Miércoles, 13 de enero de 2016 | Hoy
OPINIóN
Por Gustavo Ferreyra *
Estaba el otro día en un bar de la avenida Las Heras. Por sobre un árbol se recortaba el perfil del edificio de la Biblioteca Nacional, pero yo no le prestaba mucha atención. Estaba un poco absorto. De repente veo un gatito algo blanquecino, algo indeterminados todavía los colores por la poca edad –debía de ser un cachorro de dos o tres meses–, restregándose contra la goma de un BMW. La goma y la llanta ya se veían imponentes frente al gatito, ni hablar del auto en su conjunto. La solidez de la industria alemana emanaba de las chapas y los vidrios sin pudores. Pero ahí estaba el gatito, que maullaba muy quedamente y se restregaba probablemente la picadura de alguna pulga o una incipiente sarna contra el neumático. Puesto a elegir, como decía un catalán argentinizado (vale decir, ante nuestros ojos ya culpable de algo), ¿con qué me quedaba, con el gatito o con el BMW? Los dos me eran imposibles, uno por espacio y otro por precio, pero la imposibilidad es el pasatiempo favorito de un borgeano venido a menos. Puesto a elegir... el gatito se iba a trepar a mi cuerpo y a acostarse sobre mí y a sacar su lengüita para limpiarse y para limpiarme; su lengüita rasposa como una lija. El gatito me iba a despertar en las noches para exigirme que me levantara a darle de comer esos porotitos marrones que nos venden las multinacionales de mascotas y su tintineo en el comedero de plástico iba a ser mi musiquita nocturna por diez o doce años. El gatito iba a restregarse contra mí, exigiéndome que lo acariciara. El gatito era un ser vivo y me iba a exigir dar. Por encima suyo estaba el perfil macizo del BMW, que desde ya no me iba a exigir nada sino que iba a darme su potencia, su elegancia, etc. Y más arriba se recortaba, como dije, el edificio todavía más macizo de la Biblioteca Nacional.
El edificio era desde ya más cosa que el BMW y hasta podría definirse como un templo de cosas. Un templo donde se guardan los libros que hacen un patrimonio. Pero, al fin de cuentas, hasta no hace tanto, un templo de cosas. Así lo habían visto también P. Groussac y J. L. Borges, sus directores más afamados. En estos días, Horacio González está dejando morosamente su dirección porque el nuevo gobierno nacional no tenía o dudaba de a quién poner. Y me pregunté qué había pasado con ese templo de cosas durante la gestión de Horacio González. Miré al gatito que maullaba y casi se enojaba con la goma del BMW. Y me dije que González había abierto las puertas de la Biblioteca Nacional a lo animado, había llevado la vida, la gente, los ciclos, las muestras, las mesas, los congresos, las presentaciones, la ahora bien recibida presencia de los investigadores a los cuales se los dejó de maltratar con múltiples trabas burocráticas. (Sí, ya sé, acá van a aparecer los chistes fáciles acerca de que dejó entrar a las ratas K, pero sigamos inmutablemente con lo nuestro). Horacio González llenó con lo animado lo inanimado hasta casi hacerlo vivir. Hoy, luego de sus ocho años de gestión, la Biblioteca Nacional tiene vida (feliz y menuda herencia para Manguel). Fue una gestión verdaderamente inusual, como no podíamos esperar otra cosa quienes conocíamos siquiera por referencias a Horacio González. Es una persona inusual de cabo a rabo. Y por esto mismo tuvo la audacia para hacer lo que hizo al frente de ese Templo que invita al más pintado a transformarse en una cosa entre las cosas, como sucedió con muchísimos directores anteriores. Horacio González, como él mismo ha sugerido que debe hacerse, ha estado en los milenios y en el minuto. Puso un patrimonio centenario y milenario también a disposición de los minutos de los argentinos de hoy. Estuvo junto a Coetzee y junto a las calderas, comiendo guiso de lentejas con los trabajadores. Hombres del siglo y los hombres eternos que sostienen desde el subsuelo anónimo todos los edificios humanos. Fue el hombre que abrió las puertas de un Templo y en este sentido su gestión será recordada. Me dirán: no se podía esperar menos de un hombre de su calidad humana, del mejor intelectual argentino, qué sé yo, de un buen peronista (para un hombre de la cultura ser un buen peronista es más difícil, creo, que ser el mejor intelectual argentino pero por razones que no vienen al caso y que los gorilas no imaginan siquiera).
Miro el perfil tremendo de la Biblioteca Nacional en esta mañana de sol de diciembre en una Buenas Aires perpleja por haber llevado otro jefe de gobierno local a la presidencia de la nación. Veo el gatito. Veo el BMW. Chapeau, señor González. Miau.
* Escritor y sociólogo, autor de Piquito de oro.
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