Martes, 5 de enero de 2016 | Hoy
OPINIóN
Por Rodolfo Alonso *
Con justicia se lo ha recordado. La noticia de su muerte lo devolvió a una “actualidad”, de la cual pareció estar ausente desde hace siete años. Fue cuando injustamente lo derrumbó un cruel ACV, que al parecer lo privó desde entonces de lo que más amaba: la voz y la lectura. La voz, el feliz instrumento del trabajo que quiso: la radio, sobre todo, y la vida que más le gustaba, conversar limpiamente entre amigos, incluso y hasta casi siempre ocasionales, encontrados al paso, desde el mismísimo Borges hasta el más humilde transeúnte u hombre de trabajo. Y la lectura, la secreta y profunda devoción por los libros, de los que llegó a colmar su venerada biblioteca, no sólo con la mejor literatura sino también con los mejores volúmenes, incluso como objetos, espontáneamente sagrados para él, desde los incunables o las primeras ediciones, hasta el libro aparentemente usual pero siempre cargado, para él, de un recuerdo, un testimonio, una emoción compartida, una prueba de algo.
Como ocurrió con todos, lo conocí ejerciendo su oficio, en mi caso durante un evento cultural que él animaba, y como ocurrió con todos, él supo atravesar mi timidez haciéndome el honor de recordar mi nombre, con su sonrisa como una mano abierta. A partir de allí coincidimos muchas veces, en privado y en público, y nunca dejó de encontrar un rincón para charlar a solas, apenas un momento o un rato más largo, a veces mucho más largo, alrededor de la pasión secreta que él sabía compartíamos.
Era un hombre de pueblo, de General Villegas, y un hombre de su tiempo, cuando uno lo tenía para sentarse durante horas en cafés simplemente para charlar, para dejarse estar con amigos, hablar con los amigos. Todo un linaje popular que ejercía como debe ser, como había aprendido: con limpio orgullo, y sin negar ni pavonearse de toda una intensidad cultural asumida, personificada, en todos sus niveles, desde el legítimamente popular hasta el supuestamente culto, enaltecido todo por una humildad sincera, de fondo, llana y simple. Si le decían “maestro”, como solía ocurrir, pocas veces dejaba de enseñar: “Pero cómo voy a ser maestro, si terminé apenas la primaria”.
Pero es que la cultura verdadera, la profunda, la que vale la pena, no es sino difícilmente la que emana de estrados o academias, porque es más bien la que se nutre honesta, fiel y apasionada de aquello que él supo hacer visible con el título elegido para su programa radial quizá más exitoso: la vida y el canto. La evidencia, la vivencia de una verdad que sólo puede dar la vida, la experiencia, el contacto, y a partir de allí la conciencia de la exigencia y la inocencia, de la belleza lograda y milagrosa del canto, de la poesía hecha canción, de la belleza hecha verbo encarnado, luz contagiosa, palabra limpiamente dada, con la dignidad invalorable de la mano tendida de un hombre de pueblo. Como fue y seguirá siendo Antonio.
* Poeta, traductor, ensayista.
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