Jue 21.06.2007
espectaculos

“LA MALDICION DE LA FLOR DORADA”

Zhang Yimou, una tragedia barroca

El cineasta cierra aquí un ciclo y lo hace exacerbando su proverbial esteticismo.

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LA MALDICION DE LA FLOR DORADA
(Man cheng jin dai huang jin jia)
China/Hong Kong, 2006.

Dirección: Zhang Yimou.
Guión: Zhang Yimou, Wu Nan y Bian Zhihong, con supervisión de Wang Bing, sobre obra teatral de Cao Yu.
Fotografía: Zhao Xiaoding.
Intérpretes: Chow Yun Fat, Gong Li, Chou Jay, Liu Ye y Qin Junjie.

Reconvertir el género de artes marciales en intriga policial primero, en film de espionaje después y en tragedia shakespeareana finalmente. Puesta en perspectiva, ésa parece la hoja de ruta de Zhang Yimou a lo largo de la trilogía que inició con Héroe (2002), continuó con La casa de las dagas voladoras (2004) y parecería estar cerrando definitivamente con La maldición de la flor dorada, nominada al Oscar al Mejor Film Extranjero 2006. Como en los casos anteriores, y más aún, el más recargado barroquismo vuelve a ser el vehículo estético elegido por el afamado director de Ju Dou y Esposas y concubinas para esta tercera parte de su trilogía wu xia pian. Con una ostentosidad decorativa y visual elevada aquí hasta límites de autocaricatura, en esta entrega el elemento propiamente genérico queda reducido a unas pocas cabriolas y malabares físicos, puestos daría la impresión que por compromiso. Es como si en La maldición de la flor dorada este aristocrático realizador de dramones de luxe se sincerara, mostrando su desdén por espadeos y patadas voladoras y abrazando con fuerza el género de sus amores, que no es otro que la ópera. Corre el siglo X, fines de la era Tang. Prisionera no sólo de flores doradas, sino de estucos, cristales labrados, muebles laqueados, pesadas alfombras y traslúcidos cortinados, halla el espectador, en las escenas iniciales, a la siempre sublime Gong Li, capaz de despertar un admirado estupor en cada gigantesco primer plano. Si se trataba de comunicar físicamente la idea de jaula dorada en la que el siniestro emperador (Chow Yun Fat) ha confinado a su segunda esposa (Gong Li), debe reconocerse que Yimou y su diseñador de producción, Huo Tingxiao, lo hicieron hasta el hartazgo. Chirridos visuales parecen los bermellones, turquesas y tornasoles que el palacio vomita en cada uno de sus aposentos. Teniendo en cuenta los antecedentes del realizador (juncales meciéndose en el viento en Sorgo rojo, exuberantes teñidos de Ju Dou, recargados interiores de Esposas y concubinas) podría pensarse que a Yimou el esteticismo le jugó en contra y no sería la primera ocasión en que esto sucede. Pero es a favor, ya que semejante acumulación –reforzada por una cámara de fijeza casi monolítica– lleva a experimentar como si fuera en carne propia el asfixiante encierro al que la protagonista se ve sometida.

Transpira la emperatriz, producto de cierto honguito persa que el emperador ha ordenado se le suministre a diario, pretendiendo curarla de una improbable debilidad crónica. Tras tres años de combate en la frontera, el hijo del medio vuelve a casa y halla a la madre resignada a una lenta y envenenada muerte. Que Su Majestad mantenga una aventura sexual con el príncipe heredero Wan, hijo del anterior matrimonio de su marido, agrega un ingrediente de perversidad al de por sí cargado aire palaciego. Wan, a su vez, sostiene un affaire paralelo con la hija del médico de la corte, encargada de servirle a la emperatriz su “medicina”. Affaire del que Su Alteza Incestuosa no deja de estar al tanto. Como todos en una casa real en la que el chimento, el veneno y la intriga parecerían tan constitutivos como el ostentoso kitsch de decorados, muros y cerramientos.

Basado en una pieza teatral de comienzos del siglo XX, Yimou recurre al mismo equipo que lo acompañó en los dos emprendimientos anteriores, filmando en esta ocasión un duelo de espadas en el que llegan a verse, en plano detalle, las chispitas producidas por el roce de los filos, acompañadas por chirrido con el volumen en 11. Un grueso ejército de ninjas, descolgándose en medio de la noche por cuerdas silenciosas y enfrentándose con innumerables fuerzas enemigas, asegura –en su choque de azabaches contra plateados– la espectacularidad requerida. Filmadas a puro cuerpo, sin multiplicación digital de por medio, se supone que esas escenas de masas deberían airear la marmórea hora y media anterior, en la que ni una ventana de palacio se ha entornado siquiera. Pero es aire viciado, ya que los ejércitos que se enfrentan son los de padre e hijo, en una versión armada de la disfuncionalidad familiar.

Si la situación trae ecos de Rey Lear y Ran de Kurosawa, la culminante Fiesta del Crisantemo al que emperador y emperatriz asisten lívidos y demudados, como cadáveres, evoca con persistencia la fúnebre ceremonia de esponsales de La caída de los dioses, de Visconti. También aquélla fue una ópera mortuoria y monstruosa; también aquí son falsos dioses los que caerán.

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