VIDEOJUEGOS › LOS MOTIVOS DETRAS DE LA FIEBRE POR EL POKEMON GO
El juego gratuito de realidad aumentada combina elementos del uso popular, como cámaras y sistemas de geolocalización, para la construcción de una fantasía masiva y vinculante, basada en una saga que nunca perdió vigencia.
› Por Luis Paz
Los últimos días apuntalaron en todos los campos de la cultura de masas la hipótesis de que esta década está viendo llegar a otro nivel la tan promovida venganza de los nerds. Hace rato que esas estéticas y temáticas (ciencia ficción, videojuegos, superhéroes, animé, fantasy medieval o terror bichero) arraigaron en los cánones industriales del entretenimiento, pero están en una inédita escala de producción. Por caso, hubo Comic-Con en San Diego, estrenaron películas como Cazafantasmas y Batman: The Killer Joke, se confirmó el regreso de la gran banda geek electrónica Kraftwerk (23 de noviembre, Luna Park), Star Trek festejó 50 años con film nuevo producido por el terrateniente mainstream de la nerdencia, J.J. Abrams, y Netflix tiene la notable, ochentosa e hipervincular serie Stranger Things. Pero todo eso acaba de perder terreno, también en la Argentina, ante Pokémon GO.
Como cualquiera que no haya pasado su jueves en una cámara de suspensión criogénica ha de saber, el videojuego de realidad aumentada, que estremece la infraestructura de conectividad móvil global desde hace un mes, fue habilitado para la región anteanoche. El tema es más sencillo de lo que suponen las monumentales dimensiones que tomó el caso, un runrún con mucho ruido y pokebolas. Disponible para dispositivos Android desde 4.4 e iOS 8 en adelante, este juego gratuito desarrollado por Niantic para la casa japonesa Nintendo pesa 60 megas, precisa de wi-fi o buena señal telefónica móvil, GPS y un perfil de usuario, intermediado por los padres en los casos de jugadores de entre 13 y 18 años. Y además de un asesino ninja de baterías, Pokémon GO es evidentemente un nuevo estándar que empezará a parir sucedáneos pronto, y por ahora el exponente por defecto del uso de la realidad aumentada en videojuegos. Aunque no el primero: hace unos años, Niantic sacó Ingress, un rolero que fomentaba la búsqueda de portales en zonas públicas, y que tuvo su pequeño culto local.
Incluso como una vindicación poética de su filiación nerd y pop, el yeite de Pokémon GO no está en su excelencia técnica sino en su concepto, en la manera en que combina elementos del uso popular (cámaras y sistemas de geolocalización) para la construcción de una fantasía masiva y vinculante. Una que tiene, como también algunas reglas implícitas del palo implican, su posadera en algún folklore. Como ocurre en casi todo el mundo, gran parte de las criaturas míticas de Japón son variaciones de animales, como muchos de los demonios yökai o como los kappas (niños tortuga de río), bakenekos (gatos centenarios de múltiples colas) y aosaginohis (pájaros de fuego). De ese cáliz se sirve la saga, así como de dos elementos inexorables de la aventura como género: la lucha entre el Bien y el Mal en cualquiera de sus modalidades y encarnaciones, y el movimiento impulsado por una búsqueda X.
En su nuevo tomo –este videojuego que a su modo tecno celebra las dos décadas de Pokémon– hay que crearse un avatar (apenas personalizable) e interpretar a un entrenador de estos “monstruos de bolsillo” salvajes, pequeñas criaturas de aspecto adorable en su niñez y a veces abominable en sus evoluciones, que son como unos tamagotchis mutantes con superpoderes físicos y psíquicos, alguno tan ejemplar como medir un par de metros pero entrar en una pelotita. Los entrenadores son como cazafantasmas solitarios con vocación de entomólogos. Y las pokebolas son sus chupamonstruos.
En Pokémon GO, los movimientos de base son caminar la cuadra (el barrio, el país, el mundo) con ayuda del GPS, perseguir georreferencias animé, indagar con la cámara y hallar alimañas pixeladas en el patio, la plaza, el Obelisco o la Costanera, atrapándolas con un gesto táctil y poseyéndolas de allí en más. Según el terreno y la orientación de la cámara, habrá pokemones de agua, de tierra, de agua, pero siempre de gira, determinados por el contexto pero sin padecerlo: ¡qué descorazonante imagen la de una troupe de squirtles agonizando en la ribera del Riachuelo!. Sin estar a merced de sus aguas, los animalitos del señor Tajiri “pokevolucionan”, ganan tamaño y maña, fortificándose en batallas contra bichos de otros entrenadores que se dan en puntos de encuentro o “gimnasios” ubicados por defecto en lugares concurridos, aunque también pueden ser creados por los usuarios.
Psyducks, kabutos, pidgeottos y jigglypuffs emergen por gracia de la realidad aumentada, mediante un mecanismo a esta altura básico como el de la superposición de una animación a una toma de la cámara: los bichos aparecen sobre el pastito o la mesita de hierro herencia de la abuela, como los sobreimpresos en las tomas de Snapchat, o las barbas y sombreros en aplicaciones como MSQRD.
Por su dinámica livianamente mágica, pero austera y sencilla, Pokémon GO funciona a la par de un Candy Crush o un Plants vs. Zombies, como juego casual inmerso en una rutina de trekking masivo. Es que otro de los ingredientes es la existencia de sitios de interés como los mencionados gimnasios o las pokeparadas, misceláneas del paisaje urbano como un altar a una virgen frente a los Tribunales de Lomas de Zamora, un mural en un barrio por un caso de gatillo fácil, o la casa de Pappo. En esos instantes en que Pokémon GO se vuelve sanamente competitivo e interpersonal, se acerca mejor a los preceptos amistosos, pandillescos para bien, ecológicos y empoderantes de la saga en su origen.
Es que el juego adquiere su real dimensión con conocimiento al menos precario del proyecto nipón bidecano y transmedia cuyo inicio, aunque se atribuya erróneamente al animé estrenado en 1997, estuvo precisamente en un videojuego del año anterior con dos o tres variaciones (Red, Green y su síntesis Blue), distribuido por Nintendo pero desarrollado por la pyme japonesa Game Freak. Este estudio bicéfalo fue la pokevolución de un fanzine ochentoso epónimo creado por el escritor Satoshi Tajiri, entomólogo aficionado en su juventud, a la postre diseñador de videojuegos y padre de la criatura Pokémon, y el dibujante Ken Sugimori, director de arte de la saga. Por transición, entonces, la aplicación más descargada, el fenómeno masivo del que hablan las redes sociales y los medios del mundo –incluso en Brasil, donde no se habilitó, tal vez para salud de los Juegos Olímpicos–, el caso de éxito comercial que en promedio monetiza 25 centavos de dólar por día por usuario (y tiene unos 100 millones), tuvo origen punk de ética DIY en un fanzine de unos viciosos de los videojuegos.
En paralelo a aquellos primeros divertidos títulos, aún disfrutables vía emuladores, se lanzó un juego de cartas intercambiables. Eso tenía mucho sentido, entendiendo que buena parte del diseño de personajes, poderes, características, habilidades y debilidades, tiene que ver acá con las lógicas de trading card games como Magic: The Gathering. Se podrían llenar pokédex y pokédex con otros productos asociados a Pikachu y compañía. Más videojuegos, para arrancar, porque esta familia animal apuntaló todo el arco de desarrollo de las consolas móviles de Nintendo, desde GameBoy a su chozno New Nintendo 3DS, pasando por GameBoy Color y Advance, o las Nintendo DS. Pero también mangas, películas, series spin-off, juegos, juguetes, comunidades web. Hace muchos años que en el reducto Pikachu desplazó a Mario como sinécdoque de Nintendo, una compañía existente desde 1889, dedicada originalmente a fabricar mazos de cartas tradicionales, y luego a los juguetes.
Pero lo que intermedió para erigir Pokémon en este imperio, que con la Estrella de la Muerte que es este GO podría parársele de garras al de Star Wars, fue el animé que popularizó el zoológico bizarro de Tajiri y Sugimori en occidente. Son casi 280 episodios que tuvieron aire originalmente entre 1997 y 2002, que cada tanto son repuestos en los canales de TV o nunca se fueron de ellos, y que generaron una industria de merchandising asociado. Aunque también tardío, el programa televisivo de Pokémon fue un exponente fundamental para la consolidación a finales de los ‘90 de algo así como una Internacional Otaku, un movimiento globalizado de fanáticos del entretenimiento ilustrado japonés que también se replicó acá. Por ahí sale otro de los hilos de este ovillo: parte del éxito de Pokémon GO tiene que ver con el antecedente de una saga que lleva veinte años generando fanatismo y negocios.
Y por ahí, también, van algunas de las críticas. Es que en casos como estos de emergentes culturales o comportamientos disruptivos por mecánica o concepto, más si los media una matriz tecno, todos se convierten en ese huevo que silba arriba del paredón. Y acá la medianera parece separar, como la cascada, a los que están dentro y se mojan de los que miran el misterio desde afuera. Lo injusto es la expectativa de nobleza. Pokémon GO no llega para recomponer lazos sociales. No es su misión: es un juego, apenas. Y ni siquiera uno tan alienante como se opina: según monitoreos del servicio web SensorTower, su usuario promedio pasa media hora por día jugándolo, mientras que el Candy Crush, alivianado como “juego para parada de bondi”, es usado un promedio de 44 minutos diarios.
Al margen de que Pokémon GO no es una maravilla desde lo técnico ni en su apartado visual, e incluso tampoco una innovación como para enarbolar con tanto ímpetu, es una buena idea –y un producto muy fácil de vender– que en todo caso tiene tiempo para crecer: el catálogo recién suma un cuarto del total de pokemones alguna vez creados. Lo que basta es que se trata de un pasatiempo divertido. Y también frustrante en esas zonas donde la telefonía móvil no tiene buena cobertura, o si el teléfono no le abunda la memoria o le anda medio pelo el GPS. Pero igual es adictivo y más aún por su naturaleza viral, otra cuestión que hace a su modernidad integral, deudora de aquella base del comportamiento humano por la cual si todos quieren, yo quiero. Ya en la madrugada del jueves, rato después de su lanzamiento regional, algunas cuadras porteñas asemejaban parajes de The Walking Dead: a cuántos les habrá valido pasear el perro para conseguirse algún pinsir, presa de esa lentitud que les agarra con el frío a esas criaturitas. Incluso ya se gestan aglomeraciones, teams, pandillas, poke-ranchadas para salir iPhone en mano y con jactancia de director de perrera municipal. Aunque haya que tener claro que no es que estos bichos se coman la zanahoria. Acá, ellos son la zanahoria.
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