Era algo serio: o yo o mi libro. Uno de los dos tenía que vencer. Y era una especie de cuerpo a cuerpo que al principio de mezcló con el Sos muy grosero, de Yipi, y después de un rato Vení aquí, sé bueno, pero que por fin se limitó a un choque de pecho contra pecho: yo y el papel blanco, yo y las teclas de la máquina, yo y esas manchas de vieja hepática que aparecían, iban creciendo sobre el papel, se desplazaban sigilosamente y me hacían perder el equilibrio. “Quiero decir todo”, me repetía. “Todo”: exprimirme como una naranja, chuparme, darme vuelta como un guante y arrancarme con los dientes los restos de la pulpa. Pero una naranja, cualquier naranja, están llenas, hasta las más chupadas, aunque lo de adentro parezca algodón más o menos seco y más o menos amarillento. Las naranjas, llenas; yo: no. Y no había caso, lo había comprobado varias veces, ni siquiera con ese recurso de llenarme con Claudel, con Huxley o con cualquiera. Yo era la naranja y yo tenía que exprimirme. Todo, escribir todo: mis delaciones eran otra cosa que quería contar. Escribir sobre eso era algo parecido a un vómito.
* Fragmento del cuento Las malas costumbres (Peón negro).
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