OPINION
› Por Martín Zubieta *
A Elvio Vitali se le ocurrió morirse y no es sencillo acostumbrarse a la idea. Debo ser uno de los tipos que más tiempo compartió con él la faena de libreros, por supuesto “a lo Elvio”: momentos de trabajo, noches de fútbol, noches de tango, noches de nada, tardes enteras de peleas, cientos de cenas. Un día hasta nos cagamos a trompadas. Estábamos en la vieja Gandhi, en la de la calle Montevideo, y era el sábado a la tarde de un casi verano insoportable. No le vendíamos un libro a nadie y estábamos juntos, los dos, desde la mañana temprano, hartos el uno del otro. Cabrón, Elvio me mandó al carajo. Aspero, también lo encaré, mal, arrebatado. De repente me dijo: “¿Querés pelear, pendejo?”. La verdad es que tenía ganas de “embocarlo” y le dije que sí. “Cerrá la persiana”, ordenó. Corrí hacia la calle y desenganché la cortina metálica, la dejé caer, qué bajar ni bajar: la tiré, casi. “Vamos”, dijo, y bajamos al teatro de la librería, allí donde a la noche actuarían Los Melli, Carlos Belloso y Damián Dreizik. Sobre el escenario nos agarramos a piñas, como si estuviésemos en las calles de Domínico. Nos dimos como en bolsa, hasta que empezamos a reír, pero a carcajadas. “Dejémonos de boludeces, Luther”, dijo. Paramos. Volvimos a trabajar. Nada había pasado. O todo. Elvio era un ventarrón que podía venir de cualquier parte.
“Put the books in the correct form.” Elvio hablaba un inglés horrible, de arbitrarias frases hechas, pero era uno de los tipos más graciosos para disfrazarse verbalmente de francés intelectual, catalán comprometido, azteca popular, brasileño jodón, soviético de la nomenclatura, y sobre todo italiano de un dialecto ininteligible desde el cual explicaba las noticias del día. Aurelio Narvaja le decía cariñosamente el “fraseólogo” cuando Elvio reducía el áspero debate sobre un tema a una oración estrambótica que rompía toda lógica argumentativa: “Los gordos leen mejor las novelas”. Hugo Levín no podía creer alguna circunstancial barbaridad que intercalaba adrede en una discusión sobre el fútbol o el tango exquisito. A Jorge Garrido lo ponía nervioso cuando le preguntaba si no había leído el último análisis económico internacional de alguien que no existía.
Elvio los miraba con los pequeños anteojos sobre la nariz, para decirles “yo estaba en la vida más para vender distintos tamaños de rulemanes que libros”, lo enunciaba observando los tres pisos de su librería. Nicolás Casullo todavía se ríe recordando cuando se subían a una escalera de pintor altísima como cábala para que los alemanes no le hiciesen gol al seleccionado argentino, y desde allá arriba trataban de mirar el televisor. Jorge Bernetti competía con Elvio a ver quién de los dos imitaba mejor la voz del viejo Perón descarnado echando a la juventud de la Plaza de Mayo. Con María Moreno discutía la revista Gandhi, si en la tapa iban los travestis, los marxistas, algún peronista, los transexuales o derecho viejo un tanguero, con Cristina Banegas la puesta de Eva Perón en la hoguera para saber si los peronachos la entenderían, a Lidia Borda la escuchaba embelesado como a Luisito Cardei. Con sus vendedores Luis del Mármol, Guillermo Piro o Daniel Schiavi se trenzaban a apostar un café o un trago sobre qué pediría la fulana o el fulano que iba entrando por la larga librería: “jeta de García Márquez”, “cara de Holderlin”, “ceño de Foucault” deslizaban bajito, o sobre algún dubitativo y desubicado a quien Elvio relojeaba de lejos: “Este viene por un manual de cómo destapar caños”.
Amasaba su cigarrillo ritualmente, después pretendía encenderlo pero jamás tenía fuego. Siempre se lo daba Gustavo Rojas, a quien llamaba desde lejos: “No sé qué te iba a pedir, me acabo de olvidar, pero andá a buscar un fósforo en alguna puta parte y servime un ‘chiquito’”, eufemismo que equivalía a una media medida de whisky en un vaso prácticamente invisible. Miguel Talento, como siempre, entraba a buscarlo trajeado de punta a punta acomodándose la corbata, y Jorge Dorio, a quien esperaba desde el día anterior, hacía su entrada triunfal narrando la causa que lo había retrasado justo 24 horas de la cita convenida. En silencio, en algún rincón, Martín Caparrós ya pensaba en Elvio para La Voluntad. “¿Pero qué me estás diciendo? No tenés ni idea”, le dijo a alguien durante una cena en Pepito: “Yo aprendí a jugar al fútbol mirándolo a Bernao, sin ningún televisor en el medio que me repitiese diez veces la gambeta”. Elvio era de Independiente, pero tan de los rojos que se cansó de buscar una foto de Ricardo Bochini en pilcha para ponerla en la pared del bar de la Gandhi, entre las de Sartre y Borges, justo encima de la de Troilo. Nunca la encontró.
Chau Elvio. En la cena de todos los jueves se brindará por vos, a veces en silencio, otras con una carcajada. ¿En qué sección del diario te ponemos? En Cultura sin duda, por ahí anduviste siempre, entre la última edición de un Heidegger y un corner con pierna cambiada. Hasta siempre, amigo.
* Librero.
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