MUSICA › MOBY, EL MUNDO DE LAS CELEBRIDADES Y LAS CONVICCIONES MUSICALES
Mientras presenta Wait for me, su nuevo disco, el músico que tocó el cielo con Play admite que en los últimos diez años quedó enredado en la parte más frívola del éxito. A pesar de ello, evita sobredimensionar su ego con una profunda autocrítica.
› Por Fiona Sturges *
“Definitivamente, por algún tiempo perdí el rumbo”: ésa es la manera en la que Moby, el músico electrónico de Nueva York que vende discos por millones, resume sus últimos diez años. Considerando lo que lo rodea, no es para sorprenderse. Es un período en el que fue señalado como el rey de la música fácil, vilipendiado por “vendido”, se convirtió en multimillonario, codeándose con ricos y famosos y desarrollando una dependencia del alcohol que sólo recientemente pudo manejar. Al mirar al pequeño y calvo músico, de mirada intensa y gafas a lo Woody Allen, se comprueba que no ha cambiado nada desde que tomó los rankings por asalto, diecisiete años atrás, con “Go”, una canción que sampleaba el tema central de Twin Peaks y que se convirtió en un himno de las pistas. Lo siguió una cadena de hits eufóricos, aunque Moby se mantuvo como una figura under adorada por los asistentes a clubs y los DJ. Invisible a las masas.
Pero entonces llegó Play, el disco de 1999 que, según jura él, pensó que terminaría con su carrera. En cambio, lo convirtió en una marca de fábrica. Tras ser licenciado para su uso en comerciales de televisión –una decisión por la que Moby dice haber sido “crucificado, más que criticado”–, se convirtió en un fenómeno global, alcanzando los 10 millones de unidades vendidas. De pronto era el brindis preferido del circuito de celebridades, con todo el mundo queriendo saber más del músico y sus costumbres vegetarianas, cristianas y marxistas. El concuerda en que su carrera ha sido extraña. “Hubo períodos de muchísimo éxito y períodos del fracaso más abyecto”, dice. “Hice montones de estilos diferentes de música, y un montón de cosas extrañas. Me maravilla que todavía pueda hacer shows. Algunos músicos tienen una especie de sentimiento de autoridad que los hace creer que, cuando anuncian un concierto, inmediatamente se venderán todas las entradas. Cuando yo anuncio un show, sólo espero que aparezcan algunas personas.”
Desaprobarse a sí mismo parece ser el estilo habitual en Moby: si hay un ego monstruoso bajo la superficie lo oculta muy bien. Es una buena compañía, articulado y poco inclinado a tomarse demasiado en serio. En una actitud sorprendente para el típico protocolo de la estrella pop, asegura disfrutar de las entrevistas. No sólo le parecen una forma de terapia gratis sino que, aun ahora, lo hacen agradecer que alguien se muestre interesado en su trabajo. Recuerda un incidente de hace dos años, cuando estaba de shopping en Londres y se dio cuenta de que dos fotógrafos lo seguían para conseguir una imagen. “Al final los encaré y les dije ‘si quieren sacarme una foto llevando las compras, adelante, me siento halagado. ¿Quieren venir a mi hotel? Les invito un té’. Se subieron a un auto y se fueron.”
Con respecto a otras consecuencias de la fama –dinero, fiestas, amigos famosos–, se siente menos impresionado. “Tras Play empecé a tomar mucho alcohol, consumir drogas, a salir con todas las personas equivocadas”, recuerda. “Para mi gran vergüenza, me gustaba ser el centro de atención. Me embarcaba en largas giras y tenía un asistente cuyo único trabajo era organizarme fiestas. Por un octavo de segundo fue fantástico, después fue perturbador. Sabía que quería pasar mi vida haciendo música, pero no podía discernir si era un artista mainstream que hacía cosas como ir a la alfombra roja y grabar discos en grandes estudios, o si debía salir de gira con Sonic Youth y hacer discos noise.” Hoy parece haber encontrado un respetable punto medio. Estuvo en Londres para dar un show como parte del Ornette Coleman’s Meltdown, mientras presentaba un adelanto de su noveno disco, Wait for me, que incluyó una charla del director David Lynch. Se sentó y dijo: “La expresión creativa es maravillosa”. “Habló de cómo el éxito del arte se mide en las ganancias, y cómo eso es un sinsentido. Vi hasta qué punto había comprado esa idea de que la fama es una moneda valiosa, y que el dinero es un indicador de que alguien creó algo perdurable. Fue emancipador. Me dio la licencia para hacer el disco que quería hacer.”
Al escucharlo hablar de su nuevo disco, uno podría pensar que Moby ha hecho algo tan poco comercial como Animal Rights, su disco de punk extremo de 1996. Pero Wait for me es una obra meditativa, a menudo hermosa, que toca temas tan oscuros como el abuso de heroína y la muerte entre dulces melodías y sintetizadores. “Al considerar mi propia música no hay manera de que sea objetivo”, admite. “La objetividad que tengo es la que gané con el tiempo y la distancia. En el pasado saqué discos que pensé que eran fantásticos y a nadie le gustaban. Pero también saqué discos que consideraba en el mejor de los casos mediocres y terminaron siendo muy exitosos.” ¿Por ejemplo? “Play: pensaba que era demasiado ecléctico. Fue grabado en un dormitorio, con un equipamiento mediocre. El hecho de que fuera tan exitoso aún me confunde. Escuchándolo ahora, me doy cuenta de que no me gusta la primera mitad, sólo la segunda, la parte experimental, rara, disonante, que creo que nadie realmente escuchó.”
Es típico de Moby pelearse con decisiones que tomó una década atrás. El considera sus tendencias analíticas como “una disposición heredada hacia la introspección y el autoanálisis. Vengo de una larga línea de alcohólicos depresivos de New England, llegando hasta mi tatarabuelo Herman Melville”. Moby vive en el mismo departamento espartano de Little Italy en Nueva York en el que estaba cuando hizo “Go”. Es también su estudio: su mayor compra desde el éxito fue un restaurante vegetariano cercano a su casa, Teany’s. “La falta de ostentación viene del hecho de haber crecido pobre en un ambiente muy rico”, murmura. “Vi que la riqueza no hacía feliz a la gente. Y cuando tuve dinero fue como ‘¿por qué querría comprar cosas estúpidas? ¿Por qué no seguir adelante y hacer otro disco?’.”
Moby viene haciendo música desde comienzos de los ochenta. Su primera banda fue Vatican Commandos, dedicada al noise. En 1983 sacaron su primer single, que vendieron 200 copias. Le tomó otros seis años conseguir un contrato de grabación, con Instinct. “Cuando firmé ni siquiera tenían una oficina, ni equipo, ni siquiera un logo”, dice. “Básicamente, firmé con una idea.” En los noventa, y ya con un nombre en la escena tecno, Moby siguió tocando en bandas punk y escribió música clásica para directores de cine como Michael Mann: claramente, mantenía abierto su menú de opciones. Aún hoy, no pierde oportunidad de expandir su repertorio. Este mes está exhibiendo una serie de dibujos animados en Londres, cada uno de ellos relacionado con una canción del nuevo disco. Su madre solía pintar durante las tardes, y su abuela era acuarelista. Pero Moby tampoco toma muy en serio ese talento: “Si buscás en el diccionario ‘artista visual diletante’ encontrarás una foto mía dibujando con un marcador”, dice.
A pesar de tanta autocrítica, el músico insiste en que está en su momento más feliz. Ha relajado sus visiones políticas y religiosas, antes dogmáticas, y se siente confortable con el envejecimiento (“Tuve mi crisis de la edad media a los 11”). Lo cierto es que cada vez le cuesta más relacionarse con el mundo de las celebridades. “Si lo mirás de manera empírica, es difícil encontrar alguna evidencia que sustente la idea de que el éxito hace feliz a la gente”, reflexiona. “Los músicos exitosos apenas tienen la misma expectativa de vida que un minero galés; son gente que fuma o que comparte agujas. La gente famosa tiende a morir joven y muere infeliz, entonces, ¿por qué alguien querría ser rico y famoso? El éxito tiene que ver con las satisfacciones personales, no con la aceptación de los demás. Para los músicos, todo debería tratarse de hacer música que tenga integridad. Y eso, en un mundo perfecto, es algo que todos deberían disfrutar.”
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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