ENTREVISTA AL ESCRITOR Y CRITICO DAVID VIÑAS
La reedición de Las malas costumbres, su único libro de cuentos, es la excusa para que hable de política y de literatura. De paso cuenta cómo fue eso de que le tomó el voto a Evita, en la cama.
› Por Silvina Friera
“Mi nieta dice que estoy hecho un potro”, señala David Viñas y lanza una risotada. A los 80 años, recién cumplidos, resiste con obstinación e irreverencia. “El mercado de los prestigios literarios es tan arbitrario como la bolsa de valores, sube y baja, y nunca se sabe dónde puede quedar uno en esa timba”, fundamenta el escritor su reticencia a trazar un balance, a pensar cómo será juzgada su obra en un futuro lejano, y acaso en la respuesta esté implícito el rechazo visceral que le provoca la idea de su probable canonización. “Hace unos cincuenta años el señorito de las letras argentinas era Enrique Larreta, pero quién se acuerda de él, quién lee hoy La gloria de don Ramiro”, plantea. El tono de su voz se eleva sobre el murmullo del café La Paz, su nuevo lugar en el mundo, siempre sobre la avenida Corrientes, desde que se incendió el bar de Losada. “Lo lamentable es que no se puede fumar”, se queja y en un gesto típico de la abstinencia, deja suspendida en el aire una de sus manos, como si tuviera el cigarrillo entre los dedos. Viñas no podía festejar su cumpleaños de otra manera que no fuera con un libro, Las malas costumbres, su primer y único tomo de cuentos (publicado en 1963), reeditado por el flamante sello Peón negro, con prólogo de Roberto Fontanarrosa, en el que afirma que está saldando una vieja deuda con David (ver aparte).
“La solapa es la imagen que de sí mismo propone el autor. Sin embargo, es un movimiento cargado de ambigüedades, escamotea su responsabilidad; es una coartada que implica querer ser visto de determinada forma, pero como si esa perspectiva fuera totalmente espontánea”, señala Viñas en la solapa de Las malas costumbres. También explica en esa solapa que escribe por humillación, que escribir, aquí, en la Argentina, es “como preparar una revolución de humillados: opaca, empecinada, dura y cotidiana”. Los diez cuentos del libro son un festín para los lectores acostumbrados al jadeo criollo, a la chicana y a la observación socarrona que es marca de fábrica en Viñas.
Expresiones de la oralidad, que el escritor recoge con su oído y cincela con su escritura, abundan en estos relatos: “no das pelota a nadie”, “un frío de miércoles” y “está que pela”, entre otras. Viñas vuelve a leerse, se corrige, continúa escribiendo y escribiéndose; heterodoxo consigo mismo, no deja de posar una mirada crítica, como una navaja recién afilada, sobre esa zona de su obra. “No volví a escribir cuentos porque quedé disconforme. ‘Señora muerta’ nunca me gustó porque no puedo evitar confrontarlo con ‘Esa mujer’, de Walsh, que es excelente. Hay algunos que creo que pueden rescatarse, ‘El último de los Martinfierristas’, ‘Un solo cuerpo mudo’, y el primer cuento, ‘Las malas costumbres’”, plantea Viñas en la entrevista con Página/12.
–Fontanarrosa confiesa que fue un impacto para él leer su primer libro porque los personajes hablaban como el padre. ¿Qué se propone con esa aparente fidelidad a la oralidad?
–La referencia a la vejez es especialmente inquietante porque si Fontanarrosa aludía a la perspectiva de cómo hablaba el padre, habría que empezar a contar generaciones, pero ése sería un módico problema temporal (risas). No podría decir que tengo una constante preocupación por trabajar un lenguaje que se define por su oralidad, teniendo muy en cuenta, sobre todo, determinado vocabulario. Por ese lado, dejo los puntos suspensivos. Sí hay una preocupación por la eficacia coloquial, que podría confundirse con una preocupación de tipo documentalista o muy aferrada a una ortodoxia realista, pero nunca me consideré un ortodoxo de nada. En los años ‘60, cuando se publicó Las malas costumbres, la bestia negra de los jóvenes no era Borges, era Mallea, un autor muy institucional, publicador sistemático de libros, que emitía novelas copiosas anualmente. Hay que pensar que la primera edición de El túnel, de Sabato, está escrita de “tú”, que era lo que nos enseñaban en el colegio: “tú amas...”, por eso amábamos tan mal (risas). Después, cuando llegábamos al vosotros, se caían los templos. Era un delirio porque condenaron a generaciones sucesivas de sufridas maestras a enseñar el tú, el vosotros... era un horror.
Viñas subraya que “Señora muerta” es un cuento malogrado que no supo resolver. Moure, el protagonista del relato, se incorpora a la cola de gente que espera entrar al velatorio de Eva Perón. Lo hace para “levantarse” a una mujer (“si me la pierdo soy un...”). La pareja recorre la ciudad en busca de un lugar más íntimo, pero descubre que todos los hoteles están cerrados. El funeral (y la evidencia de la farsa y del cinismo de Moure) impide el contacto sexual.
–¿Usted hizo la cola en ese funeral? ¿De ahí surgió el cuento?
–Sí, fui con (Héctor A.) Murena, hicimos la cola para ver el cuerpo de Eva, pero no llegamos porque era interminable. El cuento, en realidad, creo que empezó a rondarme antes. Yo le tomé el voto a Eva, en la cama.
–¿Cómo es eso?
–Ah, piba, ¿no lo sabía? (se ríe). Debería escribirlo, aunque creo que ya lo conté. En noviembre de 1951 votaron por primera vez las mujeres y mi padre fue designado candidato a diputado. El peronismo modificó las circunscripciones y se hizo un sistema unicircunscripcional, que así se llamaba, tomando el modelo de la época de Palacios, de 1904, con la bonachona idea de que prácticamente los radicales no sacaran ningún diputado. Eva Perón estaba inscripta en el barrio de Belgrano, tenía su domicilio en la calle Cuba, donde mi padre era el candidato opositor. El Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, teniendo en cuenta los términos de la ley electoral, denegó la autorización para que Eva Perón, que estaba internada en el Policlínico de Lanús, emitiese el voto fuera de su circunscripción. Mi viejo, que era un caballero, dijo que no tenía que resolver la cuestión el Comité sino él, que era el adversario de la circunscripción. Trato de apretar el bandoneón. La cosa era conseguir quién aceptaba ser fiscal, apareciendo públicamente como tal en el sancta sanctorum del oficialismo. La mayoría de los candidatos posibles para ser fiscales trabajaban en puestos públicos, y aceptar la fiscalía de la oposición implicaba poner en riesgo sus trabajos. Mi padre me ofreció a mí, que tenía 23 años, la inquietante faena y acepté. Yo estaba comenzando a hacer mis primeros borradores como novelista, y la idea de ver de cerca a los alcahuetes del peronismo me tentaba.
–Era la oportunidad de en vivo y en directo...
–Claro, el encargado de llevarnos, a la presidenta de la mesa femenina, a la fiscal peronista, al vigilante a cargo de la urna y a mí, fue el doctor Mendé Brun, secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires y fiscal general del oficialismo. Me acuerdo que al subir a su auto le advertí que en la parte de atrás tenía un escudo del peronismo y le pedí que lo retirara. Mendé Brun aceptó, y arrancamos a toda velocidad desde Plaza Lavalle rumbo al sur, a lo largo de la avenida Mitre, bajo una lluvia intensa.
–¿Cómo fue el momento del encuentro con Eva Perón?
–Cuando entramos al policlínico, al fondo estaban todos los alcahuetes del peronismo, todos los ministros cuchicheando, como si fuera un friso de una película de Einsestein. En primer plano, estaba el general Perón de civil, y me llamó la atención que siempre usaba las manos como si tuviera un sable, y que tenía brazos muy cortos. Al ingresar al dormitorio estaba Eva, y me impresionó mucho porque parecía una de esas muñecas que en una época ponían arriba de las almohadas para dejar el camisón. Yo me había asignado el papel de fiscal con cara de culo. Nunca había estado en un lugar consagrado, institucional. En esas mesas con rueditas que hay en las habitaciones de los hospitales puse todas las boletas de los partidos, y le acerqué la mesa a Eva. Cuando íbamos a salir, Perón le preguntó: “¿Te apago la luz, Negrita?”. Apagó la luz y quedó solita, con la luz del velador. Afuera de la habitación me encontré otra vez a los cortesanos, murmurando con ese aire de personajes de cine ruso. Esperamos un momento, en silencio, hasta que Perón golpeó la puerta y volvimos a entrar. Eva ya había elegido. Fue todo muy breve: pusieron una silla para que el fotógrafo de Democracia tomara fotos cuando ella estaba votando. Después le dio un besito a la presidenta, a la fiscal, pero yo no amagué.
–¿Se perdió un beso de Evita?
–Me dio la mano, pero debo decir que nunca me gustó como mujer, ahí entran en juego muchos factores; por ejemplo, tenía muy feas gambas, pero es cierto que tenía muy linda piel.
Viñas recuerda cada detalle como si tuviera una cámara en la memoria con la que va mostrando los planos secuencia de esa película. “El vigilante agarró la urna y caminamos los tres por un larguísimo pasillo; de cada una de las puertas se asomaba gente. Salimos y caminamos hasta la verja. A los costados del camino, las manos de las mujeres que estaban ahí, arrodilladas con pañuelos, como las Madres de Plaza de Mayo, querían tocar la urna. Ahí cierra la película, corte. Estaban los dos planos: la gran burocracia infernal, alcahuetona, y la gente que creía, como en una novela de Tolstoi.”
–¿Y en qué plano se colocaba usted?
–La burocracia era insoportable, pero mi familia no era gorila; éramos contreras, que no es lo mismo. Los gorilas despreciaban al pueblo, los contreras criticaban al peronismo sin ningunear sus bases.
Viñas vuelve al principio; no admite juicios sobre su obra, pero cuenta sus deseos. “Me gustaría que hubiera una izquierda en serio. La izquierda argentina es una especie de colección de ateneo. Yo propondría la separación de la iglesia del Estado. Eduardo Wilde le dio el pasaporte al turro de Matera. Le dijo: “Monseñor, foira...”. ¡¡Lo echó al nuncio apostólico!!
–¿El problema es que la izquierda parece un viejo tanguero, que añora los años ’70 como si hubieran sido el paraíso?
–Ah, pero en ésa yo no me anoto, y tendría todo el derecho del mundo, por razones obvias. Hoy podría denunciar, dentro de la propia izquierda, la queja del victimismo. La falta de una izquierda en serio me involucra; es necesaria una presencia crítica de la izquierda.
–¿Cómo quisiera ser recordado?
–Me gustaría ser recordado por la irreverencia ante el poder actual.
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