Domingo, 20 de enero de 2008 | Hoy
ROBERTO CARNAGHI Y UNA REFLEXION SOBRE CONSUMO CULTURAL
El actor, que interpreta La jaula de las locas en teatro y Aquí no hay quien viva en la TV, critica la gestión macrista en la ciudad y reclama que se difundan textos y puestas que comenten los signos de esta época.
Por Julián Gorodischer
Desde Mar del Plata
Hay una frase de Roberto Carnaghi que resume una posición tomada sobre la actitud escénica. Dice: ¡Hay que mandarse! Es la entrega que se detecta en el vodevil (durante la segunda parte de La jaula de las locas, la obra que protagoniza junto a Miguel Angel Rodríguez en Mar del Plata), cuando deviene pura máscara exterior, con la potencia que adquiere la comedia en sus trazos más gruesos, sin temor al ridículo ni al estereotipo. La melancolía de ese tonito que se aplica a recordar un pasado de esplendor se hace más firme cada vez que en la conversación se recorra “una degradación de los consumos culturales”. El diagnóstico surge de un paneo por la oferta marplatense, plagada de divas de reality y ganadores de concursos. “Y sin embargo, llegan, y después no les va bien”, celebra la decantación natural que congela algunos bodrios y consagra a algunos otros bodrios. Pero al menos algunos, los más rústicos, van quedando en el camino.
–Yo tomé el papel de La jaula de las locas como un desafío; es la primera vez que ensayo apenas 20 días. Tuve que aprender la letra, poder pasar la ropa, y no pensé que a nivel comercial le iba a ir tan bien. Nunca había hecho nada por el estilo, y me resultó insólito que me lo propusieran.
Eludió la copia del modelo Tognazzi (la marica de la película); pasaron más de treinta años desde aquel film emblemático de una era de destape, y ahora la obra se aligera incorporando el tono de la revista porteña, incluido un diálogo con el público a cargo de algunos integrantes del elenco, con permiso para la improvisación y el remate como de capocómico. “Si algo me gusta –dice Carnaghi–, me atrevo aunque luego me equivoque o me salga mal. La obra es una comedia en su primer acto, y en el segundo es un vodevil en el que tenés que estar lanzado; no te podés quedar a mitad de camino. Con el tiempo fui pescando algunas cosas; soy una persona que improvisa mucho, también en la función.”
–Usted suele ser muy crítico con respecto al tono general de los espectáculos que se ofrecen en Mar del Plata...
–Quizá tiene que ver con la época. O con las cosas que fueron cambiando del público: cada vez necesitó, con todo respeto, una cosa más superficial... Hemos tenido a Hamlet en esta ciudad, en los años ‘80, y llenábamos. El San Martín solía venir; iba al Auditorium, llevaba ballet y funcionaba. Cada vez el espacio se reduce más, en todo sentido. Cuando hablo de los ‘80, pienso en el gran éxito del Teatro San Martín, a la cabeza de las recaudaciones, con todos sus espectáculos llenos. Todo se ha puesto más comercial, y las obras que funcionan nunca llegan a gran profundidad, aunque sean buenas y estén bien escritas.
El actor se hace cargo de una intervención política. Ese es el modelo que persigue Carnaghi: artista comprometido que cree en hablar de lo que sucede alrededor tanto en la ficción como en entrevistas; al parecer cree firmemente en la apertura de conciencia que debería despertar su participación en unitarios, obras, tiras... Lo dejará en claro después, cuando se refiera a la responsabilidad social de la elección de un repertorio. Será enfático sobre cuánto hace falta pensar la época desde el teatro, y reflexionar sobre un tiempo desde el texto de autor nacional, sin por eso volverse solemne ni espantar a los públicos más jóvenes. “Pasa con el cine –sigue Carnaghi–; el argentino veía un cine que ya no ve. Los porteños descubrieron a Ingmar Bergman. Se llenaban esas salas, y hoy encontrás apenas un cine arte. Se degrada, y hasta tenemos un jefe de Gobierno que dice que la cultura tiene que vender. Es vergonzoso, y en ningún país del mundo alguien se atreve a decir eso. Los españoles, los alemanes, los franceses apuestan a la cultura, que no da ni pérdida ni ganancia. Yo, solamente por eso, jamás lo votaría. Es una persona que dice que va a cerrar un canal porque da pérdida. Todos somos responsables; en general los políticos nunca se ocuparon de la cultura. La cultura no da votos, o dará determinados votos. Nadie hace un proyecto a largo plazo”.
Hace tiempo que, en la televisión, viene relevándose a sí mismo en uno y otro rol en la pantalla de Telefé, desde el Lisandro de Montecristo que todavía es saludado por nombre de pila en la avenida (en ese extraño fenómeno de empatía con el represor al que eludió representar como “el villano”, más humano y realista como vía para entender al mal entre nosotros) hasta el mayordomo de La niñera que lo hizo parte de la rentrée local del género de la sitcom en la Argentina, o el mafioso judío de El capo, sin igual suerte entre el público. Hay también apariciones fugaces actualmente en Aquí no hay quien viva, como un vendedor de libros que lo reinserta en su tradición de pícaros. Esa rama de la viveza (inocua y cómica) se lleva bien con su máscara (ver aparte), la misma que sedujo a Tato Bores y Antonio Gasalla, que lo eligieron como segundo ideal, partenaire responsable y eficaz en sus programas en los ‘80 y los ‘90.
–La televisión –dice Roberto Carnaghi– también cambió, es espantosa, terrible. Y después llegan sus figuras a Mar del Plata y la gente no los va a ver. Gasalla se inserta en la compañía de Nito Artaza porque no le ha ido bien cuando ha venido solo. Gasalla o Tato Bores en TV eran creativos, y esas ausencias son nuestro problema hoy.
–¿Por qué una obra como La jaula de las locas necesita incorporar un momento para la participación del público? ¿Es el “infaltable” de la cartelera marplatense?
–El público hoy participa, se hace cómplice de lo que ocurre en el escenario. La gente contesta de dónde viene, de qué lugar es... De la misma manera, hago Shakespeare y también pretendo que sea popular. A veces siento que no es el Shakespeare que yo haría, cuando me tengo que avenir a lo que pide el director. A veces en eso somos muy dogmáticos.
La manera de hacerse accesible y efectivo, en una ficción como Montecristo, fue pretender el realismo, que no es la composición caricaturesca del villano. Su personaje se componía entre el fuego, al límite de “lo no mostrable”, un poquito más acá del tabú, pero no mucho: el ex represor podía tener momentos de ternura, hasta hacerse querible para una multitud que lo saludaba eufórica en las calles....
–De ahí en más quedó una puerta abierta para que la TV siguiera generando espacios relacionados con la restitución de identidad, la desaparición de personas...
–Con Montecristo se inició algo extraño. Cuando me dieron los libros, dije que había que hacerlo, pero en serio. No podía ser una telenovela; en ese caso a mí no me interesaría hacerlo. No estuve en Televisión por la identidad porque sería hacer lo mismo o quedar demasiado pegado. Estuve con algunos de los HIJOS, y charlamos. Como actor, me toca defender a cualquier personaje que me toque. Por eso ese personaje tenía las contradicciones que tiene todo ser humano. También es padre de familia, y no nos quedábamos en la macchietta. Era mostrar hasta dónde podía llegar, y tener otros momentos de gran ternura. Es un tipo que se lleva un chico a la casa, e indudablemente no lo hace para torturarlo. Tiene una necesidad de tener un hijo, de él y de la mujer.
–Así como menciona a Ricardo III como una obra fundamental que comentó críticamente, y en simultáneo, las ambiciones reeleccionistas del menemismo, ¿qué texto se haría necesario hoy?
–¿Un texto necesario hoy? Yo creo que una de las cosas que uno tendría que conseguir es difundir autores nacionales que escriban sobre esta realidad, sin ser necesariamente realistas. Nadie logra hablar de esta terrible decadencia cultural, a todo nivel, y hacer que eso interese a la gente joven. Conseguir que los jóvenes vengan al teatro es lo complicado. Hay que tocar esos conflictos, y no señalándoles con el dedo tal o cual cosa.
Dice Carnaghi que “esta pobreza y esta delincuencia se soluciona con cultura y con trabajo”. Y que “hay generaciones que se han perdido”. “Un chico que no respeta su vida –ejemplifica–, por qué va a respetar la tuya. No le interesa su vida, no tiene ningún proyecto. Y si sos viejo peor; vos llegaste y él no va a llegar a viejo. Y esta sociedad cada vez va a ser peor. Por eso el teatro ayuda a tomar conciencia. La obra tiene que proponer una resonancia con la sociedad”.
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