EL ESCRITOR MARCELO COHEN HABLA SOBRE “IMPUREZA”, SU NUEVO LIBRO
El autor de Donde yo no estaba concibió una novela de aprendizaje, pero también un relato “político” que arroja el interrogante sobre los posibles caminos de la emancipación de los marginados por el sistema.
› Por Silvina Friera
“Me cansé del tango, de la repetición, de la escasa creatividad musical y poética, y de la falta de adaptación a los tiempos que corren”, dice el escritor y traductor Marcelo Cohen. En Impureza (Norma) –su nueva “novelita”, como él prefiere llamarla por la brevedad, un mundo condensado en apenas 103 páginas–, Neuco es uno de los supervivientes humanos de la maraña de casuchas del barrio Lafiera, donde la paciencia y un solapado temor al aburrimiento parecen conjurar la posibilidad de salir de ese escenario estable y brutal de desigualdad social. En ese barrio, estancando en un largo rezongo, Abrán Baienas, un cultor de melonches y merigüeles –ritmos similares a la cumbia villera, que el escritor los concibió como una mezcla de las canciones de Rodrigo, Juan Luis Guerra y Eminem–, es el cantante popular del momento. La violencia arrogante de sus letras seduce tanto a los ricos como a los pobres. Aunque parece que el futuro se ha desplomado sobre esa vasta región, son tiempos de veneración de la memoria. Los habitantes de Lafiera recuerdan la esencia del baile de Verdey Maranzic, quien se transformaría en militante sindical al unirse a una organización de desocupados que pedía comida. Después de su muerte en un accidente, muchos se acercan al santuario que se construyó para llevarle comida, adorarla en silencio, rezar o bailar. En esta atmósfera el tango es una música del pasado en la que Neuco encuentra una retórica que traduce su tristeza por la pérdida de la mujer amada.
Como en un juego de cajas que se van desplegando, Impureza es una novela de aprendizaje, una historia de amor, pero también un relato “político” en la medida en que arroja el interrogante sobre los posibles caminos de la emancipación de esos seres postergados. “Es evidente que estamos en un mundo muy loco, y una de las manifestaciones más brutales de la locura es que vivimos en un estado de desigualdad espantosa. Carlos Monsiváis dice algo evidente, pero que muchas veces olvidamos. La desigualdad hay que solucionarla, incluso por la salud social general. Esta desigualdad brutal es un síntoma de nuestra locura”, plantea Cohen en la entrevista con Página/12. “La novela trata sobre cómo salir de un barrio miserable y de lo que hay en juego en la educación o en su falta; si es posible torcer un destino regimentado, sistemático, si lo que hace el sistema en las cabezas es inmutable, o si una serie de azares y sensaciones procesadas de diversas maneras cambian a la gente. Es una pregunta que me he hecho de muchas maneras distintas dentro de lo que escribo.”
Cohen explica que la brevedad de la novela se debe a que originalmente iba a ser un cuento para un libro sobre tango que editó Fernando Cittadini. “En ese momento estaba escribiendo Donde yo no estaba y no me pareció mal parar un rato porque fue una novela muy larga y muy interrumpida por muchas peripecias de la vida”, señala el escritor. “Siendo porteño, es inevitable tener ideas sobre el tango; las mías han variado mucho a lo largo de la vida y en este momento están pasando por una etapa de profunda repulsión.”
–¿Por eso en la novela el tango aparece como si fuera una música del “paleolítico”?
–Sí (risas), me gustó que entre mis pocas ideas estuviera el hecho de que en ese mundo el tango ya hubiera retrocedido casi irreversiblemente a un diminuto horizonte mítico, que estuviera arrinconado en una jukebox de una especie de estación de servicio, la Gasomel, donde por cierto van a cargar combustibles taxis que vuelan. El tango es uno de los elementos que agitan la mente de Neuco y la hacen más maleable a la comprensión de lo que pasa. Si algo parpadea en su pensamiento, él hace caso a los destellos de la conciencia, está más disponible que los otros personajes porque no tiene apuro, ha sufrido una pérdida, está elaborando el duelo, tiene una deuda pendiente y no sabe si la debe cobrar. Para Neuco, el tango no es más que una de las piedritas que cae en esa laguna de aguas disponibles que es su cabeza. En cambio el viejo taxista, que propaga un código de honra, de causas, de dignidad y de sentimientos, muere de la manera más grotesca. No soy muy partícipe de esa idea de que la muerte de los hombres abre el verdadero juicio sobre su vida, pero lo que él defiende en vida, antes de que la muerte muestre un supuesto revés, no lo comparto demasiado. Como la traición siempre está latente, el tango genera una cultura de la sospecha, y parte de ese caldo influyó en la propagación del psicoanálisis, entendido en el sentido más popular: “me engañás, no me estás diciendo la verdad”.
–A propósito del título, la historia empezó como un cuento y devino novela, desde lo genérico ya hay algo impuro, y tanto el tango como la cumbia villera también son músicas consideradas impuras. ¿Por qué tanta obsesión con la impureza?
–Desde hace un tiempo vengo perdiendo el interés por las historias que presentan gente que cree que hace bien las cosas, o lo finge, y se engaña, miente. Escribir sobre eso, sobre los equivocados, los malos, los estafadores, los entontecidos por el espectáculo, me parece cada vez más sospechosamente fácil, incluso para la comedia. Prefiero contar sobre los que se preocupan o sufren, sin exagerar, porque querrían hacer bien las cosas, con más valentía y más entrega, pavonearse poco y dejar en buen estado el jardín después de usarlo, y sienten que no están a la altura de ese deseo. De esa preocupación trata Impureza. Hay un poema de Montale que habla de esto: “No se oculta fuera del mundo/ el que no lo salva sin saberlo./ Es uno como nosotros, / y no de los mejores”.
–Hay un contraste notable respecto de la confianza o no que generan las palabras en algunos de los personajes. ¿El escritor siempre se mueve en el marco de esta tensión entre confianza y desconfianza?
–Sí, venimos de una larga etapa de desconfianza en las palabras, que tiene un primer momento culminante, que todavía nos influye, en Wittgenstein, que no tiene tanta desconfianza por la palabra, sino que plantea una aceptación de los límites del lenguaje, por lo menos en la medida en que la palabra, la que usamos para entendernos entre sí, recorta definitivamente el mundo. No es el recorte de la noticia periodística o de la representación; estamos hablando de un repertorio verbal en el cual algo no puede entrar. Y lo que nunca puede entrar es lo que Wittgenstein llama lo místico, y sin embargo parte del patrimonio humano es la palabra de la fe. Venimos de una cultura de la sospecha alentada por la teoría literaria –por los extremos de la consideración justa de que no ya el lenguaje sino la escritura misma es un mecanismo que conforma el decir–, que junto con la herencia de las vanguardias y el auge de la literatura experimental, sumado a que los medios debían ser muy específicos y la literatura sólo era lenguaje, fue creando un deambular de la narración en torno a sí misma. Esto por supuesto además de que produjo las obras más geniales de toda la historia de la literatura que podemos leer hoy en día, como las de Beckett, para nombrar sólo a uno, también generó una sensación de agotamiento.
–¿Qué pasa con la novela? ¿Hay más optimismo respecto del futuro?
–Muchos escritores nos sentimos parte de una nueva aventura de la novela que consiste en hacer “como que podemos”. Si nos metemos en la cabeza alguna de las cosas que crearon los grandes novelistas del siglo XIX y principios del XX, y todo los que nos enseñaron después los teóricos de fines del siglo XX, podemos hacer un menjunje que coloque la novela en esa plenitud en la que reaparezca el personaje, que la gente pueda hablar de los libros y no solamente de cómo están hechos los libros. No estoy hablando de una ilusión perniciosa sino de crear discusión, porque esos personajes a veces pueden ser ideas. Todavía el famoso dialoguismo de Dostoievski nos puede enseñar algo. A mí no me disgusta que la gente vuelva a hablar de los libros como si comentara chismes o problemas familiares (risas).
–Sus personajes logran ser muy “familiares” para el lector al mismo tiempo que también pueden encarnar ideas.
–Me gusta considerar lo que la gente piensa y me gusta deliberar con la gente cercana sobre los demás. El estado de deliberación es una buena atmósfera para las novelas. No estoy hablando sobre la técnica y la ontología de la novela, que es enorme, nos pesa y nos hace cuidarnos demasiado, ni tampoco planteo volver a una nueva inocencia. Sigo pensando que la literatura es un rodeo en la búsqueda de ciertas verdades del caso. ¿Por qué uno es un lector? Una razón muy importante es lo que sostiene Bloom: leyendo conocemos muy bien a alguna gente y conocemos muy bien a mucha más gente a la que podemos conocer ligeramente bien en toda una vida. Las experiencias de la vida se completan con las frases inolvidables de Proust, de Sebald, de Corman McCarthy, pero me parece que las personas son inolvidables, que todos tenemos un álbum vital de personajes que renuevan lo humano. La novela está en condiciones de empezar a actualizar el repertorio de lo humano para intentar crear nuevos mitos. Los novelistas fuertes de esta época, los que realmente abrieron camino, tienen una pulsión de grandeza. La grandeza es una apariencia que surge seguramente de un sentimiento trágico, de una pasión trágica con el lenguaje.
–El narrador plantea que Abrán Baienas hacía literatura del resentimiento a partir de un mero espíritu ofendido. ¿Cómo sería esa literatura?
–No me acuerdo bien por qué puse eso. Pero pienso que el resentimiento sistemáticamente practicado puede llegar a ser un estilo, con su retórica, su filosofía, sus fundamentos absurdos o razonables. La sensación de ofensa es más baja, más primordial, ¿no? No digo que es instintiva, pero es más boba. La literatura resentida que se puede hacer con eso no es la de Céline, sino más bien la del postergado con mala digestión.
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