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Viernes, 18 de noviembre de 2005

MUSICA › HORACIO MOLINA PRESENTARA MAÑANA SU NUEVO DISCO

“Empecé a cantar bien a los 50 años”

Se declara inmune a la influencia “de los gritones y los exagerados”, y cultivar la sutileza es su declaración de principios.

 Por Diego Fischerman

La conversación puede ir, con la misma fluidez con la que adelgaza el caudal vocal o varía el timbre según lo que esté cantando, de las virtudes de Gardel a las inconveniencias de la exageración, a los lieder de Schubert o a la correcta manera de asar el vacío (“no menos de cinco horas”, asegura). Horacio Molina es un perfeccionista. Tanto en la elección del repertorio como en su manera de interpretarlo, todo obedece a la más obsesiva de las meticulosidades. Pero ese detallismo nunca toma la forma de la exhibición o el manierismo, y jamás deja de estar al servicio de la expresividad y de lo que las propias canciones dicen. Y como prueba basta la sabia interpretación de Grisel, con la que abre su flamante A pedido, grabado en vivo en marzo de este año y recién publicado por Acqua Records.
“Desde que empecé a cantar profesionalmente, la preocupación siempre fue encontrar la manera de cantar cada cosa”, dice Molina, que mañana a las 21 presentará el disco en el ND Ateneo (Paraguay 918), junto a Jorge Giuliano en guitarra (que es también quien lo acompaña en el álbum). “Siempre estuve preocupado por encontrar un estilo y eso, al principio, hasta cierto punto me esclavizó. Porque el estilo, o por lo menos la obligación de no abandonarlo, limita. En mis comienzos estaba prisionero de una forma de interpretar que había encontrado y que se manifestaba sólo con la media voz, sin otras posibilidades, y no sabía cómo salir de eso porque había un paso que no tenía idea de cómo darlo. Había que abrir una puerta que yo no sabía dónde estaba. Y lo que hice después, que tuvo que ver con poner más garra, fue favorable en relación con la respuesta del público, pero hubo una palabra sabia que me dijo: ‘Estás exagerando’. Y ahí se me cayó el ropero, porque yo confiaba más en esa palabra que en cualquier otra. Entonces hubo un proceso de restablecimiento de mi canto, porque, en aras de la interpretación, no estaba cantando bien. Tuve que volver otra vez a la senda del buen canto aunque, esta vez, tratando de no perder esa posibilidad expresiva que había descubierto. Y ese nuevo estilo pude afianzarlo cuando me fui a Europa, a fines de los años ’70. Allí me liberé mucho porque no tenía testigos. Podía experimentar públicamente lo que iba viviendo y además pude trabajar muchísimo mi voz.”
–Si un cantante es su estilo, ¿cuál es su estilo ahora?
–Ahora puedo expresarme con libertad sin que signifique descuidar el canto. Todo lo que escuché y todo lo que trabajé ya está dentro mío. Es algo en lo que no tengo que pensar. El proceso de la cocción de lo que mamé ya está en mí, cosa que no estaba a los 30 años, ni a los 35. Yo empecé a cantar bien a los 50. Si hoy escuchara a alguien cantar como yo lo hacía antes, lo defenestraría.
–Están quienes dicen que la técnica es enemiga de la expresión.
–En parte coincido. Pero sólo en parte. Uno no puede estar esclavizado mientras canta, observando cómo sale la voz. Pero la técnica es esencial como lo es la elongación para el jugador de fútbol, que sabe que está al pelo físicamente. El cantante tiene que estar al pelo vocalmente justamente para olvidarse de eso.
–Antes hablaba de la media voz y eso en el tango, que tuvo toda una época en que la media voz estaba poco menos que prohibida, parece un desafío.
–Yo no desafío al tango sino que me remito a una época anterior a la del grito y la pose machista; una época en que las cosas no eran así. Gardel jamás gritó. Tampoco Rivero, o Angel Vargas, o Floreal Ruiz, o Fiorentino. Esas no eran voces al servicio de la gola sino de la expresión. Esos son los maestros que mamé cuando era chico. Los otros ya me agarraron grande y no me influyeron. Fui inmune a los gritones y a los exagerados. Los buenos cantantes de tango fueron mi escuela primaria y después vinieron un montón de informaciones musicales diversas que terminaron conformando un buen guiso en el alma. Las influencias se incorporan como se incorpora el sol o el ser argentino. Haber nacido en un barrio, haber tenido años de café. Es imposible no tener ese código. No es algo en lo que haya que pensar. Yo formo parte de eso.
Horacio Molina, además, reconoce los méritos del snobismo (“los snobs son los que trasladan la cosa, los que la llevan de un lado a otro”), pero jamás fue un snob. Y, mucho menos, alguien capaz de cambiar sus gustos o de ocultarlos en función de alguna moda particular. ¿Eso significa que sus amores y sus odios son definitivos? No necesariamente. “Cuando era chico, mis hermanos y yo éramos fanáticos del hot jazz, del jazz de los años ’20, y odiaba el jazz moderno. No podía soportarlo. Nuestro padre nos trajo, una vez, un disco de Gillespie y Parker, Hot House, creo. Le rompimos el disco. Y un día milagroso escuché una grabación de Stan Kenton con un solo de Pete Candoli en trompeta y me pasé abruptamente al jazz moderno. Fue una puerta que se me abrió. Me cambió la manera de pensar.” Molina hace una lista de sus músicas inolvidables: Schubert, Jobim, Sergio Mihanovich. Molina tararea un pasaje de Tristán e Isolda. “Mi abuela escuchaba Wagner desesperadamente y su grandeza monstruosa me era familiar ya desde muy chico”, cuenta. Habla de un tío “que tocaba muy bien el piano y al que, a los 6 o 7 años, escuchaba estudiar. Lo oía desmenuzar la partitura, repetir los pasajes; los preludios y estudios de Debussy, la música para piano de Ravel”. Y habla, de nuevo, de Gardel y Le Pera. “Sus tangos son obras maestras, eso es todo.”

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“Las influencias terminan conformando un buen guiso en el alma”, dice Horacio Molina.
 
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