MUSICA › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
La anécdota es bastante conocida: hace ya algún tiempo, Charly García y Rodrigo Bueno se cruzaron en un estudio televisivo. El tono distendido de la charla, el intercambio amable entre dos músicos de palos tan diferentes, fue seguramente lo que llevó a que el cantante cuartetero se entusiasmara y tirara, ya en plena confianza, un “Charly, vos y yo tendríamos que hacer un disco juntos”. Charly no perdió ni la sonrisa ni el tono afable, pero en su rostro se dibujó esa mirada mefistofélica que, mal dirigida, puede helar la sangre. Y contestó: “No, Rodrigo... hay límites”.
Resulta curioso que García, justo García, demarcara un límite, aunque fuera estrictamente musical. Charly, se sabe, empuja los límites una y otra vez, en público y en privado. En lo artístico, probando la resistencia de su público con shows que comienzan tres horas más tarde y que pueden terminar a los veinte minutos en medio del caos. En lo humano, probando la resistencia de su físico con clavados a una pileta desde un noveno piso, o acciones menos espectaculares pero igualmente riesgosas. De cualquier modo, el concepto de límite resulta inseparable de lo vivido esta semana: en el momento en que los responsables de TN, América, C5N y Canal 13 decidieron poner al aire las imágenes de la habitación de García se vulneró todo límite, no sólo de la intimidad de un tipo en problemas –sea un García famoso o un García anónimo– sino, sobre todo, del buen gusto. Regodearse en esa exhibición, poner a Catalina Dlugi o Eduardo Feinmann a comentarla, es sencillamente miserable. Charly García se mete solo en problemas, nada más cierto. Pero esta semana la televisión aprovechó que estaba tirado en el piso y lo violó. Repetidamente.
Los medios gráficos tampoco quisieron respetar cierto límite. La diferencia fue bien visible desde el martes: en este diario se decidió no publicar las fotos de Charly atado boca abajo en una camilla, la patética instantánea adentro de una ambulancia: en la prensa escrita también hay una frontera entre la información y el morbo. Y PáginaI12 no es Crónica, ni quiso serlo. Toda vez que Charly García se mete en problemas, los medios –sobre todo la tele– se llenan de gente que “lo quiere bien”, personajes que abrevan en el discurso fácil de “es un genio / hizo mucho por el rock argentino / últimamente anda mal / hay que cuidarlo / te queremos, Charly”. Esas palabras de ocasión acompañadas por la imagen de Charly insultando con voz gangosa desde el piso mientras los enfermeros le atan las manos dan un resultado neto de puro cinismo. No se “quiere bien” lo que se está sumergiendo en el oprobio sin el más mínimo escrúpulo.
Frente a la caretada imperante en canales y radios, con musicalizaciones ad hoc para reforzar el efecto, reulta más rico el debate que por estos días se da en los blogs, donde los internautas exponen sus posiciones sin la pátina de lo políticamente correcto. Allí convive el que defiende a García por su indiscutible historia y el que señala que tendrá mucha historia, pero hoy es un viejo decadente; el que sostiene que todo en él es actitud rock y el que responde que la actitud rock no puede ser excusa para hacer cualquier estupidez y para eso está Pomelo; el pibe de 18 fanatizado por sus performances actuales y el de cuarentaitantos que las compara con sus recitales de los ’80 y no puede entender que alguien se fanatice por este García. Pero la gran mayoría, aun aquellos en posiciones completamente enfrentadas con respecto a qué significa Charly García hoy, termina coincidiendo en que la cruda exposición de su miseria más íntima, allí donde un hijo de puta –no le cabe otro término– encendió su celular para hacerse unos buenos mangos vendiendo material caliente, hace recordar aquella frase del mismo Charly a un cuartetero cuya muerte despertó otro considerable aquelarre mediático: hay límites. Límites que no deberían cruzarse.
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