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Domingo, 23 de septiembre de 2007

JAVIER MARIAS HABLA DE “VERANO Y SOMBRA Y ADIOS”, LA CONCLUSION DE SU MONUMENTAL TRILOGIA “TU ROSTRO MAÑANA”

“No se puede ir por la vida lleno de desconfianza”

El notable escritor español dice que los tres volúmenes de su novela lo dejaron exhausto: “Ahora mismo, la sola idea de crear otro mundo distinto de éste me parece imposible”, señala. Verano y sombra y adiós, que se pondrá a la venta en Europa mañana, propone una ficción tan vívida y real que dan ganas de ir en auxilio de Jacobo Deza, su protagonista.

 Por Juan Cruz *

Javier Marías nació en Madrid en 1951 y sigue pareciendo aquel joven que cuando tenía 19 años publicó su primera novela, Los dominios del lobo. Han pasado muchos años, vinieron las canas y muchos más libros; él se convirtió en un articulista afamado y polémico; algunos libros suyos dieron saltos increíbles en las listas de éxitos internacionales, y fue muy famosa aquella apuesta que hizo por él y por Corazón tan blanco el crítico más importante de Europa, el alemán Reich Ranicki. Pasó todo eso, e incluso lo hicieron miembro de la Academia, a la que él nunca quiso acceder hasta que muriera su padre, Julián Marías, y esa muerte ocurrió en el invierno de 2005. Pero Javier Marías sigue despertando en persona esa sensación de que uno se halla ante un adolescente sensato que coleccionó soldados de plomo y ahora colecciona libros y películas, y que tiene la imaginación y la mente y la cabeza y la casa llena de ficciones que su maestría, la que demuestra en sus libros y sobre todo en la última novela de su trilogía, Tu rostro mañana, convierte en historias que traspasan la ficción para parecer verdaderas, tangibles. Parece un adolescente todavía, pero sólo un escritor muy maduro puede sentarse ante la máquina de escribir –nada de computadoras– y lograr con esa maestría una ficción que de pronto asalta como si fuera un relato de la realidad. Hay momentos en esa trilogía, y sobre todo en este volumen, Verano y sombra y adiós, en que la ficción parece tan vívida y tan real que dan ganas de acudir en auxilio del protagonista, que uno siempre cree que es el propio Marías, y que no es Marías para nada, para proponerle salidas al embrollo en el que está metido, para ayudarlo a transitar por el Madrid peligroso en que el personaje Jacobo Deza se introduce como si quisiera vivir dentro de una madeja o de un laberinto.

Así que cuando uno entra en esta casa grande en la que vive el Marías de verdad, vuelve a imaginar que Marías es Deza, que trabajó en el servicio secreto británico, que se separó de una mujer que se llama Luisa y que persiguió, con las armas (el veneno) que le dieron en aquella agencia de espionaje, a un enemigo muy encarnizado que tuvo. Y claro que no: Marías es Javier Marías, una persona educada y solícita que regala a sus amigos incluso aquello que él quisiera quedarse, uno de los grandes escritores de la lengua hispana.

–Veneno y sombra y adiós es un libro que requiere mucha inteligencia para ser escrito, imagine cuánta hace falta para leerlo. ¿Cómo nace un libro así?

–Hablamos del tercer volumen, el más largo; sin duda el más extenso y el que más trabajo me dio. La verdad es que es un libro, como todos los míos, que no está planeado de antemano. Cuando empecé a escribir el primer volumen preveía que iba a ser una novela extensa, pero de ningún modo tanto como fue. Así que cuando lo publiqué anuncié que iba a haber un segundo volumen, pero de ningún modo pensaba entonces que pudiera haber un tercero, y aquí está. Fue cuando ya avanzaba en el segundo cuando entendí que seguramente sería necesario un tercero. La ambición del libro surge del mismo libro, no de mi intención.

–¿El libro lo va conduciendo?

–No, a mí no. No acepto eso de que los libros lo vayan conduciendo a uno o que los personajes se rebelen frente a la voluntad del escritor. Uno conduce el libro, improvisa, decide. A mí lo que más me gusta del acto de escribir es el proceso de averiguación. Yo averiguo la novela que estoy escribiendo y sólo la entiendo cuando la terminé. Los dos primeros volúmenes, publicados en 2002 y 2004, fueron saludados con mucha generosidad también en el extranjero, sobre todo por la crítica anglosajona, y yo me decía: “Pero si no terminé. Son muy generosos, pero están leyendo una cosa aún incompleta. No se puede juzgar hasta que se haya acabado del todo”.

–¿Y le advirtieron sobre algo de lo que estaba escribiendo?

–Cuando salió el primer volumen decidí que no iba a leer ninguna crítica, y más o menos lo cumplí. Cuando se publicó el segundo, y el tercero iba bastante adelantado, leí algunas críticas extranjeras. Me suelo fijar bastante más en lo que dicen en el extranjero simplemente porque no te conocen y no hay elementos espurios, prejuicios o posjuicios. En ese sentido, esas críticas me animaron. Hubo una o dos que fueron negativas. Una me hizo mucha gracia porque decía algo así como: “Yo, más o menos, preveo cómo va a seguir el libro...”. Y pensé: ¡qué suerte, yo todavía no lo sé!

–Esa indagación que hace para seguir el libro constituye también un estilo, ¿no? El lector averigua al tiempo que averigua el escritor.

–Creo que el escritor, por el mero hecho de utilizar palabras, por estar contando una historia, conviene que escriba con inteligencia. Hay gente que me ha dicho que mis libros son complejos, pero que hago todo el trabajo. Es decir, que no exijo ningún gran esfuerzo por parte de los lectores. Creo que el lector puede seguir perfectamente el proceso del libro sin tener que poner demasiado de su parte.

–¿Y cuál es el chispazo de una historia así, en la que no sólo hay ficción, sino realidad, y éstas se juntan hasta que uno cree que usted habla de algo que le sucedió? ¿Cómo nace Jacobo Deza?

–Jacobo nació hace dieciocho años. Es el narrador de Todas las almas. Y aunque esta última novela se puede leer independientemente de Todas las almas, no deja de ser el mismo personaje con muchos más años. ¿El chispazo? Es una cuestión delicada; hace algunos años no hubiera podido abordarla en público porque una de las personas claves de la historia vivía aún, sir Peter Russell. Un gran amigo mío. Era catedrático, un gran hispanista de la Universidad de Oxford. Y aunque a él no le gustaba hablar de eso, trabajó para el servicio secreto durante la guerra. Y la verdad es que tengo conocimiento directo, de primera mano, de algunas cosas relacionadas con el servicio secreto inglés. Sir Peter Russell decía que nunca contaría en vida nada de lo que había hecho o dejado de hacer porque no estaba dispuesto a ser pasto de la prensa. ¡Y aquí estoy, hablando de eso para la prensa! Además me dijo, y eso está reflejado en la novela, en el personaje que le corresponde, que oficialmente no tenía autorización para contar lo que había hecho setenta años atrás. Evidentemente, a partir de estos datos que conozco se produce una fabulación por mi parte. Y luego hay otro elemento que, en mis últimas seis novelas, aparece constantemente, y es un narrador que renunció a su voz. Es un intérprete de vidas, un espía que tiene cierta facultad para saber qué se puede esperar de las personas, sobre todo de las más cercanas, que son las que más daño nos pueden hacer.

–El que es capaz de saber qué puede ser “tu rostro mañana”.

–Exactamente. En este volumen es donde más se encuentra ese personaje capaz de encontrarse con lo que será el rostro mañana. Ese personaje con esa facultad es la primera chispa, por decirlo así. En este tercer volumen también se explica cómo afectó la caída del Muro de Berlín al servicio secreto británico y a los servicios secretos de otros países. Hubo mucha gente que perdió su trabajo, y muchas cosas cambiaron radicalmente. Durante diez u once años, muchos agentes secretos empezaron a ofrecer sus servicios a empresas privadas, y, por tanto, empezaron a tener otros clientes, los que en la novela se llaman “particulares-particulares”. Ya no estaban trabajando sólo para el Estado.

–Todo novelista debiera tener ese don de adivinación. ¿En qué grado se sintió intérprete de los rostros que fue conociendo?

–En el fondo es lo que intentamos hacer todos, sobre todo en las personas que mejor conocemos. Conrad decía que escribía sobre todo para que la gente viera. Era el mismo afán que tenía cuando era marino. Lo peor que le podía pasar a un marinero era no ver. Yo escribo para que la gente vea. A veces ocurre que cuando más interés tenemos en ver, vemos menos. Al narrador de esta novela le pasa que cuando más falla a la hora de interpretar es cuando está mirando a las personas más cercanas.

–En su novela, esa sensación de interpretar, de ver, de intuir, de creer, se produce de forma casi física, no sólo anímica.

–Casi todos tenemos el empeño de creer. Lo que no se puede hacer es ir por la vida lleno de desconfianza. Hay que ir con buena fe, a pesar de todo. Queremos creer. Si alguien me dice algo que me parece bien, y es inteligente y noble, en ese momento lo último que quiero es desconfiar. Todos tenemos esa especie de optimismo que nos lleva a pensar que no nos van a engañar por sistema.

–Los dos personajes mayores de la novela, Wheeler y el padre de Deza, dicen que las cosas van a ir a peor en el mundo.

–Esos personajes están inspirados en personajes reales. El padre del narrador es mi padre, y Wheeler es sir Peter Russell. A ambos, ya viejos, les oí decir: “No sabes lo deprimente que es vivir en una época de decadencia cuando uno conoció otras épocas”. Los que nacimos alrededor de 1950 hemos conocido épocas de las que ya no queda rastro, y también podemos decir eso.

–En el libro alude al fenómeno de la telebasura y a la gente que quiere aparecer a toda costa en los medios.

–Hay un grado de exhibicionismo que me llama mucho la atención. Se perdió en gran parte el pudor. Se perdió la distinción entre lo que se puede decir públicamente y lo que se puede decir en privado. Hoy ser hipócrita está mal visto, pero hay un mínimo de educación en el hecho de ser hipócrita. Todo tiene que ser transparente, y todo el mundo terminó hablando de cosas que deberían dar vergüenza.

–En el libro aparece también un fenómeno de la guerra mundial: la apelación al silencio, a que no se cuente nada por miedo al uso que de lo que se dice haga el enemigo. Es mejor no contar nada.

–Sí, es la primera frase del primer volumen. No debería uno contar nunca nada... Y a medida que avanzó el libro me fui dando cuenta de que en él hablaba de todo, como en éste. Es lo que yo decía: la ambición del libro la va imponiendo el propio libro, mientras se hace. Me di cuenta de que es un libro que aspira a hablar de todo. De la guerra, de los tiempos de paz, de la violencia de género, del miedo, del Estado, y del patriotismo, si me apura. También es una novela amorosa, sobre la añoranza, sobre la culpa. Y fue haciéndose así, tal como se lee. Yo no trabajo con computadora. Todo lo que hay está en mi cabeza. Hay algunas citas, de Eliot, de Rilke, que funcionan como un fondo musical. No me las sabía, había que buscarlas, me di cuenta de que mi memoria no daba tanto de sí.

–El capítulo “Veneno” es muy intrigante. Se habla en él de las cloacas del Estado y eso le permite hablar de la policía, de lo que hace el Estado para defenderse. Se habla de mucho de lo que sucedió en democracia en España. ¿Cómo llegan esos asuntos al proceso de elaboración de la novela?

–Las sociedades actuales exigen transparencia, que se sepa todo. Y creo que eso es erróneo. El Estado ha hecho cosas delictivas, y eso lo sabemos todos. Todos los Estados lo hacen. Pero en esa exigencia de transparencia hay un elemento de hipocresía. Lo normal es que la gente quiera creer que el Estado no hace nada, y hace muchísimas cosas. Y ahora también pasa que siempre que ocurre algo, un accidente, por ejemplo, lo que primero se hace es buscar culpables o responsables, no se acepta el azar. Y eso responde a una soberbia enorme por parte del ser humano. Todos nos podemos equivocar. Yo puedo cometer una falta de ortografía u otras equivocaciones, todo el mundo está expuesto a equivocarse. En cuanto a los Estados, todos tienen las manos manchadas. A nadie le puede caber duda de eso. Lo que pasa es que se prefiere ignorar. Wheeler dice en el libro qué cosas hicieron los buenos durante la guerra, e hicieron cosas atroces, que se negaron siempre. El tiempo de paz suele juzgar el tiempo de guerra. Y eso es una injusticia, porque esos tiempos se excluyen.

–Cuando Jacobo vuelve a España a resolver algunos asuntos, reflexiona sobre el envilecimiento de su país, pero se enfada si de eso le habla un extranjero. ¿Envilecimiento? ¿Lo ve tan así?

–Ahora mismo vivimos en un tiempo en el cual, para empezar, hay una clase política que da la impresión de no tener escrúpulos, o de tener muy pocos. Tengo la sensación de que lo que hacen los políticos no es lo que más interesa a los ciudadanos. Se dedican a hacer extraños negocios, se ven continuos casos de corrupción. Tenemos, además, una prensa que en líneas generales es muy venenosa. La lucha contra la calumnia es una tarea imposible. Hay una especie de actitud de combate feroz y sin escrúpulos. Gran parte de la sociedad perdió mucha capacidad moral. Se impuso el todo vale.

–Este libro incluye muchos asuntos que usted trató en sus artículos. ¿Qué le dio como novelista el trabajo periodístico?

–Tengo que decir que no mucho. Hay una diferencia muy grande entre mis columnas periodísticas y mis novelas. Siempre digo que cuando escribo un artículo lo hago como ciudadano. Cuando escribo una novela, el ciudadano desaparece. En una novela se puede ser salvaje. En un artículo nunca haría afirmaciones como las que hago en mi novela. En un artículo te estás haciendo responsable, y el sentido de la responsabilidad en la novela desaparece.

–Después de un esfuerzo como éste, ¿qué queda dentro?

–Queda mucho, pero tengo la sensación de que no voy a escribir más novelas. Desde luego lo que sí sé es que no voy a hacer ya nada de dimensiones equivalentes. El mero hecho de haberlo terminado ya es apabullante para mí, 1600 páginas. Tengo la sensación de haber dicho todo lo que tengo que decir en el campo de la novela. Si alguien me preguntara: “¿Y ahora qué?”, le diría: “Nada. A descansar”. Después del esfuerzo y del tiempo empleado no me queda más remedio que pensar que sí, que es mi mejor novela. La más ambiciosa, sin duda. Creo que sí, es mi mejor novela.

–¿Qué quiere decir cuando afirma que ya lo ha dicho todo en el campo de la novela?

–Ahora mismo, la sola idea de crear otro mundo distinto de éste me parece imposible. Por primera vez en mi larga carrera, cuando terminé el segundo volumen y descansé un poco me sentí incómodo. Sentí la ficción como un verdadero refugio. Por eso me atrevo a decir ahora que los que escribimos no podemos concebir una mejor manera de vivir.

–El personaje de su libro hace un regreso melancólico a Madrid y recorre calles en las que un lector creyó verlo a usted mismo. Logró una ficción muy real.

–La ficción está en todas partes, está aquí mismo, en esta habitación. No hay más que mirar alrededor del cuarto. Todo puede ficcionalizarse. Basta con aplicar la mirada ficticia. Hay una mirada de la imaginación. La gente carece de imaginación, y no me refiero a la invención de mundos raros, a monstruos. Lo que quiero decir es que la gente, aparte de vivir cosas, tiene capacidad para vivir más con la imaginación y hacer historias con ello.

–Vayamos a la realidad. ¿Cómo se siente en España en este momento?

–Yo no me siento muy cómodo en este país. Me he sentido un poco extranjero, como si fuera un falso español. De niño viví en Estados Unidos, pero siempre me sentí un poco ajeno. A veces me desespero. Hay una mala leche excesiva, una saña, una zafiedad. Hay a menudo una especie de odio a lo inteligente, y a lo reflexionado, y a lo sentido. Hay una difícil aceptación de lo distinto. Ahora, por ejemplo, me quedé un poco estupefacto: murió un futbolista, Antonio Puerta, muy joven; una muerte terrible, está claro, todos estamos de acuerdo. Pero que los telediarios abran con esa noticia un día, y otro, y otro; que se haya criticado al Barcelona porque fue el único equipo normal, que se puso el uniforme del luto, pero que no haya cancelado el partido... Hay una especie de mandamiento: alguien dice “esto tiene que ser así”, y todo el mundo a cumplir. España es un país con una enorme vocación totalitaria, que todo sea como alguien quiere que sea.

–Así habla usted en sus columnas. Sus columnas crean opinión y también conflicto.

–No lo intento. Lo que sí hago es decir lo que opino y no callarme las cosas que me parece que están muy mal. Hay gente que lo agradece mucho. Una de las peores cosas que tiene ser columnista es la sensación de fracaso permanente, y eso no ocurre con la literatura. Digo esto, digo lo otro, y al final uno no ve que lo que escribe sirva para algo.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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“Tengo la sensación de haber dicho todo lo que tengo que decir en el campo de la novela”, asegura Marías.
 
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