Domingo, 11 de octubre de 2015 | Hoy
SERIES › OPINION
Por Eduardo Fabregat
¿Una serie sobre zombies? Cuando en 2010 la señal de cable AMC anunció el lanzamiento de The Walking Dead, en la industria hubo varias cejas arqueadas. Los muertos vivos siempre fueron un nicho. Un nicho exitoso, sí, pero exitoso entre el público amante del cine de terror, esos adolescentes que en Estados Unidos llenan salas y consumen kilos de pochoclo. Poco importaba que tipos como George Romero hayan hecho mucho más que simples películas de comecerebros, colando entre tanto bajo presupuesto feroces mensajes sobre la sociedad y la política. No va a andar, repitieron varios, citando sin saberlo una vieja publicidad argentina.
Pero The Walking Dead anduvo. No sólo eso: The Walking Dead rompió records en la TV por cable del norte, y lo hizo estirando los límites más allá de lo tolerable. La primerísima escena de “Days gone by”, el debut emitido el 31 de octubre de aquel año, vulneraba salvajemente un principio no escrito del libro del guionista, ese que reza “No matarás niños”. Lo primero que hace el sheriff Rick Grimes es meterle un tiro en la frente a una nena en camisón y con un osito en la mano. Sí, la nena luce los ojos velados de blanco, exhibe una mueca eterna de dientes al aire y gruñe hambrienta de carne humana; pero no dejaba de ser un tiro en la cabeza de una criatura, con perfecto detalle y caída en cámara lenta. Ese episodio fue visto por más de 5 millones de espectadores. “Conquer”, el capítulo que cerró la quinta temporada el pasado 29 de marzo, llegó a 16 millones.
En el medio pasó de todo, y hasta pareció que cuanto más gore lucía la pantalla mayor fascinación despertaba en el público. Las incorrecciones se multiplicaron: en The Walking Dead hay canibalismo, traiciones abyectas, fanatismo religioso, matricidio, amputaciones, raptos de locura, niños asesinos y más niños asesinados, un tipo que retiene a su hija infectada en un sótano y colecciona cabezas aún vivas. Y más. Lo que comenzó como un ensayo, ocho episodios sobre el comic de Robert Kirkman, Charlie Adlard y Tony Moore, ya construyó todo un universo propio, que respeta alguna líneas del original pero también dibuja las propias. De hecho Daryl, uno de los personajes más populares de la serie, ni siquiera existe en el papel.
Los personajes han hecho de TWD el éxito resonante que nadie se animaba a augurar. La clave del interés renovado temporada a temporada (para esta noche se esperan nuevas cifras contundentes) está en la dimensión de cada uno de esos protagonistas, que hacen lo que pueden en un mundo arrasado. Los walkers –nadie en la serie pronunció jamás la palabra “zombie”– son el problema que desata el estado de las cosas, pero hace rato que quedó claro que el verdadero conflicto ahora son los humanos. La sexta temporada promete realimentar esa sensación: el demorado reencuentro de Rick y Morgan es el puntapié inicial para una nueva serie de capítulos donde los confiados habitantes de la Alexandria Safe Zone deberán entender a la fuerza que no hay manera de recrear la civilidad de los tiempos idos. Y en el horizonte asoman los Wolves, un grupito de psicópatas que prometen estar a la altura del desquiciado Gobernador.
Para el fan, claro, otros 16 episodios suponen un riesgo habitual en The Walking Dead: lo que dijo Kirkman en el Madison Square Garden está lejos de ser una broma. Como en Game of Thrones, aquí la empatía con los personajes produce una fidelización curiosa para temáticas usualmente reservadas al nerd. Y los productores y guionistas vuelven a vulnerar el librito no escrito y suelen traicionar esa fidelidad del espectador. En ambas series no conviene encariñarse demasiado con nadie, porque todos pueden caer. Peor aún: pueden volver, convertidos en algo mucho más siniestro.
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