PREMIO ASTURIAS DE LAS ARTES
El jurado consideró que “conjuga canción y poesía en una obra que crea escuela”.
El cantautor estadounidense Bob Dylan (Minnesota, 1941), “mito viviente en la historia de la música popular y faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo”, fue galardonado ayer en Oviedo con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, por “conjugar la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas”. El galardón, dotado con 50.000 euros y una escultura de Joan Miró, le será entregado el próximo octubre en la capital asturiana por el príncipe de Asturias. Según el jurado, Dylan es considerado “fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento para los deseos que habitan en el corazón de los seres humanos”.
El músico nacido como Robert Allen Zimmerman en Duluth, Minnesota –el 24 de mayo de 1941, en el seno de una familia de comerciantes judíos– fue reconocido por el jurado del prestigioso galardón como “mito viviente de la historia de la música popular”. A sus 66 años, Dylan es considerado uno de los compositores más influyentes y prolíficos del siglo XX, “austero en las formas y profundo en los mensajes”. Un total de 58 candidaturas fueron presentadas para este galardón procedentes de Alemania, Argentina, Australia, Bosnia, Brasil, Cabo Verde, Canadá, Cuba, China, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Grecia, Italia, Irlanda, Japón, Perú, Portugal, Reino Unido, Rusia, Siria, Venezuela y España. El premio, el segundo que se conoce en la edición de 2007, está dotado con 50.000 euros y la reproducción de una escultura de Joan Miró. La candidatura de Bob Dylan, propuesta por el profesor y crítico de literatura Andrés Amorós, se abrió paso con fuerza entre las propuestas que concurrían al galardón y se impuso en la última votación a la pianista portuguesa Maria Joao Pires por doce votos a ocho.
El director de cine Pedro Almodóvar fue distinguido en 2006 con este premio, que recibieron también Woody Allen, Miquel Barceló y Paco de Lucía, entre otros. La soprano Bárbara Hendricks, el arquitecto y escultor Santiago Calatrava, el fotógrafo Sebastiao Salgado, el actor Vittorio Gassmann, el músico Joaquín Rodrigo y el actor Fernando Fernán Gómez, así como el compositor y director polaco Krzysztof Penderecki, son otros ganadores del premio. En total, son ocho los premios Príncipe de Asturias concedidos en distintos ámbitos en esta edición número veintiséis, y serán entregados por Felipe de Borbón, heredero de la corona española, el próximo octubre en la tradicional ceremonia que tiene como escenario el Teatro Campoamor de Oviedo.
El último reconocimiento oficial a Bob Dylan llega de un país que ignoró su obra durante sus años álgidos: en los sesenta, en España apenas se publicaron discos de Dylan. No estaban en las disquerías, no se pasaban en las grandes emisoras, no existían para la televisión. Más allá de las anécdotas, propias de la autarquía cultural del franquismo, resulta comprensible el desconcierto de la vieja guardia: Dylan no era un cantante más. Hasta su electrificación, en 1965, su música sonaba árida, una guitarra de palo y una voz nasal. Y si se entendía su inglés, el desconcierto aumentaba: podía hacer canciones de amor pero no trataban de dilemas tipo “ella me quiere/ ella no me quiere”; de hecho, era capaz de regodearse ante las miserias de antiguos objetos del deseo, como en la catártica “Like a rolling stone”. Le adjudicaban el papel de cantante de protesta, pero eso constituía una porción menor de su repertorio.
Tras sus lentes oscuros, Dylan dinamitó muchas convenciones de la música popular. En un momento de candor, él mismo se pasmaba de su brutal impacto: se atribuía el haber hundido Tin Pan Alley, como se conocía al entramado de compositores y editoriales neoyorquinas que generaban el cancionero que animaba Broadway, Hollywood y los clubes nocturnos. Hasta los conjuntos británicos, encabezados por The Beatles y The Rolling Stones, acusaban su influencia: con Dylan, se renovaba el lenguaje literario del rock y se ampliaba su temática. Todo se podía cantar, incluso de la manera más personal y compleja.
El liderazgo social de Bob Dylan en los sesenta no tenía parangón. Gracias a “The times they are a-changin” o “Blowin’ in the wind”, se había convertido en profeta de la insurgencia juvenil, un movimiento generacional que estallaría en 1968 en Praga, París o México DF. Para entonces, cierto, Dylan ya había renunciado simbólicamente a cualquier papel de portavoz o guía espiritual. Refugiado en una casa de Woodstock, en la zona montañosa de Nueva York, ignoraba al mundo hippie y cuidaba de su familia. Se pueden entender sus últimos cuarenta años como un constante intento de escapar de aquel personaje de gurú generacional. Nadie, ni siquiera John Lennon, era seguido tan estrechamente por sus adeptos: hasta se fundó un Dylan Liberation Front, que vaciaba su cubo de basura en busca de información sobre un mítico pacto según el cual renunciaba a ser el Lenin del rock a cambio de tranquilidad y –según una teoría delirante– tolerancia para una supuesta adicción a las drogas.
Esa vigilancia desembocó en un antagonismo latente que marcó la relación de Dylan con parte de su parroquia. Aparte de su retirada del politiqueo contracultural, se atragantaron inicialmente decisiones como la aproximación a la música vaquera –Nashville Skyline, 1969– o al gospel, que comenzó con Slow Train Coming, de 1979. Sus vaivenes religiosos, de la recuperación del judaísmo familiar a la integración en una secta fundamentalista, no le impidieron actuar ante Juan Pablo II. Un divertido tema del cantautor vizcaíno Iñigo Coppel, “Blues hablado sobre el mayor fan de Bob Dylan del mundo”, especula sobre la existencia de “un malvado hermano gemelo”, al cual se responsabiliza de discos penosos como Self Portrait o Dylan & The Dead.
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