IVONNE BORDELOIS Y LAS CLAVES DE “ETIMOLOGIA DE LAS PASIONES”
“Con este libro, yo viví de sorpresa en sorpresa”, señala Bordelois sobre su rastreo de términos como avaricia, envidia, ira y amor. Sus descubrimientos, adelanta, provocarán más de un “hachazo”.
› Por Silvina Friera
La poeta y lingüista Ivonne Bordelois confiesa que espera, tranquila, y hasta con una pátina de satisfacción, los cuestionamientos de los filólogos, filósofos y psicoanalistas, tan enfrascados en sus propias teorías y rencillas académicas que no escuchan al habla que habla. “Puedo ver cómo se vienen los hachazos; van a decir que es un libro demasiado irracional, un delirio, pero hay que torcerle el brazo al hiperracionalismo”, dice. Se refiere a lo que supone que sucederá cuando sus colegas lean Etimología de las pasiones (Libros del Zorzal), un ensayo ineludible por la capacidad con la que la autora enhebra esas “genealogías que brillan en las cavernas del pasado” –las raíces de palabras como ira, envidia, avaricia–, pero que las tensiones represivas de la sociedad ocultan debajo de la alfombra de la cultura imperante. ¿Cuántos sospechan o intuyen que la palabra amor alude, básicamente, al amamantamiento, al sonido que se produce cuando el bebé toma contacto con el seno materno? (ver aparte). Seguramente pocos, y más de uno se quedará boquiabierto porque, además, Bordelois, siguiendo a Walter Benjamin en un ensayo poco difundido, Angelus Novus, refuta la tradición de la lingüística contemporánea del siglo XX, que se basa en la teoría de la arbitrariedad del signo enunciada por Saussure. Ella prefiere la teoría onomatopéyica, de escaso o nulo predicamento entre los lingüistas, porque las palabras “son ruido y significado”, sonidos e ideas. En el viaje de rescate etimológico que propone a través del latín, el griego y las antiguas lenguas eslavas y germánicas, y que deja abierto a sucesivas investigaciones, encuentra joyas escondidas entre ruinas, un bosque subterráneo de correspondencias y avenidas misteriosas, como la conexión del sexo y la cólera con lo sagrado y con la inspiración, que se han perdido en el camino a las lenguas modernas.
“Con este libro, yo viví de sorpresa en sorpresa”, señala Bordelois en la entrevista con Página/12. “El lenguaje escapa a cualquier modelo de evolución genética molecular, es su padre y su madre al mismo tiempo. El hombre no sabe cómo la palabra ha venido a insertarse en su realidad; la palabra, que nos distingue como especie, permanece todavía inaccesible para nosotros.” Y sin embargo, con paciencia y oficio buceó en las definiciones y en las raíces de más de veinte diccionarios etimológicos –entre los que se destacan el de Corominas (castellano), el de Bloch (francés), el de Boisacq (griego) y el de Buck (lenguas indoeuropeas)– y las cruzó con un cuerpo vasto de lecturas –que incluyen a Platón, Spinoza, Freud, Nietzsche, Benjamin, Benveniste, Foucault y Agamben–, para demostrar que hay una historia de la palabra que va entrelazándose con la historia del ser humano.
–Usted observa que hay un tabú con la palabra “pariente”, que significa “los que están pariendo”. ¿Cómo explicaría este tabú?
–La palabra parir es muy fuerte, se la asocia más con el parto de los animales. Los idiomas en general son muy exigentes respecto de ciertas actividades, como la de parir o dar a luz, que es una frase muy bonita, pero muy literaria; o lo vinculado con la sexualidad. Los idiomas tienen una franja que va de lo lunfardo a lo académico, y no hay nada en el medio para hacernos sentir más cómodos. Las sociedades reprimen el lenguaje en las zonas de actividades fundamentales de la vida, como la sexualidad. Me parece que lo que tiene de bueno este tipo de estudios es que ponen en evidencia cuánto presumimos de que somos muy liberados en el siglo XXI, aunque todavía estamos muy reprimidos respecto de realidades muy básicas.
–¿Por qué afirma que la pasión es moderna?
–Lo que es moderno es el significado que le asignamos a la pasión. Cuando hablamos de pasión nos referimos a un movimiento muy intenso, pero no le asignamos, como lo tuvo en su origen, el significado de sufrimiento y de pasividad. Cambió mucho el espectro de los sentidos de la palabra passio, que siempre existió, pero tenía connotaciones absolutamente diferentes. Y lo interesante es analizar cómo va cambiando y en qué contextos se produce el deslizamiento de los primeros sentidos a los actuales, que sólo secundariamente evocan la noción de sufrimiento, y aun más lejanamente la idea de inacción.
–¿Qué hipótesis maneja sobre el modo en que la modernidad fue olvidando el sufrimiento que implicaba la pasión?
–Por la noción de progreso, en cuanto al cuerpo, a la vida normal y a la legitimación del placer, parece que se fue borrando el sufrimiento de la passio latina. La cuestión del sufrimiento no está sólo en la pa- ssio latina, sino también en ruso, en alemán, como demuestro en el libro, pero también habría qué preguntarse qué tipo de sufrimiento está connotado en la pasión. Hago más preguntas que afirmaciones. Este libro de algún modo lo escribieron los diccionarios. Lo que hice fue entramar lo que decían los diccionarios para que los lectores lo vieran.
–¿La contraposición entre razón y pasión parece muy fecunda cuando se piensa en la pulsión erótica?
–Sí, efectivamente. El deseo sexual jamás tiene que ver con el amor o con el placer. Siempre está vinculado con la cólera, lo que indicaría que en la pulsión erótica hay un dinamismo de violencia cercana a la ira. Es lo que dice el lenguaje, no un grupito de lenguas sino muchas, y no hay textos psicoanalíticos que sugieran una vecindad específica de la ira con la pulsión sexual, que en Freud se relaciona, ante todo, con la ambivalencia del amor-odio que subyace a la relación del ego con el objeto de su elección. Es como si el lenguaje nos estuviera advirtiendo: “Ojo, acá hay algo más de lo que ustedes repiten con Freud, con Lacan y con todos esos sacerdotes. Hay otros sacerdotes que pensaron diferente”.
–¿Se refiere a los hablantes?
–Claro, tenemos que preguntarnos quién inventa estos significados, cómo se expanden, porque tiene que haber un consenso entre la gente. Las palabras van ganando o perdiendo acepciones según el público que las usa. ¿Cómo desentrañar esta madeja de pasión-cólera? Es muy difícil agarrar el río, detener una gota y decir: “Acá fue”. No hay una conspiración de los diccionarios para decir disparates (risas). Además, los diccionarios suelen ser vistos como inventarios racionales, pero tienen estos misterios y nudos rarísimos. Aunque se colocan como ejemplos de lo disciplinado y ordenaditos que somos, en realidad hay una suerte de caos de acepciones en sus entradas. Hay una paradoja muy extraña respecto de qué es un diccionario.
–Quizá por esta paradoja usted se apoya en una frase de Benjamin: “toda palabra y toda lengua es onomatopéyica” para tratar de desentrañar esos meandros con los que se encontró.
–Lo dijo cuando era muy joven en un ensayo, Angelus Novus, que nadie leyó o entendió. Hay toda una corriente subterránea de la onomatopeya en la lingüística que habrá que ir sistematizando. En el libro arriesgo varios ejemplos, como la G, que señala realidades que tienen que ver con la garganta, entre otras, grito, gruñido o gárgara. Lo curioso es que no sospechamos hasta qué punto las palabras provienen de sensaciones primitivas, como psiquis, alma, que comienza con el sonido ps, el soplo de aire que espiramos. Ningún pensador se animó a decir lo que sostuvo Benjamin porque implicaba romper con toda la tradición de la lingüística contemporánea del siglo XX, que se basa en la teoría de la arbitrariedad del signo enunciada por Saussure. La cuestión que no podemos perder de vista es que las onomatopeyas son testigos del origen encarnadamente corporal de nuestras palabras.
–¿Por qué, entonces, se fueron perdiendo de vista?
–Por vergüenza, porque la espiritualizadora civilización occidental las fue ocultando tan bien que resulta complicadísimo descubrirlas. Los que crearon la palabra amar para expresar sentimientos de afecto hacia toda clase de seres no se avergonzaban de que fuera algo similar a lo que habían sentido al amamantar cuando eran niños, que reprodujera ese sonido, ese balbuceo.
–Para los griegos el delirio era positivo, pero con el tiempo la palabra se fue volviendo más compleja y negativa. Cuando alguien dice “qué delirante que sos”, ¿habría un resto de ese aspecto positivo que subrayaban los griegos?
–Sí, porque no está dicho negativamente. Cuando la medicina se apropia del término aparece la connotación negativa. El problema del cientificismo moderno es que no puede ver las capacidades que encierran el lenguaje o las experiencias de la vida, y sellan todo con un lenguaje inhóspito que es muy limitante. Hay temas en los que nos movemos en el medio de una gran ignorancia; cómo explicás que haya gente que se ponga a hablar en otros idiomas, algo que está lo suficientemente documentado, pero que se suele fundamentar por las supuestas alteraciones que sufre la persona. ¡Pero de qué alteración me están hablando! ¿Cómo hace para hablar alguien en latín, si no lo estudió? Nos reímos mucho de la Edad Media, pero a veces pienso que en otras edades se van a divertir mucho con nosotros: cómo esta gente no buscó una explicación, cómo no hicieron un esfuerzo para entender. A mí me irrita mucho que le pongamos la etiqueta de anómalo a lo que no podemos explicar.
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