FOTOGRAFIA › MARCOS LóPEZ Y SU MUESTRA TIERRA EN TRANCE, EN LA FUNDACIóN YPF
El fotógrafo reunió dieciséis piezas, entre famosas e inéditas, que introducen paisajes de la Buenos Aires plebeya en el marco de una galería cheta. “Declaro que Plaza Constitución es el epicentro de la América india, mestiza, gringa”, provoca.
› Por Facundo García
Es la foto más reproducida de la historia y probablemente será recordada como uno de los iconos del siglo XX: sobre la cima del monte Suribachi, en la isla de Iwo Jima, varios soldados estadounidenses levantan la bandera de su país tras haber expulsado a las fuerzas japonesas. Esa postal –tomada el 23 de febrero de 1945 por Joe Rosenthal– vuelve ahora bajo una forma nueva, porque Marcos López se la apropió para dejarle su impronta. La Suite bolivariana reemplaza a los yanquis por mineros de cara aindiada, que en vez del estandarte del imperio izan la enseña de los pueblos originarios. El cambiazo, pícaro, es lo primero que sacude la percepción cuando se ingresa a Tierra en trance, la muestra que López está presentando en un coqueto edificio de Puerto Madero con entrada libre y gratuita.
Tierra en trance, lo recordarán los cinéfilos, es el título de uno de los films del brasileño Glauber Rocha, aquel que defendía una “estética del hambre” para gambetear tanto el anquilosamiento político de la izquierda como las restricciones del mercado. López quiere enlazar ese espíritu, introduciendo paisajes de la Buenos Aires plebeya en una galería cheta. “Hacé de cuenta que me siento a meditar en medio de Plaza Constitución, entre el olor a meada permanente, los puestos de panchos, la gente haciendo colas para regresar a sus casas, las bolsas de plástico rotas, los chicos de la calle. Desde ahí ‘convoco’ a Glauber para que me dé sabiduría”, conjura el artista.
El fotógrafo, entonces, se vuelve chamán. Qué otra cosa podría ser en un milenio acunado por el misticismo. “El trance me comunica con mis propios muertos. Ni más ni menos”, dispara cuando se le pregunta por qué incluyó algunos de sus retratos “clásicos” entre las dieciséis piezas seleccionadas. En la pared cuelgan trabajos que le dieron proyección internacional –¿los “muertos”?– junto a otros inéditos. Con ese panteón de personajes y esquinas, López danza en círculos sobre el mapa de fuerzas paganas que trazaba Rocha en Dios y el diablo en la tierra del sol (1964): “Juego a ser el enfant terrible del colegio de curas al que fui, y al mismo tiempo trato de hacer una crónica sociopolítica. Luego escribo. Escucho mi voz interior. Voy al supermercado Easy de Barracas y los materiales, las texturas y las alfombras de plástico verde me van dictando. Voy a las santerías de Bogotá, a las del barrio de Tepito en México, a las del El Alto de La Paz. Los dioses de yeso me señalan el camino”.
La imaginería de López también parece guiñarle el ojo al universo literario de Washington Cucurto. “¿Cuál es el sueño de esa mulata-morena–aceitunada-regordeta de calzas ajustadas rosa chicle, que siempre está parada en la misma esquina de las calles Brasil y Salta, y me atraviesa el corazón y el alma cuando clava sus ojos en mis ojos?”, se interroga López antes de enumerar los caminos que usa para contestarse ésa y otras incógnitas. “Convoco a los santos afrocubanos, me impregno de las canciones en guaraní que salen de la discoteca Mburucuyá, que está a la vuelta de la estación de trenes. Y declaro que Plaza Constitución es el epicentro de la América india, mestiza, gringa. Me transformo en un predicador evangelista gritando ‘¡Hermanos! ¡Unámonos en un abrazo bolivariano!’”
Desenfreno momentáneo. Recuperado de la epifanía, el entrevistado confiesa que ésa es sólo “una parte” de su persona. “La otra es un señor con ciertas costumbres burguesas, que camina temiendo que le roben el iPhone 4”, completa. Esquizofrenia y dislexia emocional, como las del país y el continente. Esa misma doble faz potencia la Suite bolivariana, el citado mural en técnica mixta que abre la exposición. En sus bordes se embotellan el reciclaje de la realidad, la manipulación de arquetipos y los experimentos documentales. Así, la foto de la Segunda Guerra Mundial es digerida para volverse visión profética de la revolución sudaca. Cerca, un Gardel le echa agua a una pileta en la que flotan –rescatados del olvido gracias a sendos salvavidas– los bustos de Perón y de Evita. Evo Morales, el Che y Chávez observan. Y enmarcando todo eso, más ironía posmo: el espacio en el que se hace la exhibición pertenece a una empresa petrolera.
En esta vuelta del pop latino, la política ocupa el primer plano. Y el movimiento es característico de la década: reapropiarse pictóricamente de lo fotográfico y barajar símbolos del inconsciente colectivo son coordenadas recurrentes en otras comarcas del arte nacional, a lo largo de un abanico que incluye las intervenciones de Fernando Goin sobre imágenes de archivo, los acrílicos ultrarrealistas de Helmut Ditsch y las aventuras de Bombita Rodríguez.
–Decidió arrancar la muestra con una obra de tres metros por nueve. Además, en 2010, la gigantografía de una obra suya se vio durante varias semanas en el frente de un edificio ubicado de cara al Obelisco. ¿Vuelve el muralismo latinoamericano?
–Veamos: en el siglo XIX, Orélie Antoine de Tounens se declaró “Rey de la Patagonia”; en la costanera hay un carrito amarillo cuyo dueño reclama ser el “Rey del choripán”; bien, yo efectivamente me autodeclaro hijo ilegítimo de Diego Rivera. En cuanto al mural de la 9 de Julio, me encantó que la gente pensara que era una publicidad de vino tinto o de mortadela. Y me impulsó un pensamiento básico: que los que pasaban por el lugar en verano se dijeran: “¡Qué bueno estar en esa terraza comiendo ese asado y esa picada con Americano Gancia!”.
* Tierra en trance es parte del Programa “Arte en la Torre” de la Fundación YPF, que tiene a Fernando Farina a cargo de la curaduría. Puede visitarse de lunes a viernes de 10 a 19, en Macacha Güemes 515 PB (Puerto Madero). Entrada libre y gratuita.
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