LA PUBLICACION DE BANDAS, ENJAMBRES Y DEVASTACION, UNA RAREZA EN EL MERCADO EDITORIAL
El libro versa sobre “Las plagas de langosta a través de la historia”. A lo largo de más de quinientas páginas, el trabajo de Xavier Sistach reúne datos y curiosidades que coquetean con la manía. Los seres humanos no quedan bien parados.
› Por Facundo García
¿Qué son los libros raros? Cualquiera sea el criterio para definirlos, debería incluir no sólo las obras antiguas o difíciles de conseguir, sino también las publicaciones que nacen a contrapelo de su tiempo. Vaya a saber por qué, cada tanto surgen editores medio suicidas que se animan a sacar a la calle títulos que no tienen que ver con el mercado ni con el presente inmediato. El resultado suele ser un mutante de librería, que contribuye a salvar saberes excéntricos desde un rincón marginal del estante. Basta mirar el reciente lanzamiento de Bandas, enjambres y devastación. Las plagas de langosta a través de la historia (Almuzara) para comprobarlo. A lo largo de más de quinientas páginas, el trabajo de Xavier Sistach reúne datos y curiosidades hasta coquetear con la manía. Con un precio lejano al bolsillo popular y un tema completamente atípico, tiene más futuro como apoyavaso que como best seller. No obstante, si aparece la oportunidad de hojearlo, no se puede dejar de agradecer el relato detallado de manifestaciones culturales que hoy están casi borradas, pero que en otro tiempo eran cuestión de vida o muerte.
Algunas tradiciones que señala Sistach todavía están vigentes. El caso de la cabeza itinerante de San Gregorio es sólo una entre muchas: todos los años, en el mes de mayo, los campesinos que viven cerca de Sorlada (en Navarra, España) van a la basílica de San Gregorio Ostiense. Ahí, el cráneo del santo que vivió en el siglo XI se guarda tras una especie de máscara plateada, y durante la festividad los devotos echan agua en la parte superior del marulo para almacenarla en distintos recipientes cuando sale por debajo. El líquido resultante se usa como repelente. Tanta es la fama de ese remedio que la extremidad del difunto ha viajado en procesión desde tiempos inmemoriales, y la expresión “dar más vueltas que la cabeza de San Gregorio” ya es parte de la lengua popular.
Ese y otros ejemplos revelan que aunque el peligro de las mangas no sea una preocupación para la mayoría de los habitantes de esta época, el terror que despertaron en otro tiempo ha dejado una herencia riquísima, con referencias que a veces pueden ser sorprendentes. Sin ir más lejos, hoy todos saben quién es El Chapulín Colorado, pero pocos están enterados de que la palabra “chapulín” viene de la expresión náhuatl con la que se llamaba a las langostas, donde chapa (rebotar) se conjuga con ulli (hule), para dar a entender que son seres que rebotan como las esferas de goma que los aztecas usaban en sus juegos de pelota.
Asimismo, la Biblia está llena de menciones a la especie, que solía arrasar con todo en Medio Oriente. En el Libro de los Proverbios se habla de algunas cosas que son pequeñas pero “más sabias que los sabios”, y se menciona con admiración a este animal “que no tiene rey y, sin embargo, avanza en escuadrones”. No sorprende entonces que la misma figura vuelva en el Nuevo Testamento, cuando el Apocalipsis de San Juan habla de un ejército compuesto por langostas de rostro humano que tienen la capacidad de atormentar a los infieles picando como escorpiones.
Corriendo levemente el foco, el mundo islámico retomó el problema y tal como lo muestra Sistach, contribuyó con historias que hoy parecen salidas de Las Mil y una Noches. Al-Damiri (1341-1405) cuenta que el imán Hassan ben Ali (625-672) estaba cenando en familia cuando cayó sobre su mesa una langosta con inscripciones. El hecho se repetiría varias veces, hasta que al revisar qué es lo que estaba escrito en esos cuerpitos de seis patas el hombre vio que en las alas decía: “Nosotras somos las tropas de Dios, el más grande. Nosotras ponemos noventa y nueve huevos, y somos tan numerosas que si pusiéramos cien, devastaríamos el mundo entero”; un párrafo bastante largo para escribir sobre un insecto, por cierto. Hayan sido muy largas las alas o muy chicas las letras, la verdad es que aunque hoy todo esto nos suene a disparate, narraciones similares se multiplicaban por toda la región.
La Europa medieval no se quedó atrás y llevó este “diálogo con plagas” a una nueva era. San Ambrosio (333?-397) dijo que si un hombre era creyente, el enjambre lo entendía y no se comía sus plantaciones. Con ese criterio, España vio desarrollarse un género hoy desaparecido, el de los libros de “conjuros”, que reunían distintos tipos de conversaciones de tinte religioso para instar a los animales a que dejaran de asolar las cosechas. Paralelamente, un oficio olvidado, el de los “conjuradores” itinerantes, cobró fuerza y empezó a ser perseguido por la Inquisición. Eran una suerte de curanderos que decían tener el poder de controlar “de palabra” a los millones de individuos que infectaban los campos. Se dice que algunos tránsfugas conocían los ciclos de muda del animal y se apresuraban a hacer su aparición justo cuando los insectos adultos estaban por morir o emigrar, cosa de tirárselas de milagrosos.
La Iglesia criticaba, pero también tuvo que salir a la cancha. El libro publicado por Editorial Almuzara menciona volúmenes como el que dio a conocer en 1641 el monje Diego de Céspedes, titulado Libro de Conjuros contra tempestades, contra oruga y arañuela, contra duendes y bruxas, contra peste y males contagiosos, contra rabia y contra endemoniados, contra aves, gusanos, ratones, langostas y contra todos cualesquier animales corrusivos (sic) que dañan viñas, panes y árboles de cualesquier semilla. Un auténtico hit de época que parece fabricado por el marketing.
Como si lo anterior no fuera suficientemente ridículo, existieron asimismo juicios contra distintas alimañas, uno de los cuales se llevó a cabo en Segovia (centro de España) allá por 1650. Las langostas estaban acabando con toda la comida y el clero sintió que había llegado la hora de tomar las riendas del asunto. Se convocó a un tribunal y hasta a un defensor de las voraces saltarinas, un tal Bernabé Pascual, que alegó que no se podía excomulgar a las acusadas porque “no tenían uso de razón”. Aunque lógica, su postura fue derrotada. Sentenciados por “diabólicos”, los insectos fueron condenados al destierro, que debían cumplir dentro de las veinticuatro horas. Quizá por sobradores –aunque más probablemente por su incapacidad de entender castellano o cualquier otra lengua– se quedaron un tiempo más, hasta que por fin levantaron vuelo cuando se les dio la gana, dando pie a reacciones disparatadas en otras poblaciones.
Para saber lo que paso después hay que animarse a buscar en libros que hablen de estas cosas. De esos que no necesariamente están escritos “con estilo” y no nacieron con pretensiones de best seller. Libros raros. Mutantes.
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