MUSICA › GUILLERMO KLEIN Y DELFíN LEGUIZAMóN HABLAN DE DOMADOR DE HUELLAS
Uno de los compositores argentinos con mayor reconocimiento internacional y el tercero de los cuatro hijos de Gustavo “Cuchi” Leguizamón coinciden en la vigencia artística del creador salteño. Klein y su banda presentarán hoy el CD, con Liliana Herrero como invitada.
› Por Santiago Giordano
La charla trae los temas de siempre. Esos argumentos que surgen naturalmente a medida que se modelan conversaciones que parecen iniciadas –acaso sea así– hace mucho y muy lejos. Son las 9 de la mañana de un normal día agitado; en un bar de Palermo, Delfín Leguizamón y Guillermo Klein conversan sobre Gustavo “Cuchi” Leguizamón. El tercero de los cuatro hijos del músico, junto a uno de los compositores argentinos con mayor reconocimiento internacional, evoca a un creador tan arraigado a la tierra que lo circundaba como pertinaz perseguidor de lo que estaba más allá. A quien sin romper su aura proyectó la zamba, de la certeza de la danza al horizonte de las preguntas que no esperan respuesta. A un músico que ante la relatividad de los adjetivos convendría reconocer, simplemente, como único e irrepetible. Se habla del Cuchi. Entonces, inevitablemente, en la charla resuenan los argumentos del tiempo y sus paisajes, la muerte, la ética, la justicia, la poesía, los bueyes perdidos y los robados. Y la música, claro. O mejor dicho las músicas, que se llaman Duke Ellington o Thelonius Monk o Eric Satie o Los Fronterizos o un coplero anónimo.
Hoy el Cuchi cumpliría 93 años; el lunes pasado se cumplieron diez desde su muerte. Más por la epifanía de otro cumpleaños que por el rito necrológico del número redondo, esta noche a las 21 en el Teatro IFT (Boulogne Sur Mer 549), Klein presentará junto a su grupo Base de Nave y la cantante Liliana Herrero, el disco Domador de huellas. Se trata de un trabajo publicado en Argentina por Limbo Music (distribuido por Acqua Records) y en Estados Unidos por Sunnyside Records, en el que el pianista y compositor escucha la música de Leguizamón desde otro lugar, donde el jazz y las vanguardias históricas de la música escrita se dejan encantar por la gracia del folklore. Como hiciera el mismo Leguizamón en su momento, Klein impulsa ahora el más allá, en la misma dirección ética y estética. Con él estarán el saxofonista Miguel Zenón y el pianista Aaron Goldberg, que llegan desde Nueva York para este homenaje (ver aparte).
La calma se ciñe a la mesa, en contraste con el vértigo ciudadano que la roza con bocinazos y la película acelerada de los transeúntes. Delfín desparrama las hojas de coca sobre la mesa. Klein fuma y con poco fervor por acertar en el pronóstico mira al cielo anunciando que a la tarde podría llover. “Y sí... el Cuchi decía que Buenos Aires lo limitaba como artista”, suelta Delfín, psicólogo, nacido en Salta y radicado en la ciudad de Buenos Aires desde hace mucho. “El no hubiera podido vivir en otro lugar que no fuera Salta –continúa sobre su padre–. Venía a Buenos Aires, estaba unos días y se volvía. Le encantaba vivir donde nació, seguramente porque ahí podía moverse con absoluta libertad. El Cuchi hablaba del tiempo enloquecido de los porteños y en términos musicales lo comparaba con los de la gente del interior y su manera de hablar. Notaba que los cordobeses tienen una entonación que responde a un modo de sentir el tiempo, los salteños la suya, y así cada uno...” “Yo siento que el tiempo se va en arreglar lo que se construyó”, interviene Klein. “Fijate que al fin y al cabo, si fuese así, estaría bueno –replica Delfín–, pero acá no se arregla lo viejo, sino que se construye otra cosa en su lugar. Ese desprecio por la historia es terrible.”
Seguramente Klein es uno de los músicos que con más originalidad y desparpajo leyeron la obra de Leguizamón. Concretamente, su relación con la música –y la poesía– del salteño nació tras un encargo de Adrián Iaies para el Festival de Jazz de Buenos Aires de 2008. “Cuando empecé a recoger temas del Cuchi me di cuenta de que ya los conocía, pero no sabía que eran de él”, cuenta Klein. “Conseguí partituras, grabaciones y empecé a ver lo que había en YouTube. En general me llamó la atención lo estandarizados que estaban los temas y las interpretaciones, excepto el disco de Juan Falú y Liliana Herrero –Leguizamón-Castilla (2000)–, más jazzero que mucho jazz que anda dando vueltas por el mundo. Así fueron saliendo algunas ideas, empecé a crear mi propio Cuchi. En ningún momento pensé hacer folklore, el diálogo se dio directamente con la música del Cuchi, y enseguida me di cuenta de que era muy parecida a la de Duke Ellington: generosa y sensual, pero también lúdica.” “Es muy linda esa idea de ‘música generosa’ –interviene Delfín–. Una música que te permite ir a cualquier lado con ella, sólo hay que animarse y conocerla. La transmisión no necesariamente tiene que ser generacional, tampoco se produce por ósmosis: necesita un valiente que salte y alguien que del otro lado la interprete. Nietzsche dice que cada uno se inventa un padre, el padre que puede. Yo tuve problemas en inventarme uno, porque el mío ya estaba inventado.”
Delfín destaca que desde un primer momento quedó encantado con el trabajo de Klein, por el respeto y el cariño que muestra hacia la música del Cuchi. “No deja de sorprenderme cómo viniendo de otro lugar fue capaz de pescar esos instantes decisivos de la música del Cuchi y hacer de eso belleza y emoción”, dice. “Cuando Guillermo me contó el nombre que le pondría al disco, jugamos un rato sobre qué significaba ser domador y qué simbolizaba la huella. Días después le mandé una cosa que escribí. El la incluyó en las notas del disco y eso, además de honrarme, me permitió algo que es muy difícil para el hijo de un genio como fue el Cuchi. En una época hablaba de mi tata y del Cuchi, como si fueran dos cosas distintas; acá pude expresar mi admiración por la obra de un artista que por otro lado es mi tata. Los pude juntar.”
“Zamba de la viuda”, “Coplas del regreso”, “La pomeña”, “Cartas de amor que se queman”, “Zamba de Lozano”, “De solo estar” y “Maturana” son algunos de los temas incluidos en el disco que en agosto se presentó en el Village Vanguard, uno de los santuarios del jazz moderno, y que esta noche completará su periplo de Nueva York al Abasto. “Si bien hay una idea de obra, cada tema es una reflexión, una tesis –asegura Klein–, como deben haber sido para el Cuchi en el momento de componerlos.” “También está ‘La mulánima’, una zamba que es muy linda, a la que nunca se le dio bola –agrega Delfín–. Cuando se la pasé a Guillermo, enseguida entendió que mis ganas eran las ganas del Cuchi. Y se hicieron sus ganas. La única dirección que el Cuchi tenía como creador era el deseo. Su dimensión no era aprender o enseñar, él decía que a la música la trabajaba. Su lógica era la atracción y para eso no necesitaba del orden escolástico. Cuando estaba ya muy enfermo, en un reportaje le preguntaron cuál era su relación con la tierra y contestó: ‘¡Yo me la como a la tierra! Soy como rococo sediento de un río crecido de zambas’.” “Es la pasión de las ideas –agrega Klein–. Como Stravinsky, que estudió orquestación con Rimsky Korsakov, después hizo la Consagración de la primavera y otros ballets y mientras los componía aprendía qué estaba haciendo. El neoclasicismo es él estudiando la tradición clásica, ¡eso es mortal! En ese lugar lo veo al Cuchi y yo soy igual: si quiero estudiar Messiaen lo escucho y escribo lo que escucho. En esa visión, que seguramente es sesgada, está la originalidad.”
Lejos de romperla para superponerse a ella, Klein exalta la música del Cuchi. La espera ahí, donde es capaz de llegar sola y la celebra. Gestos que descienden del minimalismo, un refinado gusto por el contrapunto que se traduce en un fluido diálogo instrumental, una búsqueda armónica que más allá de sus excursiones cromáticas balancea las formas y el respeto por melodías que efectivamente no necesitan nada más se combinan en su reflexión apasionada. Fascinado por esa naturaleza prodigiosamente melódica, en la introducción de “Chacarera del zorrito” Klein transcribió la entonación natural del Cuchi mientras hablaba, es decir su tonada. “No me podía explicar cómo llegaba el Cuchi a decidir esos saltos con que arma sus melodías, hasta que descubrí que esos intervalos de séptima, por ejemplo, estaban en la melodía natural de su manera de hablar”, cuenta. “El tipo tenía innato lo que la tradición musical evitó hacer durante mucho tiempo y lo integró a su música, para que suene con el acento de su gente. Eso es extraordinario.”
“Encontrarme con la música del Cuchi fue un impacto muy fuerte –concluye Klein–. Me hizo repensar la intimidad entre melodía y palabra. También me llevó a replantearme el espacio de la improvisación en el tema, de qué debería tratarse, para qué esos solos eternos, por qué es importante plantear bien una melodía. Yo vivo con una sensación de angustia respecto de lo que tengo adentro, hasta que logro exorcizarlo en una obra. Hacer lo del Cuchi fue descubrir un universo fascinante, que incorporé y seguirá conmigo el resto de mi vida. Inclusive después de este homenaje.”
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