FOTOGRAFIA › NICOLAS BOHLER Y SU MUESTRA AQUI EL VACIO SE COME, EN LA ALIANZA FRANCESA
Espoleado por una vieja curiosidad, el fotógrafo francés cruzó el océano en 2004 y encontró aquí razones para redoblar su fascinación. El tiempo transcurrido le permite reflexionar, en imágenes y palabras, sobre el contraste entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
› Por Facundo Gari
“Es una absoluta genialidad del argentino desfigurar la metafísica hasta convertir el vacío en un sandwich”, dice el fotógrafo francés Nicolas Bohler. Lo remarca como metáfora de una observación más amplia: no sólo la de esa conversión como huella de la identidad latinoamericana, fundamentalmente en contraposición al ser europeo, sino la de una nutrición íntima y evolutiva. El vacío es el desierto, la muerte, la otredad, el caos y el misterio, y las 32 fotografías que componen su muestra Aquí el vacío se come –que puede verse de lunes a viernes de 9 a 20 y los sábados de 9 a 13 en la Alianza Francesa (Córdoba 946), con entrada gratuita– se prestan a leer como una carajeada a Europa y su “pretensión de dominio sobre la realidad”. Aquí está un artista callejero dormido entre las céntricas esculturas de Olmedo y Porcel, allá los taburetes vacantes de una hamburguesería al paso, ahí un chiflado haciendo la venia entre milicos de Congreso, acá unas monjitas entrándoles a unas papas de casa de comida rápida; postales de lo popular que en correlación arman una Buenos Aires no más agónica que valiente, además del recorrido urbano de 2005 a 2012 del lente de un extranjero “renacido” porteño frente a un puesto de choripanes.
Oriundo de Lorena, filósofo y periodista, Bohler nunca estudió fotografía. Empezó a gatillar fla-shes a los 20 años en Nápoles. Se enamoró de los puertos y de la manito de ese amor fue a Lisboa y luego a La Boca, a la que arribó a sus 23, una semana después de Cromañón. “Tenía una serie de pequeñas sospechas de familiaridad pero no una clara voluntad de exilio. Fue una sorpresa encontrarme tan revelado”, concede ahora, a los 31, mudado a Congreso, en un español porteño que apenas revela su adopción tardía al pasar la lengua por las erres. En la elección del destino hubo una cuota de irracionalidad, admite; la olfatea en la infancia. Tenía cinco años y su objeto predilecto era un globo terráqueo, obsequio de sus padres. La esfera venía con una pequeña lupa que, antes de dormir, ubicaba sobre una ciudad. “El nombre ‘Buenos Aires’ siempre me resultaba atractivo. A eso se sumaron mis estudios en París y lecturas de Gombrowicz, Cortázar y Borges”, enumera. Del autor de El Aleph destaca que “tiene un estilo de autoridad universalista”. “Es el que más encarna lo que Buenos Aires tiene de fetichismo europeo. Borges es el paroxismo de esa obsesión argentina que, si bien hace posible para el europeo una aproximación familiar, resulta a la vez frustrante cuando uno empieza a querer a la ciudad y al porteño.”
–Sin embargo, en los últimos años ha habido un revival latinoamericano, sobre todo producto de gobiernos populares que interpelan a las soberanías locales y a las raíces. A la par, Europa vive una crisis integral. ¿La mirada transatlántica persiste?
–Mucho menos. Tengo la suerte de vivir en la Argentina en un momento en el que se están latinoamericanizando las conciencias, en el que aparecen contribuciones culturales y artísticas que reivindican lo propio. Es un momento político con claras consecuencias culturales, que deviene en una evolución del paradigma europeizante hacia una conciencia más arraigada. Buenos Aires es un espacio en el que los lugares y los tiempos se confunden. Una cosmogonía muy pasional y afín, con gran sentido de la derrota sin dejar de abarcar fervor. A modo de chiste, hablo de “cosmoagonía”. Me encontré acá con una suerte de mezcla entre las esferas de lo privado y lo público, con la sensación de que lo que rige la vida es la interdependencia, con un territorio de promiscuidad en el que nadie tiene vida propia. La búsqueda de sentido se hace en conjunto. Para mí, la fotografía es eso: un estado de disponibilidad a lo que acontece, a las vidas que se comparten, a la búsqueda de conocimiento, de alteridad. No creo en el arte tampoco. Hay una frase de Robert Filliou que dice que el arte es sólo la manera de hacer la vida algo más interesante que el arte. Creo en ella como posibilidad de transformar la vida en vida vivida.
–Afirma que en el modo argentino de ver el mundo es central la agonía. ¿Cómo describe la cosmovisión francesa?
–El francés tiene mesura y una extrema racionalidad. La cuestión no es entre Buenos Aires y París, en verdad: es entre el Antiguo y el Nuevo Mundo. La desproporción de los acontecimientos, de la naturaleza y de la inmensidad, hace al hombre aquí más pequeño y consciente de los daños, lo que le permite no tenerle miedo al vacío. En Europa, como dicen Pascal y Aristóteles, la naturaleza le tiene horror al vacío. Todo allá está a la medida de los que lo habitan. No hay bosque demasiado inmenso al tamaño de sus hombres. Hay una pretensión de dominio sobre la realidad angustiante y mentirosa. Lo que encuentro valiente en Buenos Aires, y es lo que intento mostrar en las fotos, es que en el sentido de la derrota, en la “cosmoagonía”, hay no sólo riqueza sino un inmenso coraje y una entrega plena al otro como tesoro y al acontecimiento como transformador. Acá hay siempre una vaga intuición de que te puede suceder algo indeseable que modificará el curso de tu vida. Esa sospecha tiene que ver con la conciencia de lo vano que es conquistar. No obstante, en el canto a la derrota del argentino impera de manera inconsciente una voluntad de triunfo.
–Esta muestra es entonces un grito irónico hacia Europa.
–Claro. Europa tiene agotada su pretensión de dominio de la realidad, atomizada por las tensiones sociales, por la ausencia de solidaridad entre las personas. Veo a Francia como una sociedad muy quebrada que no sólo le teme a la ausencia de sentido sino al otro. El estar renuente a las modificaciones de sentido es no estar atento a las soluciones. El sentido es algo permeable, puede sufrir cambios drásticos, pero allá no hay cultura de la imprevisibilidad sino cultura de dominio. Y está saturada. No porque sea virtuoso el argentino y alérgico el francés, se nota claramente que el sentido no se busca en conjunto porque en Francia hay temor al otro más que ganas del otro. Hay vidas hechas que no comunican y sociedades en crisis. Al contrario, Buenos Aires es una ciudad transformadora. Acá hay ausencia de temor porque hay ausencia de pretensión. Los argentinos asumen su precariedad y la celebran en una búsqueda grupal de sentido.
–¿Guarda relación con la idea de falla como requisito para la creación?
–Sí. La existencia tiene que pasar por la imprevisibilidad. Dominar la naturaleza es un temor al verdadero sentido, que es el vacío. La gente acá cree en la Nada. En Francia, si descubrís un tesoro, jurídicamente te llaman su inventor. Acá, al no temer la ausencia de sentido, a la tragedia del otro, uno se hace su inventor. Mi sensación con la fotografía es que, al estar disponible, invento a los otros.
–Esa invención es en sus fotos el descubrimiento de la liturgia de lo popular.
–No de forma explícita, pero sí ostentan una pasión que es de las multitudes populares y de la sociología porteña, de las corporeidades y las conductas. Vengo de una familia bastante popular, pero lo que me atrajo más acá es la zona sur de la ciudad. Del porteño, su franja más precaria. Estoy muy sensibilizado por los cuerpos, las creencias, los rituales, lo que gozan y padecen las clases más populares. También por el todo: hay una foto en la que se ve a una señora de Recoleta bajar muy ofuscada de un taxi al ver que quienes van a subir son dos gitanas.
–¿Reminiscencia de las expulsiones xenófobas del gobierno de Sarkozy? ¿Las clases altas locales son de link más enérgico hacia el orden de Europa?
–Exactamente. Por eso es un privilegio no solamente observar sino defender un momento en el que hay evoluciones culturales fuertes, en el que los pueblos latinoamericanos pueden reivindicar desde la ciudadanía sus raíces y sus aspiraciones.
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