Dom 01.08.2010
espectaculos

MUSICA › NOTABLE VERSION DE GIULIO CESARE EN EL TEATRO ARGENTINO DE LA PLATA

El triunfo de la idea del barroco

En vez de refugiarse en la fidelidad a una supuesta pureza interpretativa, el espectáculo del Argentino aborda la ópera de Händel con una concepción de una apabullante coherencia, que actualiza la noción de lo barroco y alcanza una perfecta resolución escénica.

› Por Diego Fischerman

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GIULIO CESARE

Opera de Georg Friedrich Händel sobre libreto de Nicola Haym.

Director musical: Facundo Agudín.
Director de escena: Gustavo Tambascio.
Escenografía: Daniel Blanco.
Vestuario: Jesús Díaz.
Iluminación: José Luis Fiorruccio.
Director de coro: Miguel Fabián Martínez.
Elenco: Nidia Palacios, Paula Almerares, Cecilia Díaz, Adriana Mastrángelo, Sebastián Sorarrain, Damián Ramírez y Mariano Fernández Bustinza. Orquesta y Coro Estables. Bajo continuo: Pablo Kornfeld (clave), Orlando Theuler (cello), Mónica Pustilnik (tiorba) y Ramiro Enríquez (arpa).
Teatro Argentino de La Plata, jueves 29. Nueva función: hoy a las 17.

Poner en escena una obra de teatro musical pensada hace casi tres siglos implica desafíos. Suponer, por ejemplo, que se puede, simplemente, reproducir aquello que el libreto pone de manera explícita y que eso alcanza para generar sentido dramático, es ilusorio, además de poco interesante. En parte porque en la ópera del 1700, como en cualquier época y en cualquier género, lo que era muy obvio no se escribía: se daba por sentado. Y en parte porque ciertas impresiones son sencillamente irreproducibles. Hoy es imposible que ciertos recursos expresivos de la música, como cantar una disonancia antes de la resolución, tengan, para un público que, como mínimo, tiene conocimiento del heavy metal, el mismo efecto que tenían para un grupo de nobles y aristócratas ingleses del siglo XVIII que, además, sólo escuchaban la música de su época.

Entre lo irrecuperable está el efecto teatral que debían tener los castrados en escena: sus voces prodigiosas y extrañamente femeninas en cuerpos masculinos que, por otra parte, a veces cantaban papeles de mujer. ¿En virtud de la fidelidad a qué modelo podría hoy reclamarse una presunta pureza interpretativa? ¿Cuáles son las prácticas que según los sectores del público más reacios a los cambios deberían preservarse? ¿Las del propio barroco, que casi nadie conoce con demasiada profundidad, o las de mediados del siglo XX, que son las que los formaron como espectadores? Las preguntas vienen a cuento del notable espectáculo montado en el Teatro Argentino de La Plata y de la apabullante coherencia con la que fue concebido. Una coherencia que tuvo que ver más con la “idea” de lo barroco y con la recuperación de una suerte de espectacular ambigüedad perdida que con el mimetismo de un libreto que, tomado en sentido literal, no cuenta mucho más que algunas conspiraciones, algunos crímenes y algunos amores alrededor del poder.

El mausoleo de San Martín, la figura de un niño ante la monumentalidad de los mitos, unos granaderos mezclados con la guardia del César, personajes masculinos cubiertos con vestidos expresamente femeninos, un Ptolomeo cercano a Ricardo Fort, que oscila entre el chongo y el travesti –al fin y al cabo el mismo libreto lo define como “lascivo”–, la Pirámide de Mayo en el acto final y una Cleopatra que, en su momento de debilidad y miedo, emite su voto desde el lecho y luego canta una de sus arias, la extraordinaria Se pietà di me non senti frente al micrófono de Radio del Estado mientras le acomodan un abrigo sobre los hombros, podría parecer una acumulación de simples disparates. No lo es, en tanto sostiene, y se sostiene, en la intensidad dramática y en cuanto construye una especie de caldo intemporal de intrigas palaciegas, situado en un espacio más allá del espacio y por el que se transita con la mayor de las naturalidades. Si allí se traiciona algo, en todo caso, no es el espíritu del barroco.

Si esa concepción triunfa en escena, por otra parte, es por la perfecta resolución técnica de los talleres del Argentino, por la exquisita escenografía de Daniel Blanco, por el bellísimo vestuario de Jesús Ruiz, exacto en sus ambigüedades, y por la iluminación magistral de José Luis Fiorruccio. Y, también, por una marcación actoral que cubrió cada mínimo gesto. La gestualidad de manos y brazos, con sus citas no literales al barroco, las posiciones “fuera de eje” de cantantes y figurantes y la carnalidad de las escenas que lo demandaban fueron elementos esenciales en la edificación de un espectáculo sin hilos sueltos. El aspecto musical, por su parte, también fue trabajado con detalle y, más allá de algunas inexactitudes en cornos y trompeta y de unos pocos desajustes rítmicos con los cantantes, la orquesta entró en el juego planteado por Facundo Agudín que, sin fundamentalismo, buscó recrear una sonoridad y un tipo de fraseo cercanos a los de la época en que la obra se compuso. El bajo continuo, preciso, definido en sus intencionalidades dramáticas y en el trabajo con los “afectos” fue, en ese sentido, crucial.

Dentro de un elenco homogéneo se destacaron una maravillosa Paula Almerares, deslumbrante en lo vocal, fantástica en su construcción del complejo personaje de Cleopatra y en la manera en que se comprometió con la puesta Adriana Mastrángelo, como un Sesto de timbre oscuro y seductor, excelente en la coloratura, con afinación impecable y una gran presencia escénica, y el contratenor español Flavio Oliver, como Ptolomeo, de magnífico timbre y superlativa línea de canto. Nidia Palacios, en el papel de Giulio Cesare, fue correcta en su desempeño actoral y vocal, aunque en este último campo le faltó prestancia, y Cecilia Díaz, de menor a mayor en su rendimiento vocal durante esta función, logró, con oficio, una doliente Cornelia.

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