Sáb 12.05.2007
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LUCIA PUENZO HABLA DE SU NUEVA NOVELA Y DE SU PRIMER LARGOMETRAJE COMO DIRECTORA

“Me gusta estar detrás de una ficción”

La escritora y cineasta se interesa en temas poco frecuentes, como una adolescente intersexual en el film XXY (que participará del inminente Festival de Cannes) y las historias de los personajes de Señorita maestra en su novela La maldición de Jacinta Pichimahuida.

› Por Julián Gorodischer

Rodeada de cine, desde la cuna: así fue creciendo Lucía Puenzo, integrante de un clan profesional que, tal vez por esa condición, la empujó a un encierro creativo cada vez que se dispuso a hacer aparecer la obra: no quiso escuchar opinión. La suya es escritura intermitente pero de tiempo completo, repartida entre guiones de cine y TV (Disputas, Sangre fría, Malandras, Tiempo final), forjando una carrera “hermafrodita”, en la que se niega a elegir una disciplina sobre otra. En 2007 alternó la realización de su ópera prima XXY –que a partir de la semana que viene participará de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes– con la edición de su novela La maldición de Jacinta Pichimahuida (Interzona). Y ahora mismo recuerda el nacimiento de la idea, situada en unos pocos e intensos meses en los que casi no veía el sol. Fue un retiro auspiciado por la “Cinefondation” del Festival de Cannes, en el que se dedicó a terminar su ficción sobre aquellos niños estrella de la usina de Jacinta Pichimahuida y a terminar su fábula familiar intersexual narrada en la película.

Acorazada para no escuchar opiniones que estén de más, con la convicción de que “una buena idea compartida antes de tiempo puede ser destrozada” por una mirada que se sobreentiende como despectiva, un silencio que se extiende más de la cuenta, Lucía Puenzo se convenció de levantar, cada tanto, una trinchera que custodia su posibilidad de narrar. Lucía escritora trabaja en una zona de ambigüedad entre lo real y lo ficticio: un escarceo con el acontecimiento que la lleva a enamorarse de los nombres propios y los contextos históricos (un programa de TV, un famoso, un episodio policial), para luego transgedirlo sin culpa y sin miedo. Nunca se pasaría al bando de los cronistas; necesita del amparo de una ficción que le permita ir encastrando las piezas que le provee la realidad en la subjetividad rabiosa de sus tramas. “Cuando estoy escribiendo una novela, miro el mundo desde la lógica de esa novela –asegura Lucía Puenzo–. Todo lo que vivo lo entiendo como señales. Todo parece preparado para tener un lugar en la novela; y si uno ayuda un poco, buscando, en ese caso ni qué hablar.”

“Las piezas cobran un sentido –sigue– y se ensamblan cómodamente. En general, me gusta la ficción; me gusta estar plantada detrás de una historia. El cronista tiene que desaparecer; el autor no importa.” Hubo un momento, durante la escritura de La maldición..., en el que dudó sobre la posibilidad de haber cruzado un cierto límite y sobre las consecuencias que podría traer su juego de hibridación. En lo formal y lo temático, los híbridos estimulan a Lucía Puenzo: le encienden el deseo de contar; siempre triunfó la aceptación del riesgo. “No sabía qué hacer con los nombres reales: o frenaba y empezaba a averiguar o seguía y veía qué pasaba después. Si me ponía a vislumbrar dificultades legales, no la iba a escribir. Además, uno se encariña tanto con las criaturas que cambiarle el nombre a mi Cirilo era como rebanarme una pierna.” Dice que detrás de su novela está la intención de echar sombra sobre un espacio arrebatado por la luz, endulzado por la figura de las blancas palomitas, pero en ningún momento se propuso una interpelación generacional.

–En el momento en que escribo –explica–, no pienso en mucho más que en lo que está pasando ahí adentro. Si pensara en a quién estoy dirigiendo el libro, perdería el deseo de hacerlo. Mi método es desordenado y de absoluta dedicación. Estaba todo el día encerrada, abocada a esto. Escribía diez horas por día, de lunes a domingo; me fui con veinte páginas y muchas entrevistas hechas a técnicos. En el proceso me hice muy amiga de Anselmi (personaje de Señorita maestra); nos juntábamos en bares y hablábamos durante seis horas. Anselmi luego vino a la presentación y me dijo: “Esto casi pasó así”. Me permitió ver lo que él veía.

Lucía cineasta decidió, como Alex en la película, no tener que elegir: quiso una vida no escindida entre las cámaras y la prosa, y pensó y filmó su película, XXY, a la que acompañará a Cannes. Esa historia, actuada por Inés Efron, Martín Piroyansky, Ricardo Darín y Valeria Bertuccelli, en riguroso orden de protagonismo, tiene el privilegio de ser la primera ficción local sobre la historia de una intersexual, tema poco explorado por la ficción universal, con picos narrativos en la lograda novela Middlesex, del estadounidense Jeffrey Eugénides. “Leí el cuento ‘Cinismo’, de Sergio Bizzio –dice–, y se me apareció muy fuertemente una adolescente en la que conviven los dos sexos. A partir de que Sergio me dio luz verde para trabajar, me interesé en este virgen tardío y esa chica que están tratando de descubrir su identidad. Los chicos son ‘la película’; los adultos son el coro. Inés Efron es una actriz muy talentosa, que propone todo el tiempo, y que hasta cayó con ese diario íntimo en imágenes que luego incluimos en el film.”

Cuando decidió motorizar el proyecto de XXY, empezaba a sentir el cansancio de escribir guiones para otros (Adrián Caetano, Carlos Sorín, Marcelo Piñeyro) y la beca en Francia resultó sanadora. “Fue la primera vez desde los 18 años en que pude no escribir para los otros, dejar de dedicarles entre diez y doce horas de escritura para llegar a la mañana muy temprano o a la noche muy tarde y sentir el cansancio. Buscaba, en El niño pez y Nueve minutos (sus libros anteriores, editados por Beatriz Viterbo), encontrar una pausa entre laburo y laburo. Hasta que pude tener el día entero para escribir mis cosas. Elegí Piriápolis, donde se desarrolla la trama, el sitio que Alex (Efron) y su familia eligen para vivir fuera del mundo, por ser un balneario diseñado para ser mucho más de lo que terminó siendo, con una arquitectura fuera de escala que le da cierto anacronismo de lugar perdido en el tiempo. Ellos huyen a un lugar más tranquilo y la madre mete adentro el infierno.”

–¿Cómo eligió a los actores?

–Martín Piroyansky (Alvaro) e Inés Efron (Alex) eran indiscutiblemente los protagonistas, pero estaban al límite de hacer creer su adolescencia, no podía esperar más. Le mandé el guión a Ricardo Darín (el padre de Alex), y al otro día me llamó y me dijo que le gustaba y lo hacía. Los actores fueron entrando en el contexto de una ópera prima. Cuando empecé a buscar posibles intérpretes que aportaran a esa genealogía, era muy crítica con esos padres de intersexuales que operaban a sus chicos. Uno rápidamente prejuzga, y yo no sé si actuaría de forma tan diferente si fuera madre primeriza y a los cuatro días viene un médico a decirme qué tengo que hacer. Quería correrme de cualquier tipo de amarillismo; poner un nene chiquito en el rol de Alex como mínimo era un poco riesgoso. Hasta que apareció Inés, y fue irremplazable. Yo vi que Inés era Alex, aunque fuera una intersexual atípica: le hace bien que fuera un poquito femenina, que saliera del lugar común.

–¿Hay huellas de Freaks, de Todd Browning, en su película?

–Creo que la diferencia es que XXY no mira a Alex como a una freak; tiene una clarísima empatía con el personaje de Inés Efron; la cámara se le enamora todo el tiempo. En otras películas, como Freaks, hay una mirada descarnada y cruel. Aquí, la cámara es más empática con el personaje. En Freaks hay más morbo. En XXY la deformidad nunca se ve; yo sabía que no quería mostrarla ni caer en esa tentación. La película se tenía que correr del morbo, incluso cuando ellos están en el galpón en la escena sexual entre Alex y Alvaro. Quería que se viera a dos pendejos cogiendo y no estar contando una anormalidad. Una cosa es que se enteren quién soy y otra cosa es mostrarles los genitales.

–Hay una curiosidad unánime en los hombres de la película por alcanzar a mirar lo que Alex oculta...

–No sólo la masculinidad está extrañada; esa madre de Carolina Peleritti simplemente está corrida a un margen porque así lo demanda la trama; y la de Bertuccelli está muy asustada con lo que le pueda pasar a su hija. La amiguita ha crecido con ella toda la vida y la inquietud está en la mirada de su padre. Los chicos lo viven con un poco más de naturalidad.

Trató de explicarse mediante imágenes por qué razón la Antigüedad clásica representaba al intersexual como un plusválido: un todo, un conjunto que multiplicaba el goce y la atracción. “Pero que con el correr del tiempo se transformó paulatinamente en un minusválido”, dice. “Y justamente en ese corrimiento hay algo que me llama la atención. Por qué antes se los ponía en un lugar de riqueza y hoy se considera que deben ser castrados y enmarcados en un sistema binario de hombres y mujeres.” Exploró respuestas posibles en la conversión del objeto de deseo a la consolidación del fenómeno, pero prefirió quedarse con las preguntas abiertas. Hay una que prefiere, entre tantas que se formulan Alex y sus padres a lo largo del film, y que enlaza directamente con una vida previa a toda intención normalizadora: ¿Qué pasaría si no tuviera que elegir?

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