MUSICA › EL GALES SE PRESENTO ANTE UN LUNA PARK REPLETO Y EUFORICO
Por un lado es uno de los máximos cantantes de blues y rhythm and blues que puedan imaginarse. Por otro, es quien transformós la “grasitud” en una de las bellas artes. Ambas facetas estuvieron reflejadas en su segunda visita a Buenos Aires.
› Por Diego Fischerman
Sir Thomas Woodward es inmensamente más conocido por su apellido materno. Como el protagonista de la clásica novela de Henry Fielding, su nombre, para casi todos, es Tom Jones. Y podría pensarse que esa dualidad está también en su música y en su personaje. Por un lado, el icono popular de los ’60, el que inundaba –e inunda– el escenario con sudor, el que aún mueve la pelvis con la mano lo suficientemente cerca de las partes pudendas como para que no quepan dudas de sus intenciones, el que se deleita con el dudoso españolismo de “Delilah” y el que todavía gruñe con unos brillantes dientes blancos, que tal vez no le pertenezcan del todo, pero cumplen la misma función que los de otrora. Por el otro, uno de los máximos intérpretes de blues clásico y rhythm & blues que puedan imaginarse que, a la luz del reciclaje del soul por el mercado, vuelve a estar en el centro de la escena.
Dos años después de su anterior visita, y en la misma sala –un Luna Park que esta vez reunió a más de 7 mil personas–, Tom Jones llegó con una banda imponente: dos mujeres en el coro (una blanca y una negra, como corresponde a un artista del rhythm & blues inglés), una fila de bronces (trompeta, saxo y trombón), guitarra y bajo eléctrico, batería y tres tecladistas que abarcaron una amplia gama de posibilidades, desde el bienvenido órgano Hammond hasta las sacarinosas cuerdas falsas que acompañaron las baladas. Y el repertorio, que incluyó bastante de su último disco, 24 Hours (publicado en 2008), se dividió entre un soul potente e impecable y los rituales de la nostalgia que fueron, por otra parte, los más festejados por sus fanáticos. Una multitud que exhibió desde banderas de Gales hasta viejas tapas de LP, haciendo pública su fidelidad de décadas, coreó al unísono los viejos éxitos –“It’s not Unusual”, “Delilah”, “She’s a Lady”– y alguno de los más nuevos, como “Sex Bomb” o aquella canción de strip-tease que Joe Cocker cantó para el film 9 semanas y media. Jones aprovechó “You Can Leave your Hat on” para sacarse el saco de cuero negro que había tenido hasta ese momento y dejar al descubierto la camisa de raso, también negra y empapada, y la imponente cruz de plata que adornaba su pecho.
Entre el material nuevo, el cantante hizo “Sugar Daddy”, la canción que compuso con Bono y The Edge para 24 Hours; “I’m Alive”, un tema de Tommy James and The Shondells; “Give a Little Love”, “If he Should ever Leave you” y el tema que da nombre al álbum, una balada que lo acerca notablemente a Elvis Presley. Ese parentesco estuvo presente, también, en la versión country del tema tradicional galés “Green Green Grass of Home”. El repertorio incluyó los infaltables “What’s New Pussycat?” –un valsecito de Burt Bacharach con que la orquesta y coristas en pleno se balancearon, no sin cierta autoironía– y “Thunderball”, la canción que había acompañado a Sean Connery en una de sus andanzas como James Bond. Los bises, ya con otra camisa, azul pero igualmente mojada, fueron “Kiss”, de Prince –un tema con el que Jones llegó al top ten de Gran Bretaña– y “Take me Back to the Party”.
Resulta difícil quedarse con uno de los dos Tom Jones. Aquel que aparecía como protagonista casi excluyente del capítulo dedicado a Gran Bretaña en la serie de films documentales acerca del blues producida por Martin Scorsese, respetado como un experto en la materia por los músicos que dialogaban y tocaban con él (como el guitarrista Jeff Beck), sigue teniendo una voz imponente y conoce los resortes del género a la perfección. Más allá del aggiornamiento del sonido (y del acompañamiento de un grupo de profesionalismo notable), en el show de Tom Jones (o en una de sus mitades, con mayor exactitud) sigue estando presente el viejo blues y lo hace con la mayor de las alturas. El otro, el que convirtió a la grasitud en una de las bellas artes, también estuvo, desde ya. Y el público, entre quienes se encontraba un embelesado Juanse (¿o era Pomelo?) cantando para sí en estado de trance, lo agradeció con creces.
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