Domingo, 5 de octubre de 2008 | Hoy
MUSICA › QUINCE MIL PERSONAS EN UNA NUEVA JORNADA DEL FESTIVAL PEPSI MUSIC
Dave Matthews Band cerró con altura la quinta fecha en el Club Ciudad, una conjunción de ritmos estadounidenses que va más allá de la mera venta. Fito Páez y Fernando Ruiz Díaz impactaron con “Ciudad de pobres corazones”.
Por Cristian Vitale
La muerte de LeRoi Moore, mes y medio atrás, hizo tambalear la presencia de uno de los números internacionales clave de festival de la gaseosa. El saxofonista rasta –46 años, pieza solvente de la Dave Matthews Band– había tenido un accidente de autos cerca de su granja de Charlottesville, en las afueras de Virginia; el cuadro empeoró en pocos días y el desenlace final desorientó el devenir inmediato. Pero la banda, duelo breve mediante, siguió su marcha: Jeff Coffin, ex Bela Fleck and The Flecktones, fue el hombre elegido para ocupar la vacante y casi 15 mil personas pudieron disfrutar plenamente de esta verdadera esponja de la música estadounidense. Porque si Dave Matthews tiene una fórmula de presentación –teniendo en cuenta su debut en Argentina– ésta es, precisamente, la de extirpar y exponer un imaginario musical hecho de country folk, jazz, soul y funk... algo así como la quintaesencia de la música yanqui girando loca en una mezcladora. Dave Matthews es –quedó comprobado– un grupo de grandes músicos, virtuosos incluso, que sale airoso de la tensión que implica entretener sin caer en el chiste fácil: el de la world music (pop) desteñida por el uso.
Y por varias razones. Principal, lo dicho: cada músico es un monstruo en lo suyo: a la performance, perfecta, del novato Co ffin le suceden la solidez de Stefan Lessard en el bajo, el tacto melodioso y permisivo de Butch Taylor en el teclado, los cuelgues de Tim Reynolds y su guitarra; un baterista de risa natural que contagia (Carter Beauford) y el violín mágico de Boyd Tinsley que, conjugados con el ser Matthews (carisma + múltiples quiebres de voz + guitarra acústica) dan una banda completa. Redonda. Tremendamente musical.
También principal resulta el buen uso de la tradición. El compromiso de Matthews con el sino estético del norte de América evita, mediante un sinfín de escapes, caer en un principismo para el culto. El set, sí, es de largas improvisaciones, de solos, casi de jam, pero DMB jamás abandona su perfil claro y distendido. Pega justo en un inconsciente que, en Estados Unidos –y más allá de la bobera de los Grammies o la maquinaria mediática– emerge en cifras: 31 millones de discos vendidos entre Under the table and dreaming (1994) y el último que, curiosamente, lleva el mismo nombre que el segundo de Jethro Tull: Stand Up.
Tercero: la espontaneidad. Nunca se sabe qué temas va a tocar la banda y esto, en sí, conlleva un grado de riesgo. Casi siempre funciona: el viernes, si bien hubo momentos “bajos” –más allá de un prolongado corte de sonido que enojó a Dave y provocó en el público un cántico a favor de la gaseosa rival–, en general transcurrió disfrutable a través de canciones como “Ants marching”, “Warehouse”, “Crash into me” y una versión de “All Along the Watchtower”, mucho más reconocible que la que hizo Bob Dylan en Vélez. En suma: DMB es groove completo y en estado puro, cuyo efecto da una complicidad, fresca y primaveral, con el público. Sólo hay que dejarse llevar.
Previo a DMB y en simultáneo con Gillespi, Gran Martell ofreció su habitual torbellino de sonidos. Gustavo Jamardo, bajista, pisó firme la madera, y demarcó el terreno: “Vamos a escuchar un poco de música”. Música con el cuchillo entre los dientes. Mirada férrea y áspera. Rock ácido, laberíntico y profundo. Jamardo, más el noble Tito Fargo, más Jorge Araujo ubican al que escucha en el ojo del huracán. Una masa sonora que remite a ciertas costumbres olvidadas por el rock: la experimentación y el riesgo. Choque. Expresionismo. Agresividad en estado salvaje. El bajo suena al taco; de la guitarra (Fargo) salen notas insólitas. Pasajes inesperados. Es, la suya, una búsqueda personal y solitaria. “La mejor banda”, dice alguien por ahí, y no está lejos de la verdad. Sentencias cortas y crípticas (“Si del cielo te llaman te dirían hoy... empetrolado”) y temas impresionantes del primero y segundo discos: “Es igual”, “Sopa”, “Tango griego”. Y supera ampliamente los objetivos.
Fue, el de Gran Martell, un momento de pico caliente como la cruza entre Fito Páez y Fernando Ruiz Díaz para ensayar una descomunal versión de “Ciudad de pobres corazones”, o las energías renovadas del rosarino para recrear lindos clásicos de su prolífico devenir creador: “Polaroid de locura ordinaria”, “11 y 6” o la revisita a “Tercer mundo” bajo las coordenadas de un riff zeppeliniano: el de “Heartbreaker”. Fueron, las de Gran Martell, Páez y DMB, secuencias airosas y bienvenidas de un festival que hoy espera, con Calamaro, su fecha más convocante.
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