión”.

Si de profundidades se trata, nada más abismal que aquella a la que se asoma el film húngaro en competencia oficial El hijo de Saúl. Es muy infrecuente que una ópera prima compita por la Palma de Oro, pero se entiende muy bien porqué el debut en el largometraje de László Nemes (Budapest, 1977), que supo trabajar como asistente del gran Béla Tarr, tiene ese privilegio. Hay una ambición fuera de norma en esta incursión en el último círculo de infierno que fue el crematorio del campo de concentración de Auschwitz, sobre todo para un director que encara su primera experiencia en el largometraje. La cuestión que dividía ayer a Cannes era si el film de Nemes estaba o no a la altura de semejante ambición.

A la manera que enseñaron los hermanos Dardenne desde Rosetta (1999), la cámara en mano de Nemes no se despega ni un momento del rostro y el cuerpo de Saúl, un “Sonderkommando”, que eran esos prisioneros judíos encargados de llevar a sus pares a las cámaras de gas, retirar los cuerpos y examinarlos en busca de piezas de valor ocultas y por último incinerarlos en los hornos o fosas crematorias. En medio de ese infierno, Saúl cree reconocer el cadáver de su propio hijo e intenta por todos los medios conseguir a un rabino para enterrar su cuerpo con las plegarias correspondientes. Y lo hará incluso en medio de una rebelión en la que el grupo de Sonderkommandos al que pertenece, sabiendo que también van a ser aniquilados, se levanta en armas contra sus cancerberos nazis.

A pesar del rigor extremo del punto de vista elegido, que obliga al espectador a compartir la subjetividad absoluta del protagonista, el film de Nemes no puede evitar sin embargo cierta “espectacularización” de su tema, que se da incluso a través del bombástico uso dramático del sonido y del fuera de campo. Contra esa construcción de un espectáculo de la barbarie combatió Claude Lanzmann, con su famoso documental Shoah (1985), que se negaba incluso a incorporar imágenes de archivo. Y antes lo había hecho Theodor Adorno, cuando señaló: “Imposible escribir bien, literariamente hablando, sobre Auschwitz”. Escribir –o filmar– sobre Auschwitz sigue pareciendo imposible es la paradójica conclusión a la que se llega después de ver El hijo de Saúl.

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