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“El folklore es el alivio del hombre”
Los artistas Tomás Lipán, Fortunato Ramos y Máximo Puma fueron los principales animadores puneños del encuentro que concluye mañana. Acostumbrados a cruzarse en su tierra, por primera vez coincidieron en Buenos Aires, donde se vivió un auténtico carnaval jujeño.
Por Cristian Vitale
Es increíble cómo Fortunato Ramos derriba las barreras entre el folklore y el rock, si es que queda alguna. El ejemplo vindicador no podía ser otro que Mañana en el Abasto, aquella gema de Sumo que el erkero sube a tocar, muy a menudo, con Divididos. Realiza un esfuerzo enorme por transmitir su alegoría, porque desde hace tiempo tiene las cuerdas vocales amotinadas. Pero lo logra. “El tema que propone Ricardo Mollo habla de debajo de la tierra, de la Estación del Abasto, del ruido del subterráneo. Y el erke en los cerros hace lo mismo: se mete al socavón de la mina. Es música del corazón de la tierra. La gente de Capital, al oírlo fusionado, se queda boquiabierta hasta que lo va sintiendo suyo.” A su lado, Tomás Lipán tarda en entenderlo. El nunca incursionó en el rock, pero se acuerda de una película sobre las rebeliones juveniles de Sudáfrica por la liberación de Nelson Mandela, y sale del paso. “El rock contra los fusiles; el corazón contra la pólvora. ¡Qué linda imagen!: viéndola me di cuenta de que el rock es música de la tierra.” Máximo Puma tiene 30 años más que ellos, los mira y pone un freno. “Basta que no cambien más, hasta acá estamos bien”, y todos se ríen.
La instantánea eterniza en flash un momento de la charla que Página/12 tuvo con estos tres notables referentes de la música puneña. En breve, brindarían uno de los momentos más intensos del sexto festival Músicas de Provincia y estaban tratando de poner en palabras ese espíritu purmamarqueño. Lipán con argumentos estratégicos, casi estudiados. “En Jujuy, el folklore está pasando un momento importantísimo en los bailes y las escuelas de Jujuy. Pero acá en Capital las radios no pasan nuestra música. Son decisiones comerciales.” Ramos, el maestro de La deuda interna, con una visión positiva que ancla en la recuperación de la identidad. “En mi zona, hace un tiempo, decir colla era una ofensa, pero hoy todo el mundo quiere serlo. También estaba mal visto hablar de la chicha o la Pachamama. Hoy no. Es más, se suelen ver chicas rubias, gringas, paseando llamas por el pueblo. Llamativo, pero interesante.” Y Máximo, con la autoridad de no haber ausentado su bandoneón de ningún carnaval humahuaqueño ¡en los últimos 65 años! “El folklore es el alivio del hombre, aunque seguimos muy centrados en la música de afuera... te lo dice el más pendejo de los muchachos”, manda y, otra vez, todos se ríen.
Los tres suelen codearse seguido entre runas y guaguas en tierra aymará. Pero es rarísimo que coincidan en Buenos Aires. Los unió esta vez el carnaval jujeño que llenó de bailecitos, huaynos y cuecas una de las diez lunas del festival, que concluye mañana. Algo de magia ancestral hay en ese aindiado personaje que, bombo, guitarra o sikus en mano, embellece El picha picha de Washington Villagracia y Jorge Jiménez o la colorida tonada Tupiza (Lipán); algo de tradición y respeto por la herencia en ese bandoneón que Máximo hace hablar en, por ejemplo, El borrachito. Y mucho de profundidad en ese erke que Fortunato barriletea en el aire para encarar su Tonada de Toyonzo, aunque no sea su instrumento más utilitario. “El acordeón me sirvió para ganar platita y para el amor, porque lo tocás y encantás a las mujeres”, apunta.
Fortunato aprovechó el espacio porteño para mostrar ante un público ávido de expresiones folklóricas auténticas su flamante disco Humahuaca en mi acordeón. Tiene doce composiciones que entremezclan taquiraris, zambas, bailecitos y cuecas, y lo trasladan a momentos precisos de su juventud “apretada pero alegre”. Tiempos en que le dolía el lomo de tanto sacudir el fuelle en las comparsas carnavaleras de la quebrada. Momentos de diablos y gitanas, de chicha y ofrendas. “Antes de tocar el acordeón echo chicha a la tierra para los seres queridos que ya no están. Los recuerdo así, porque cuando yo sea tierra también voy a necesitar que me vuelquen un vino.”
–¿Qué ocurre cuando saca el acordeón de los cerros?
–Pierde un sonido especial, porque allá no hacen falta equipos de sonido para que el instrumento suene bien. El eco de los cerros te da el retorno, no precisás la técnica de las ciudades.
Don Puma –“un puma sin garras”, se define– también va y viene con el disquito que le editaron hace cuatro años –en el que Lipán ofició de bombisto poco después de su incursión como cantante de Jaime Torres– pero no tiene ningún apuro. El tiempo no parece transcurrir para él. “A mí lo que me interesa decir es que el colla no debe morir, porque sería como mutilar un pedazo de historia de nuestra América”, larga en su única intervención no chistosa. Le tira otro guiño a Fortunato, que escribió uno de los poemas más bellos de la puna (No te rías del colla) e inicia, casi por azar, un intercambio sobre el significado de patria. “Los límites geográficos no significan demasiado –dice Lipán–. Patria es el entorno, el lugar donde uno vive y disfruta. Es la comunidad, el cerro, el burrito, el churqui, el cardón, la música. Patria es algo sublime... es lo que amamos.”
–¿Y para usted, Fortunato?
–Es el rancho. La patria chica, que después se desplaza hacia los cañaverales de Ledesma, las pampas, los bosques de la argentinidad. Patria es el viento, la china... churita y donosa, pa’amar.
–¿Y cómo se transforma en música ese sentimiento?
Tomás Lipán: –A través de los que aprendés y escuchás de tus mayores. El canto es el vehículo de alegría de tu comarca, que se muestra a las demás.
–Un rasgo cultural típico de la Puna es que allí prácticamente se nace músico. ¿Cuál es el momento en que tocar se convierte en profesión?
T.L.: –Cuando te empiezan a contratar (risas). Pero para mí era raro eso, porque de chiquito tocaba en todos los acontecimientos de Chalala y jamás pensaba en que se cobraba por eso. Tocaba la quena en los pesebres, en las fiestas patronales y en los carnavales. Me encantaba tocar y ver cómo se divertía la gente, mientras se me hinchaban las manos. Hoy pienso como algo grato que uno, habiéndose criado en familia de músicos, toque sin cobrar... con el solo fin de divertirse y bailar sin luz eléctrica ni servicios de amplificación.