Vie 09.03.2007
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ENTREVISTA A JUAN JOSE MOSALINI, EL MUSICO Y DOCENTE QUE HACE TREINTA AÑOS LLEVO EL TANGO A FRANCIA

“Yo aparecí en Europa cuando todavía no había tangueros”

Notable compositor e intérprete, marcó la enseñanza del bandoneón en París, donde se relacionó también con Soriano y con Cortázar. Aquí había tocado con Salgán, Piazzolla, Leopoldo Federico y Pugliese, pero recién ahora empiezan a editarse sus discos.

› Por Karina Micheletto

Como intérprete, integró varias de las formaciones y orquestas fundamentales del tango –las de Leopoldo Federico, Horacio Salgán, Osvaldo Pugliese o Astor Piazzolla, entre otras–, experiencias con las que luego trazó su propio camino. Como docente, marcó la enseñanza del bandoneón en París, donde vive desde 1977, diseñando los primeros planes de estudio para su enseñanza oficial, y al frente de la primera cátedra de bandoneón del mundo. Juan José Mosalini sonó mucho en Europa en los últimos treinta años. En la Argentina, en cambio, sólo vino a dar un concierto una vez. Ahora podrá empezar a sonar a través de sus grabaciones, que comenzará a publicar el sello Acqua Records por primera vez en el país. Las dos primeras ediciones locales ya están en la calle: son La bordona, grabado en 1983 con el trío que Mosalini formó junto al pianista Gustavo Beytelmann y el contrabajista Patrice Caratini, e Ida y vuelta, del ’94, a dúo con el flautista Enzo Gieco.

Mosalini aprovechó una visita “entre familiar y turística” a Buenos Aires para presentar estos trabajos. La bordona es una suerte de disco de culto para los amantes del tango, de ese tipo de joyas que se encargaban a quien viajara a Europa en tiempos pre Amazon. El repertorio pasa por los grandes tangos de la historia (“pero los que de verdad movieron la estantería del tango, los ineludibles, no los del aplausómetro”, aclarará durante la charla Mosalini). Están “La cumparsita”, “El choclo”, “Nocturna”, de Julián Plaza; el vals “Palomita blanca”, la obra de Emilio Balcarce que da nombre al disco, “Contrabajeando”, de Aníbal Troilo y Astor Piazzolla. Los interpreta un trío de músicos de treinta y pico con ganas de experimentar, pero mostrando las herencias aprehendidas, en una Europa que recién se asomaba al último boom del tango. Ida y vuelta (Aller et retour, tal como se llamó originalmente) es el registro en vivo de un concierto que dieron Mosalini y Gieco (otro argentino radicado en París) en 1994 en Alemania, Del Barroco europeo a la música del Río de la Plata, donde suman tango, folklore y música clásica, con obras de Ginastera, Troilo o Piazzolla. Durante este año, el sello irá editando en la Argentina toda la obra que el bandoneonista grabó en Europa.

–Su trabajo en Francia tuvo mucho de docencia. ¿Se fue dando así o se llevó la misión de transmitir el tango?

–Hay un poco de todo. Yo aparecí en Europa cuando no había tangueros, con todo un bagaje de experiencia para pasar. Mi padre, que fue mi primer profesor de bandoneón, había descubierto que yo tenía una cierta facultad para transmitir, podía crear relaciones fluidas con algunos alumnos que más tarde tuve. El fue quien me recomendó que prestara atención a esa facilidad mía. Cuando recién llegué a Francia me gané la vida con alumnos, porque no tenía laburo. Después eso tomó cuerpo: en el ’81, cuando sube Mitterrand, hay un cambio político y cultural radical. En medio de todos esos cambios, se institucionaliza la enseñanza del acordeón, el instrumento nacional de la música popular francesa, que hasta entonces estaba al margen de las academias. Cuando lo meten, también entra el bandoneón. Ahí me llamaron para crear el repertorio del examen de ingreso. Más tarde me propusieron la cátedra de Bandoneón en el Conservatorio de Gennevilliers, con dos colegas más. Allí llegan a aprender alumnos de todas partes del mundo, por eso es como un semillero que me interesa mucho.

–El panorama de la enseñanza del bandoneón en Europa debe haber cambiado mucho desde entonces, con la explosión del tango en el mundo de por medio.

–No crea. Hoy es mucho mayor la demanda de aprendizaje de bandoneón y tango, desde luego. Pero en el ’80 yo enseñaba con el mismo principio que hoy: hacerlo seria y profundamente, con mis medios, tratando de recuperar todo lo que me pasaron los grandes maestros con los que toqué. Yo tuve una ventaja: todo lo que aprendí de Leopoldo Federico, lo aprendí tocando al lado de él. Si le decía: “Gordo, ¿cómo hacés para marcar esto?”, era inmediato: “Hacé así”. Y yo le sacaba la foto. El tocaba y yo lo copiaba, así iba aprendiendo. En Francia tuve que hacer un esfuerzo para tratar de explicar toda esa mecánica, que no estaba escrita en ningún lado: cómo hay que poner la muñeca, cómo utilizar el peso de cada mano... y tratar de codificar todo eso de una forma más precisa, tal como se enseña cualquier instrumento.

–¿Qué foto se guardó de su paso por la orquesta de Federico?

–Muchas fotos impregnadas de anécdotas divertidas, hay un capital enorme en ellas. Lo primero que me aparece son los viajes de giras interminables que hacíamos, recorriendo durante días ese universo de bailes de las provincias, con toda la carga que tenían detrás. Nos pasó de todo: dos por tres el micro se paraba y había que empujarlo, o llegábamos a un lugar, no había hotel y teníamos que dormir en una panadería, y otras cosas increíbles que no se pueden contar. Leopoldo era un nene grande, adorable, y sigue siéndolo. Después está todo lo otro: la emoción que yo tenía el día que toqué por primera vez adelante de Leopoldo, en una especie de examen al que me llevó Baffa. Fue en Patio de Tango, en calle Corrientes, en un camarín chiquito, con todas las cabecitas de los músicos de la orquesta alrededor mío. Yo conocía de memoria todo el repertorio del Gordo, así que se lo empecé a tocar. ¿Sabe qué hizo él? Empezó a llorar y me abrazó: “Pibe, tocás mis cosas! ¿Querés entrar en la orquesta?” ¡¡Sí!! “Bueno, entrás ahora. Dentro de 15 minutos tocamos. ¡Pepe! (a Colángelo) ¡Prestale el saco al pibe, que el piano está medio dado vuelta y no te ven!”. Así debuté. Era un pendejo, y tenía todos los nervios encima.

–¿Y de la orquesta de Pugliese, qué recuerda?

–Y, el maestro me marcó a fuego... ¿A quién no? Yo estuve siete años con él, desde la creación de la nueva orquesta, después de que se separaron los muchachos del Sexteto Tango. Ahí él formó la orquesta con tres bandoneones, Penón, Binelli y Mederos, yo aparecí un poquito más tarde, porque decidieron incorporar un cuarto bandoneón. Para elegirme, Pugliese me llevó a tomar un café, en definitiva quería que le contase un poco mi vida. Le conté que había estudiado Ciencias Económicas, que Silvio Frondizi, un gran maestro al que mataron, que fue mi profesor de Derecho, me dijo: “Pibe, usted no tiene nada que hacer acá, dedíquese a la música”. “Bueno pibe, si querés tocar en la orquesta vení a los ensayos, martes y viernes”, me dijo Pugliese. “Pero, maestro, ¿no quiere que toque?” “No, no, vení y sumate”. Cuando entré, me aclaró: por el momento, en la cooperativa no. Así estuve a prueba un tiempo. Lo que aprendí ahí, no me lo hubiera dado ninguna academia.

–¿Qué, por ejemplo?

–Todo, también lo extramusical, que por supuesto tiene que ver con la música. Aprendí una estética, un modo de vida, una consecuencia de trabajo, una línea y un norte que no se quiebran. Llueva o truene él iba para allá, y no había nada que lo torciera. Muchas veces pagó lo que tenía que pagar por eso, tanto desde el punto de vista de su militancia como por su decisión de mantener la orquesta. Porque era bravo el tema... En el ’60, cuando yo entré, no había laburo. Había dos o tres orquestas y basta. Y como la orquesta de Pugliese había tenido un año de silencio, no tocaba mucho. Con decirle que en el ’69 estuvimos seis meses ensayando y hubo un baile.

–¿Y cómo sobrevivían?

–Laburábamos como podíamos, aquí y allá, en cositas. Pero martes y viernes, ensayo intocable. Por eso la orquesta existía. Cuando fuimos a Mar del Plata en el ’70, en la primera temporada, fuimos con una guita ridícula y de segunda: el del cartel mayor era Osvaldo Piro, que estaba de moda en aquella época. Además, muchas veces no nos dejaban tocar, se sentía la prohibición. Hasta para los músicos: yo empecé con la orquesta de Pugliese, y cada vez tenía menos laburo extra.

–¿Fue Piazzolla quien lo convenció de que se fuera a Francia?

–Uno de ellos. También estaba, por supuesto, la situación de 1977, mi mujer y yo decidimos que había que irse. Se habían caído varios proyectos que no cuajaron, y Astor, con quien teníamos una relación casi familiar, me insistió para que fuera a hacer la experiencia musical. Con compañeros como Gustavo Beytelmann nos fuimos para un proyecto específico, que fue grabar un disco con el Chango Farías Gómez, Lágrimas. Después armamos nuestro primer grupo, Tiempo Argentino.

–¿Qué escucha en La Bordona más de veinte años después?

–Es el primer disco del trío, así que lo primero que escucho es las ganas tremendas, la energía y el amor que le pusimos. Ensayamos mucho, trabajamos mucho, analizamos y discutimos mucho. Con un norte, hacer la música que elegimos lo más sinceramente posible, y con respeto de los códigos, recuperando las experiencias personales. Con ese capital, abordamos la nuestra. Hoy, por suerte, todavía escucho la frescura y la juventud que pusimos ahí hace veinte años.

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