MUSICA › OPINION
› Por Fernando D´addario
La “gente común” suele distinguir matices y diferencias entre nociones como vida privada y exposición pública, idolatría y enfermedad, inocencia e infantilismo. Michael Jackson, que comenzó su carrera artística a los cinco años y terminó su vida ayer, nunca perteneció a la “gente común”; en función de esa anomalía esencial fue que vivió y murió, sin poder separar al artista del personaje. Sin embargo, más allá de esta incapacidad manifiesta, Jackson fue un músico que atravesó la lógica del show business con una notable claridad conceptual: su aparición modificó para siempre el papel de la música dentro de la comunidad negra, el rol de los afroamericanos en la industria cultural de los Estados Unidos y los vínculos entre los medios audiovisuales y las expectativas de consumo de la sociedad. Michael fue actor y víctima de estos cambios que lo superaban. Por primera vez –después de que los blancos se apropiaran del rhythm’n’blues de los negros para crear el rock and roll–, un artista afrocamericano había emprendido una suerte de colonización a la inversa: era él quien iría a dictarles a los blancos cómo debía sonar la música pop. Jackson tenía todos los ingredientes del nuevo cóctel y sabía cómo vender los frutos de su receta. Le faltó equilibrio (pero quién podría haberlo tenido, en sus zapatos) para neutralizar la intoxicación.
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