Domingo, 25 de enero de 2009 | Hoy
MUSICA › EMPEZO LA 49ª EDICION DEL FESTIVAL DE COSQUIN
Tras el himno, la ceremonia de danza y la bendición del cura, la primera luna coscoína mostró las tradicionales ambivalencias de este encuentro. Por sobre varios números anodinos se lució el show de los chilenos Illapu, que cautivó a ortodoxos y renovadores.
Por Cristian Vitale
Cosquín tiene esas cosas. Alguien, cuyo tono de voz no llega a revelar su origen, imagina la cara de Evita estampada en la enorme bandera que cubre el escenario Atahualpa. Tal vez, superpuesta sobre el sol del medio. O como emergiendo de él. Una imagen romántica –”a lo Favio”– que el hombre, antes de perderse entre las butacas, vocea en alto. “A esa bandera, hermosa, le falta la cara de Eva en el medio. Pero la Eva de pelo largo, eh... qué linda era.” Cosquín tiene esas cosas. Y la invocación de ella, que generalmente resulta una apelación incómoda para el status conservador, medio que choca con el devenir inmediato. También con el contexto... lo miran raro al hombre. Ni siquiera hay risas. ¿Será efecto del enfrentamiento por las retenciones, o de la acción mediática que juega con la memoria, o qué?
A ver: la apertura de la 49º edición del festival de folklore –aún– más importante del país es, según cuentan los que llevan más millas de acción sobre la Próspero Molina, igual que siempre: se canta el himno, los ballets danzan, el cura –reverendo Marcos Cabrera– bendice el escenario cuyo nombre remite a un hombre que también se hacía preguntitas sobre Dios –pero de otra manera–, emerge el grito –lagrimeado esta vez– de Fabián Palacios y, entre fuegos artificiales y arengas, la ciudad vibra. Tiembla. Pero la bandera, al menos así se intuye, es la inmaculada... ¿Cómo atreverse a agregarle la cara de una mujer, quien fuera, al sol de la Independencia?
No hay forma de quebrar el hechizo que une una palabra (Cosquín) con otra (folklore), con otra (argentinidad), que en parte tienta a leerse, a trasluz de gestos y silencios, como una argentinidad estática. No. Como tampoco revelarse ante la inercia de una tradición. Cambio y renovación, sí, son ideas que circulan. Declamaciones. A veces realidades. Pero las ocurrencias o los deseos de jugar a las imaginaciones simbólicas, cuando de conservar formas se trata, no son bien recibidos por una manera de sentir. Tanteos. Aproximaciones primeras. El calor, durante toda la jornada del viernes y también la de ayer, es despiadadamente invasivo. Para cuando suben Los Alonsitos, después de toda la parafernalia de la apertura, el termómetro debe andar por los 30 grados y la sensación térmica es aún mayor en los alrededores de la plaza. Hay que adicionar ambos calores: el natural y el humano. Afuera, miles de personas agolpadas contra las puertas enrejadas de las esquinas –no se explica científicamente cómo– colapsan la circulación. Adentro, una asistencia que debe andar por los mismos números que la apertura anterior (siete mil personas, Nocheros) presenta algo más de color y entusiasmo que lo que muestra la televisión. Pero apenas.
Toca un gran guitarrista: Cristian Guzmán. Silencio. No se sabe si porque la magia de su guitarra, que empieza con “Balderrama” y termina en “El gato del olvido”, lo demanda. O porque el gentío espera otra cosa. Pero toca dos temas y se va. Apenas un “bien, eh” de un evitista del folklore, lo despide. Después sube el Tubo Moya, un chayero riojano que parece un servidor de pasado en copa nueva y, de inmediato, el giro inesperado en la noche: Illapu. Cuando la grilla, por la tiranía que suelen ejercer los nombres tal vez, indicaba a Los Carabajal como el número principal –el clan cerró la noche con trece temas–, los chilenos se metieron a la muchedumbre en las alforjas. A los conservadores y a los abiertos. A los puristas y a los heterodoxos. Porque esos ritmos casi mántricos del altiplano profundo –¿cómo pedirle al cuerpo que se abstraiga de ellos?–- pegan en el centro vital del imaginario. Del de todos. Porque son increíblemente buenos. Y porque, además, traen la quintaesencia del mejor folklore chileno... el de Los Jaivas, Inti Illimani, Quilapayún y Víctor Jara. “Zamba de Lozano”, junto al Dúo Coplanacu, se cuenta entre lo más emotivo de la noche. Luego, reminiscencias incaicas, mestizas, que impregnan las versiones de “Amigo”, “Lejos de aquí”, “Sincero positivo” –-una jugada antisida– y una frase medular que sintetiza la desgarrada vida política del grupo nacido hace 38 años en Antofagasta: “Vuelvo, amor, vuelvo a vivir en mi país”. “Nosotros expresamos el latir de la masa”, dirá después el histórico multiinstrumentista Roberto Márquez.
Así, al menos, se sintió en el primer acto del ambivalente Cosquín. Una bandera chilena ganó el centro de la plaza y no paró de flamear. Fue cuando el siempre ambiguo “Viva la Patria” se resignificó para bien –la Patria Grande, en este caso– y cuando, en el sutil mundo de las representaciones simbólicas, la rebelión ganó la partida. A veces es así y a veces, como le pasó al hombre que imaginó la cara de Eva en la bandera, lo que impera es un corazón anquilosado: la máscara del barro propio. Así es Cosquín, porque así es Argentina... siempre tan cambiante.
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