Mié 10.12.2008
espectaculos

MUSICA › UN BALANCE DE LOS CONCIERTOS DE MADONNA EN EL MONUMENTAL

Buscar calor en esa imagen de video

El Sticky & Sweet Tour es uno de los shows más impactantes que hayan pasado por aquí. Pero no es lo único que se puede decir.

› Por Eduardo Fabregat

“Comunicación sin emoción...” La frase que Gustavo Cerati comenzó a cantar a mediados de los ’80 parece tallada a medida de lo que pudo experimentarse en cuatro funciones de Madonna en River. Habrá quien no pueda coincidir con la afirmación: ¿acaso esa masa que bailaba y saltaba desenfrenada el lunes por la noche, cuando la cantante estadounidense cerraba su serie en el Monumental, no estaba expresando una emoción palpable? ¿Es que el éxtasis visual que desata el Sticky & Sweet Tour puede denominarse de otra forma? A la hora de la crónica fría, sin embargo, hay que tratar de separar los tantos, analizar tanto desmadre tratando de ir al hueso.

Ir al hueso, además, es una figura que se toca con la sensación que deja Madonna, que hace un uso ciertamente quirúrgico del oficio de entretener. Con precisión de fría cirujana, la cantante y bailarina oprime determinadas teclas de efecto high tech que no pueden sino producir asombro, sorpresa, efecto de gran espectáculo difícil de empardar. El S&ST es, sin dudas, el espectáculo musical más impactante que haya pasado por estas tierras. Pero al cabo cuesta relacionarse con la artista en sí, más allá de la fascinación por su entrenamiento físico, que llega hasta cierta impresión no del todo agradable por el aspecto de esos músculos sobretrabajados. Madonna es RoboPop: apunta y dispara, comanda a un ejército de performers impecables, ejerce el rol de dominatrix implacable en una cumbre del show business reservada para muy pocos. Pero detrás de tanto brillo, detrás de la jefatura de un show demoledor, asoman cuestiones que el fan no querrá ver, aunque estén tan expuestas en el escenario como el auto de lujo o el precioso juego de lluvia en la pantalla circular, con ella cantando sobre el piano.

Cantar, precisamente, es aquello a lo que Madonna parece prestar cada vez menos atención. No se trata de armar un debate, a esta altura viejo, sobre la utilización de pistas de apoyo, y la imprescindible presencia de dos coristas adiestradas para replicar el tono vocal que la jefa tenía antaño, antes que tanta gym le engrosara la gola. Madonna canta sólo lo necesario, y cuando se pone ese traje ro-cker que le chinga por todos lados –en “Borderline”– desafina hasta la exasperación. Siempre se supo que ella es más performer que cantante, pero en la noche del lunes, en las pocas ocasiones en las que quedó al mando en solitario del micrófono, los vúmetros se desplomaron.

Curiosamente, el momento en que Madonna cantó realmente bien, el momento en el que el estadio quedó ganado por una auténtica emoción, conformó a la vez una potente paradoja. Ya había pasado ese inexplicable momento gypsy –la No Smoking Orchestra de Kusturica pasada por un lavarropas– cuando la rubia, los músicos y la bailarina rumanos quedaron allá adelante, ella con la acústica colgada, en una burbuja de raro recogimiento para semejante contexto. Y entonces, “You Must Love me” y “Don’t Cry for me Argentina” provocaron una estruendosa ovación, bandera argentina en las pantallas y alguna enseña patria agitándose entre el público: la sensibilidad del momento tapó la curiosidad de que tanto celeste y blanco se pusiera en juego para recordar una película llena de inexactitudes históricas, que pinta a Eva Perón poco menos que como una prostituta aprovechadora. Está claro que son lindas canciones, que Madonna las canta con sentimiento y a la gente se le eriza genuinamente la piel. Pero es imposible no advertir la contradicción de que el punto emotivo más alto se haya relacionado con una obra artística de dudosa honestidad.

El honor de Madonna, qué duda cabe, está bien a salvo. Nadie podrá decir que la señora no devuelve cada peso de la entrada (y eran unos cuantos). Nadie podrá cuestionar la espectacularidad de la puesta, la perfección de coreografías y bailarines, la estudiada progresión del show para llenar los sentidos con una experiencia que quedará en el recuerdo de 260 mil personas, incluyendo a aquellos que –como este cronista– se fueron de River con la sensación de haber presenciado una fantasía, un banquete pantagruélico que sin embargo los dejó con hambre. Para evitar suspicacias, hay que decir que sí: lo visto en la segunda visita de Madonna a la Argentina estuvo buenísimo. Pero también que el afán de buscar calor en esa imagen de video no dejó nada. Nada personal.

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