MUSICA › A LOS 70 AñOS, MURIó LA FOLKLORISTA SUMA PAZ
Su intención fue seguir la carrera de Filosofía y Letras, pero terminó transitando el camino de Atahualpa Yupanqui: la calidad y calidez de su interpretación la hicieron brillar aun en los festivales donde se suele premiar lo explosivo.
› Por Karina Micheletto
En la madrugada de ayer murió la señora del canto pampeano. Era una de las fundamentales, y por eso su voz, que era capaz de lo profundo, contenedora de la sabiduría que dan los años, pasó inadvertida por las grandes usinas del marketing. Fue lo de menos: silenciosamente, Suma Paz siguió haciéndose oír fuerte hasta su muerte, que nadie podría haber advertido cercana, al verla recorrer kilómetros y kilómetros con energía para dar recitales en tantos puntos del país. Fue una artista que asumió a su modo aquella sentencia que le había legado Atahualpa Yupanqui y que siempre repetía: “Cuando cante, póngase detrás de sus versos, nunca adelante. Haga que se luzca lo que entrega, que es más importante que usted”.
Suma Paz falleció en una clínica de la ciudad de Buenos Aires, a los 70 años, a causa de una arritmia que derivó en un accidente cerebrovascular del cual no pudo recuperarse, según informaron sus familiares. Hacía pocos días había actuado en La Plata, en el Primer Festival Internacional de Folklore; estaba yendo seguido al estudio de Litto Nebbia, para grabar el que sería su próximo disco. Sola con su guitarra, Suma Paz dejó postales imborrables en escenarios festivaleros, tan propicios para el griterío y a veces tan poco dispuestos para la escucha feliz. En Cosquín, por ejemplo, aquella noche en que la lluvia insistía, y ella hizo frente al auditorio debajo del paraguas que le tendió el conductor Miguel Angel Gutiérrez. Fue un momento con algo de mágico, de esos que a veces regala la música cuando es buena y ofrecida con bondad.
Suma Paz nació en Santa Fe, pero pasó su adolescencia y juventud en Pergamino, por eso decía que sentía a Buenos Aires “como una madre adoptiva”. Siendo muy joven decidió cambiar un título universitario recién obtenido por la música y la poesía. Este giro total hacia el canto –y a la música pampeana, tradicionalmente interpretada por hombres– fue, según sus palabras, “algo extraordinario, una cosa del destino”. Así lo explicaba en una entrevista publicada en este diario: “Yo me preparé toda la vida para ser otra cosa de lo que soy, nunca pensé ser una profesional de esto. Estudié para ser licenciada en Filosofía y Letras y tomé clases de guitarra y piano porque amaba la música, pero nada más. Un hermano mayor me guió por la senda de Yupanqui, a pesar de que él era músico de jazz. El camino se fue haciendo lentamente, sin que yo me diera cuenta. Por ahí alguien me escucha y me dice: vení a la radio y hacé una prueba. Me aceptan en esa prueba y me recomiendan para otra radio, y así. Una cosa extraordinaria: todo venía como si estuviera programado desde afuera de mi vida”. ¿Se impuso? “Sí. Pero se ve que estaba en mí, sin que yo supiera, la pampa, con su gravitación, el horizonte, el cielo abierto, las lejanías. Yo pasaba las vacaciones en la chacra de mi abuela en San Nicolás, andaba a caballo, escuchaba las primeras milongas de los peones. Todo eso estaba. Y todavía está.”
La carrera de Suma Paz comenzó en los ’60, como una suerte de rareza: una chica que cantaba milongas y se acompañaba con una guitarra. Raro. Una chica que interpretaba a Yupanqui, pero sobre todo que se imponía para sí la forma en que el autor de “El arriero” entendía su arte. Más raro. Enseguida empezó a aparecer en televisión, hizo una gira por Japón, condujo su propio programa de radio. Y siempre con Yupanqui como guía musical, ética y estética. “M’hija, en la vida del artista hay largas esperas, es necesario detenerse. El camino es largo, cuidado con los atajos, son cortos, son lindos, pero la van a llevar a otro lado”, le había dicho.
Como contó, había estudiado Filosofía y Letras, y charlar con ella era uno de esos gustos que da el ejercicio del periodismo. El suyo no era un tono docente ni catedrático. Era alguien que había reflexionado mucho sobre su arte y sobre el sentido de ejercerlo, y lo transmitía con esa seriedad, pero a la vez con mucha gracia. Algo que capta brillantemente el periodista y musicólogo René Vargas Vera en la biografía que publicó en 1995 –Suma Paz. Por la huella luminosa de Yupanqui– y que este año tenía previsto reeditar. Allí, el ritmo sabio y sencillo de Suma Paz para contar su vida, pero sobre todo para hablar de la música pampeana, es enriquecedor.
Además de los tres libros de poesía que editó, entre su nutrida discografía se destacan títulos iniciales como La incomparable Suma Paz (1960), Guitarra, dímelo tú (1961); Suma Paz La incomparable (1963), El arte de Suma Paz por el mundo, editado en Japón (1967); Las hondas raíces de Suma Paz (1980), y más acá en el tiempo, Canto de nadie (2000) y Parte de mi alma (2005), donde se animó a proponer algunas letras propias, aclarando que “de ninguna manera” se sentía cantautora. Era una mujer coqueta, que manejaba con envidiable destreza tacos de varios centímetros y evadía declarar su edad. La cifra es sólo un dato biográfico: deberá decirse que vivió hasta el final como si tuviera muchos menos que los que declaraba. Dejó un nuevo disco casi terminado, con viejos temas y nuevos arreglos, una cantidad de presentaciones pendientes por distintos puntos del país, una biografía con planes de reedición ampliada. Dejó a muchos llorándola, sabiéndola con tanto aún para dar.
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