“MICHAEL CLAYTON”, DEL DEBUTANTE TONY GILROY, CON GEORGE CLOONEY
En sintonía con cierto cine que empieza a aparecer en Hollywood, el film viene a demostrar que en los Estados Unidos de hoy el peor enemigo puede estar fronteras adentro.
› Por Horacio Bernades
MICHAEL CLAYTON
EE.UU., 2007.
Dirección y guión: Tony Gilroy.
Fotografía: Robert Elswit.
Música: James Newton Howard.
Intérpretes: George Clooney, Tom Wilkinson, Tilda Swinton, Sidney Pollack, Sean Cullen y Michael O’Keefe.
“No me sentía saliendo del estudio jurídico sino del culo de un organismo maloliente, envuelto en una pátina pegajosa”, cuenta en off un abogado caído en desgracia, antes incluso de las primeras imágenes de Michael Clayton. Si uno sale, otro entra. El que terminará entrando allí, en ese agujero negro donde nadie quisiera estar y él menos que nadie, es el protagonista, correveidile de uno de los más encumbrados estudios de toda América, cuando descubra qué es lo que sus superiores están haciendo con la gente. O permitiendo que se haga, que viene a ser lo mismo. De responsabilidades y complicidades comunitarias, de crímenes cometidos y consentidos, de la ley del silencio como ley del más fuerte habla Michael Clayton. En cuanto a aquel organismo maloliente, será el espectador quien decida si es metáfora de un estudio jurídico, de los Estados Unidos o del mundo contemporáneo en su totalidad.
Participante de la competencia oficial en la última edición del Festival de Venecia, Michael Clayton es la ópera prima como director de Tony Gilroy, cuyo máximo crédito habían sido los guiones de la saga Bourne. Si la sensación de paranoia por parte del héroe es la misma, y el mundo que lo rodea parece igualmente maligno aquí, de lo que no hay rastros es del sistema estético que el británico Paul Greengrass empezó usando en La supremacía Bourne, y del que terminó abusando en Bourne, el ultimátum. Clásica, reposada y fluida, más que de un debutante la puesta en escena de Michael Clayton parece la de un realizador afiatado. Figura capital de lo que podría llamarse “nuevo cine hollywoodense de conciencia”, después de Syrianna y Buenas noches y buena suerte George Clooney vuelve a prestarle su star power –tanto desde el protagónico como asociado a la producción, a través de su firma Section Eight– a una película que lo necesita. Lo hace componiendo a un héroe no precisamente glamoroso. El aire de abatimiento, el gesto triste y dolido, revelan que Michael Clayton no ha sido testigo sólo de crímenes de otros, sino que carga también con los propios. Aunque el guión le dé una última oportunidad de redención, tiñendo la película de un optimismo tan súbito como extemporáneo.
“Usted es el cadete al que unos tenderos mandaron a cobrar la cuenta”, le decía el coronel Kurtz al capitán Willard en Apocalypse Now!. A Clayton, los dueños del estudio Kenner, Bach & Ledeen lo comisionan para que vaya a negociar con Arthur Edens, abogado estrella de la firma, que parece haber enloquecido (el británico Tom Wilkinson). Tomando a todo el mundo a contrapierna, Edens pasó de miembro del staff a demandante, en un caso que involucra a la poderosa corporación agroquímica U-North (lo cual no suena muy distinto a Enron). Según la demanda, U-North, una de cuyas máximas autoridades es Karen Crowder (la también británica Tilda Swinton, villana quebradiza) habría provocado un envenenamiento masivo. Si la cosa trasciende, todo se derrumba. Desde la cabeza de Mrs. Crowder hasta el entero estudio de abogados conducido por Marty Bach (Sidney Pollack, temible como siempre), que depende de la confianza de U–North para concretar una ansiada fusión. Y, por supuesto, se derrumba también el emisario, cuyos problemas personales (separación, deudas, malos negocios) pueden llevarlo a aceptar cualquier soborno. ¿Pero y si en lugar de uno, son dos los miembros de Kenner, Bach & Ledeen que terminan dándose vuelta? Para que eso no ocurra, dos asesinos superprofesionales han recibido ya, desde arriba, orden de ejecución inmediata.
No sólo la figura del héroe como oveja negra sino la presencia de Sidney Pollack (director de Tres días del cóndor) mueven a ubicar a Michael Clayton en la línea de los thrillers paranoicos de los ’70. Sin embargo, el sistema narrativo que Gilroy pone en funcionamiento no se parece al de aquéllos. En lugar de progresión lineal hay aquí una narración en forma de largo flashback; en lugar de suspenso y tensión creciente, un tono abatido, asordinado; en lugar de línea de puntos entre una escena y otra, una disolución de la linealidad, con elipsis y alusiones que obligan al espectador a un trabajo de rellenado y reconstrucción de datos. En lugar de thriller explosivo, en suma, un relato implosivo, en el que los héroes están tan abrumados por la culpa como los villanos. Lo cual parece reflejar a la perfección el estado de ánimo de unos Estados Unidos en plena toma de conciencia de que el peor enemigo tal vez no venga de afuera, sino de adentro y de arriba. En esto, Michael Clayton no está sola: Duro de matar 4.0 y Bourne, el ultimátum sugieren lo mismo.
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