MUSICA › SUMA PAZ HABLA SOBRE SU NUEVO DISCO Y SU REPERTORIO
“El canto para el gaucho era una parte de la vida”
La guitarrista y compositora acaba de editar Parte de mi alma, un disco en el que vuelve, entre temas propios y ajenos, a hacer canciones de Atahualpa Yupanqui. Su visión del gaucho y del “hombre desvelado por la pena”.
› Por Karina Micheletto
Hay algo en el relato de Suma Paz que transmite una certeza, la misma que la intérprete y autora (aunque ella aclare que sólo hace “algunos versos muy sencillitos”) inscribe a su modo de decir en el canto. Algo que le enseñó alguna vez Atahualpa Yupanqui, cuando ella era una joven veinteañera que imaginaba un futuro como licenciada en Filosofía y Letras, con una pasión por la música canalizada en sus clases de guitarra y piano. “Cuando cante, póngase detrás de sus versos, nunca adelante. Haga que se luzca lo que entrega, que es más importante que usted”, le decía por entonces el maestro, y ella supo que había una verdad profunda en esas palabras simples. Siguió el consejo: a su manera, sin estridencias, se transformó en una de las referentes de la música pampeana. Mujer y guitarrera, hizo de las milongas, y en especial, del repertorio de Atahualpa Yupanqui, un vehículo para hablar de las verdades profundas del hombre y su paisaje, de las costumbres pero no del costumbrismo. Ahora acaba de editar el disco Parte de mi alma, en el que interpreta temas propios y ajenos con sutileza y voz firme a la vez.
A la hora de la selección del repertorio, explica la cantante y guitarrista, el peso está dado en la palabra, la palabra cantada: “Es una marca de la música de La Pampa. Hay una tradición oral que se remonta a los payadores primigenios, aquellos que, no sabiendo leer, repentizaban. Son los que más tarde van a dar origen a un Martín Fierro. Aquellos que tomaban el canto como parte de la vida, para hablar de lo que les pasaba, y no como placer o búsqueda estética. Fíjese cómo empieza el Martín Fierro: ‘Aquí me pongo a cantar... al hombre que lo desvela una pena extraordinaria’. Lo que genera la canción es un desvelo y una pena, no es la cosa estética para complacer”, explica la música, y es fácil imaginarla al frente de alguna clase universitaria.
–Es el mismo núcleo filosófico que retoma Atahualpa Yupanqui.
–Exactamente. Hay un canto despojado, austero, el que expresa un pueblo sin complacencia, sin concesión. Lo que llamamos canto testimonial, que no es lo mismo que canto de protesta. El canto de protesta tiene un fin, generalmente social. El otro hace lo que su nombre indica: deja testimonio, sello, de un momento y un lugar. Así es el canto yupanquiano, y lo fue también la obra de José Hernández. Curiosamente, el Martín Fierro aparece cuando desaparece el último gaucho. Por gaucho se entiende esa entidad que no llegó a ser etnia, escindida entre dos culturas sin pertenecer a ninguna, rechazada por ambas (la indígena y la española), perseguido por la autoridá, sin más pertenencia que su cuchillo, teniendo que pelear contra su hermano, el indio. Este último gaucho desaparece en las contiendas de la Campaña del Desierto, bajo las balas de los primeros Remington, esas armas de fuego que aparecieron cuando Sarmiento era ministro del Interior. Es como una especie de metáfora histórica: desaparece la entidad humana y aparece la literaria. Hoy en día cualquiera se dice gaucho. No, será un paisano, y gracias. El gaucho desapareció y nos dejó esa austeridad, esa hondura, ese canto visceral.
–Usted es una seguidora de la obra de Yupanqui. ¿Qué fue lo que primero la atrapó?
–Su poesía, sencilla y honda a la vez. Salvo algunas metáforas que son raras (“Un degüello de soles marca la tarde” o “era una cinta de fuego galopando, galopando”), el resto, es muy simple: “Le tengo rabia al silencio por lo mucho que perdí, que no se quede callado quien quiera vivir feliz”. Esa era la poesía de Yupanqui y la hondura de pensamiento que refleja un pueblo que todavía existe, aunque no se note. Porque lo que se hace hoy en los festivales es música popular, no es lo que se llama folklore.
–¿Cuál sería la diferencia?
–La música popular es una música fluctuante, que toma elementos locales pero también de afuera. La mecánica de la canción popular es tomar, adoptar y expulsar los elementos que le llegan. Se dice que tiene tiempos periódicos. En cambio el del llamado folklore –aunque a mí me gusta hablar de “música de raíz nativa”– es tiempo histórico; los procesos son lentos y se van incorporando elementos existentes. Ahí está el Cuchi Leguizamón: en sus zambas él incorpora elementos de la escala pentafónica y trifónica, que son la base del canto americano, muy antiguos, y los imprime en una zamba. Esa es la renovación y no el cambio. Así es como evoluciona la música folklórica.
–¿A quién ubicaría como intérprete de folklore, según esta distinción?
–Yupanqui, Eduardo Falú, Jaime Dávalos, Manuel J. Castilla, gente que hizo cosas con gran conocimiento de la regionalidad y de las fuentes. Ellos no inventan nada, toman los elementos y los conjugan ricamente. Ese es su talento.
–¿Y dentro del panorama actual?
–Juan Falú, por ejemplo, es un músico muy importante, con una cultura sólida. Dentro de la música regional bonaerense hay una orfandad bastante preocupante. Porque no se canta, entonces los autores, si los hay, no tienen incentivo para componer. Hay especies que hoy directamente pasaron al olvido: el estilo, la vidalita, ni qué hablar de las danzas. Lo único que todavía permanece es la milonga, pero no la milonga hernandiana, la cosa profunda, sino la otra, la pintoresquista, descriptiva, que también es valiosa, pero es otra cosa.
–Sin embargo, hay un discurso instalado que dice que el folklore está resurgiendo en grandes y chicos. Se suele citar el ejemplo del concurso del programa de Tinelli.
–Claro que hay valores jóvenes, pero eso no lo refleja el programa de Tinelli. Este año fui jurado de los Pre-Cosquín y pude escuchar a chicos de 16, 18 años muy estudiosos, conscientes del material que manejan. A ellos les falta lo que a los chicos de los ’60 nos sobró: festivales, peñas, sellos para grabar, escenarios para actuar. Lo de Tinelli pone la atención en algo que estaba relegado, pero eso no significa que devuelva valores perdidos, porque, salvo excepciones, los chicos repiten las fórmulas que vienen siendo remanidas en los festivales: la canción melódica, con mucho de bolero, sensualoide, a veces hasta cursi. El bolero es muy hermoso, yo soy admiradora de la obra de Chico Novarro, pero es otra cosa. Y el arte nativo, en asuntos del amor, siempre fue de una gran reserva y pudor. Era como una forma de hombría no revelar nada, siempre fue condición del criollo. Don Atahualpa dice: “Si tiene amor o no tiene, a naides ha de contar, eso es cosa de uno solo, y se llama dignidad”.
–Como mujer, ¿cómo enfrenta ese repertorio?
–Me siento homenajeada. (Canta Recuerdos del Portezuelo): “Nunca le dije nada, pero ¡qué lindo!, siento un dulzor amargo cuando me acuerdo”... Qué lindo que un hombre hable de una mujer así, ¿no?
–¿Su condición de mujer le abrió o le cerró puertas?
–Tuve suerte. Primero, en los ’60, llamó la atención una chica que cantaba milongas y se acompañaba con una guitarra. Era raro.
–Sigue siéndolo.
–Sí, pero entonces mucho más. Yo era un bicho raro, pero eso terminó ayudándome. Por ejemplo, acababa de grabar mi primer disco (La incomparable Suma Paz, por RCA Víctor, en 1960) y me invitaron a Canal 9. Iban todas las estrellas, Mirtha Legrand, Pinky, cargadas de visones... Mi hermana se afligía porque yo no tenía nada para ponerme. Fui con mi vestidito de siempre, acordándome del viejo que me decía: “tápese las piernas, que se van a distraer y no van a escuchar lo que canta”. Yo fui así, sencilla, casi sin maquillaje. ¿Y qué pasó? Llamó la atención, porque era diferente.
–¿En qué momento sintió la necesidad de asumir ese “canto visceral” como propio?
–Fue algo extraordinario, cosa del destino. Yo me preparé toda la vida para ser otra cosa de lo que soy, nunca pensé ser una profesional de esto. Estudié para ser licenciada en Filosofía y Letras, y tomé clases de guitarra y piano porque amaba la música, pero nada más. Un hermano mayor me guió por la senda de Yupanqui, a pesar de que él era músico de jazz. El camino se fue haciendo lentamente, sin que yo me diera cuenta. Por ahí alguien me escucha y me dice: vení a la radio y hacé una prueba. Me aceptan en esa prueba y me recomiendan para otra radio, y así. Una cosa extraordinaria: todo venía como si estuviera programado desde afuera de mi vida.
–Se impuso.
–Así es. Pero se ve que estaba en mí, sin que yo supiera, la pampa, con su gravitación, el horizonte, el cielo abierto, las lejanías. Yo pasaba las vacaciones en la chacra de mi abuela en San Nicolás, andaba a caballo, escuchaba las primeras milongas de los peones. Todo eso estaba. Y todavía está.
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