MUSICA › RECITAL DE JOHN MAYALL EN EL TEATRO GRAN REX
En su tercera visita a la Argentina, el legendario músico británico homenajeó a Freddie King y, fiel a su rol de descubridor de talentos (Eric Clapton, Mick Taylor o Peter Green), presentó a un guitarrista de lujo: Buddy Whittington.
Afuera, rugen bocinazos por el triunfo de Boca en México. Llueve. Adentro, ajeno al delirio futbolero del argentino tipo, John Mayall –una eminencia, diría la abuela– inicia su tercer recital aquí, en la pampa húmeda. El Gran Rex no está lleno: hay huecos visibles en las filas traseras de la platea y en los pullman de arriba. Muchos están, incluso, porque su primer arribo –1985, Festival de la Rock & Pop– había sido un fracaso. “Me decepcionó”, dice alguien, al paso. En verdad, aquel “sapo” se debió a una pésima organización que le boicoteó el sonido nada menos que al padre benefactor del angloblues. Poco registro emotivo hay también de su segunda visita a fines de los ’90, tal vez cierta laguna en la memoria selectiva, pero esta vez parece ser la vencida. Puntual, como buen inglés, Mayall presenta a su Bluesbreakers más duradera (15 años) y arranca. El tema pertenece a su última placa (In the palace of the King). Se llama “You know that you love me” y lleva la firma de una dupla estupenda: Freddie King-Sonny Thompson. Indudablemente es la vencida.
Puesta austera. Detrás, con parsimonia típica de baterista de blues, emerge la figura calva de Joe Yuele. Su tempo es exacto, jamás se desorbita. A la derecha, un bajista (el más joven de la banda) al que no se le mueve un pelo: Hank Van Sickle. Toca parado. Hace una marca en el piso de tanta quietud y nunca se equivoca. Base sólida, apta para pasear cómoda por todos los subgéneros del blues. A la izquierda, un gordazo con cara de bueno que toca como atravesado por una magia divina. Su nombre es Buddy Whittington. Escuchar cualquiera de sus solos, en especial el de “Help me than the day”, otra gema de King pero incluida originalmente en Life in the jungle (1993) o el jazzeado “Congo Square” (Sense of palace, 1990), acerca una primera impresión. Si él (Whittington) hubiese nacido 20 años antes, seguramente Mayall lo hubiese sumado a su pléyade de futuras estrellas. Dicho de otra manera, si hubiese merodeado los pubs de Londres a fines de los sesenta, seguramente habría corrido la suerte de todas aquellas luminarias que Mayall impulsó: Eric Clapton, Mick Taylor o Peter Green, por nombrar alguno de sus nenes. Sin exagerar: el gusto, la versatilidad, la profundidad y el feeling de Whittington lo ubican entre los mejores guitarristas del género en los últimos –largos– años.
Y, cómo negarlo, deja bien parado a Mayall. Tiene 74 años, está poblado de canas, pero su olfato como rastreador de genios sigue intacto. Siempre lo ha sido. En los sesenta y hoy. Borracho o lúcido. En Londres o en Los Angeles, el viejo militante de la causa negra, el padrino, el “inventor” del blues blanco –junto a Alexis Korner– aún sabe cómo rodearse. Y entonces, cuando se sabe elegir buenas compañías, hay medio problema resuelto. Son muchos los pasajes en los que, incluso, Mayall se corre de la escena y, generoso, le cede el protagonismo a su guitar-hero. Sabe que sus punteos erizan, duelen en el alma, emocionan. A los que escuchan debajo, y a él. Porque si hay otra conclusión, esta noche, es que Mayall sigue disfrutando de lo que hace. Se ríe, luce un impecable estado físico, interactúa con la gente. A veces canta –con su habitual tono agudo–, otras toca el sintetizador –clave en su repertorio–, o la armónica. O hace las tres cosas juntas sin necesidad de tubos de oxígeno (Lemmy Kilmister, Hangar) o de largos descansos con la banda librada al azar (Ian Gillan, Luna Park). Y a veces –aunque no haga falta– empuña la guitarra. El set, salvo excepciones, es más festivo que desgarrador; más up que épico, más relajado que intenso. Más pasado reciente que lejano. De los tardíos sesenta, Mayall reflota el sentido “Hideway” (Bluesbreakers with Eric Clapton, 1966), también perteneciente a la dupla King-Thompson; “Room to move”, una de sus piezas más conocidas, que vio la luz por primera vez en aquel resumen en vivo del período (The Turning Point, 1969); “Somebody’s acting like a child”, séptimo track de Blues from Laurel Canyon, según la flamante reedición de Universal casi 40 años después de la original. El resto se reparte entre material de los noventa (“Eye for an eye”, de Cross country blues; “One life to live”, de Life in the jungle; “Ain’t no Brakeman”, de Sppining Coin; o el mismo “Congo Square”), otra demostración de que Mayall siempre vivió el blues con el sabor de la espontaneidad. Presente. Natural y fluido, como cuando se le ocurrió armar la primera gran escuela y la llamó, premonitorio, Bluesbreakers.
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