HASTA AHORA FUE BAJO EL NIVEL DE LOS FILMS FRANCESES EN COMPETENCIA
Mon roi (Maïwen), Marguerite & Julien (Valérie Donzelli) y La loi du marché (Stéphane Brizé) no son películas incontestables para el concurso. Inexplicablemente, la gran Trois souvenirs de ma jeunesse, de Arnaud Desplechin, está en la Quincena de los Realizadores.
› Por Luciano Monteagudo
Página/12 En Francia
Desde Cannes
Sin contar las coproducciones con otros países, cinco son las realizaciones puramente francesas que compiten este año por la Palma de Oro del Festival de Cannes. Parecen muchas, quizá demasiadas, por lo menos por lo visto hasta ahora, cuando el festival ya pasó su primera mitad y todavía no pudo mostrar en concurso ninguna obra local incontestable. Es verdad que todavía están por verse títulos fuertes, como Dheepan, de Jacques Audiard, un director que desde que ganó aquí mismo el Grand Prix du Jury 2009 por Un profeta quiere llevarse el premio mayor. Y que Valley of Love, de Guillaume Nicloux, promete el atractivo de sus dos grandes estrellas, el inmenso –en todo sentido– Gérard Depardieu junto a Isabelle Huppert, nada menos. Pero de las tres vistas hasta ahora en la vidriera del Grand Théâtre Lumière –Mon roi, de Maïwen; Marguerite & Julien, de Valérie Donzelli, y La loi du marché, de Stéphane Brizé– solamente esta última parece digna de la competencia oficial. Una competencia que inexplicablemente dejó afuera a la que quizá sea la gran película francesa de Cannes de este año, Trois souvenirs de ma jeunesse, de Arnaud Desplechin, refugiada en la Quincena de los Realizadores.
Si La loi du marché (La ley del mercado) es una película realista en extremo, al punto incluso de parecer un poco chata, y con un tema social –el desempleo– que los hermanos Dardenne ya desarrollaron antes y mejor, Trois souvenirs de ma jeunesse (Tres recuerdos de mi juventud) elige en cambio el desborde y la desmesura romántica, no porque su tópico sea el amor –también es parte esencial del film– sino por su carácter de obra subjetiva, inacabada y abierta.
El film de Brizé tiene nobleza, sin duda, y en gran parte proviene de su estupendo protagonista, Vincent Lindon, que encarna a un clásico padre desocupado, consciente de la necesidad de golpear todas las puertas con tal de sacar a su familia adelante. Pero tan concentrado está el director en su personaje (y en su actor, que solamente interactúa con intérpretes no profesionales), que la película provoca un poco el efecto contrario al que quizá pretende. En vez de exponer el gran cuadro de la crisis económica y social que vive hoy la clase trabajadora francesa, a pesar de su título La loi du marché termina pareciendo el retrato de un personaje en particular, representativo sin duda, pero individual en tanto caso.
Por el contrario, en Trois souvenirs de ma jeunesse, Desplechin parte –como casi siempre en su obra– de sus recuerdos personales y de su educación sentimental, para terminar haciendo un film novelesco, en el sentido fabuloso, imaginario del término, y que como tal aspira a trascender su subjetividad para comunicarse con el mundo circundante. Hay una tradición en este campo en el cine francés y es la de François Truffaut y su saga sobre Antoine Doinel, que comenzó nada menos que con Los 400 golpes (1959) y se extendió luego por dos décadas, siguiendo el crecimiento de su protagonista, Jean-Pierre Léaud. Y Desplechin parece adherir a esa tradición en estos recuerdos de su juventud, que vienen a ser una suerte de “precuela” de Comment je me suis disputé... (ma vie sexuelle), la película con la que Cannes justamente lo dio a conocer allá por 1996 y que en Buenos Aires se vio en la sala Leopoldo Lugones.
Aquí reaparece Paul Dédalus, suerte de alter ego de Desplechin (así como Stephen Dédalus era el de James Joyce), nuevamente interpretado por Mathieu Amalric, que veinte años atrás fue el estudiante universitario que, recién llegado de Roubaix –la ciudad natal del director–, tomaba por asalto la Sorbona... y a casi todas sus compañeras de estudio. Es el Dédalus adulto quien ahora narra sus souvenirs de adolescente (Quentin Dolmaire), cuando vive una aventura casi de espionaje durante un viaje de estudios a la ex Unión Soviética. Ese viaje iniciático será el primero de los muchos de Dédalus, que decidirá estudiar antropología en París y dejar atrás, en Roubaix, a su primer y gran amor (Lou Roy-Lecollinet, una suerte de nueva Léa Seydoux), aunque nunca puede olvidarla ni dejarla del todo. Un poco como el Doinel de Besos robados (1968), una película que Desplechin le hizo ver a su joven protagonista.
El gran flashback sobre el cual reposa la estructura del film le permite a Desplechin desplegar unos relatos dentro de otros, como si fueran cajas chinas, en las que también la película se vuelve una apasionante novela epistolar, con los amantes enviándose cartas frenéticamente. Cartas que los actores muchas veces leen en voz alta, mirando fijo a cámara, como si hicieran al espectador confidente de sus confusos, volcánicos, sentimientos, muy a la manera del Tru- ffaut de Los dos inglesas o La historia de Adela H. Como esos títulos, Trois souvenirs de ma jeunesse es un film de época, pero no del siglo XIX, sino de la década del ’80, marcado por la caída del Muro de Berlín y por la aparición de la música “house”.
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