MUSICA › OPINIóN
› Por S. G
Mucho pasó en el canon de la argentinidad musical desde que Los Chalchaleros, y sobre todo Los Fronterizos, grabaron las primeras cosas de Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Desde aquellas versiones elementales que en nombre de un estilo ignoraban muchas de sus sutilezas, hasta el lugar importante que en la actualidad ocupa, la música de Leguizamón es la de un compositor en busca de su intérprete.
El mismo dio pistas de cómo debía sonar su obra, en un disco publicado en 1966, en épocas en que el folklore y la realidad se inventaban mutuamente a cada rato. En el lado A tocaba el piano como un dios inspirado y algo trasnochado; en el B cantaba con la expresividad que deben haber tenido los personajes de sus canciones. En todos los casos rescató de la tradición una idea del tiempo, que cuando se demoraba en sus zambas, por ejemplo, era encantadora. Poco después creó su propio instrumento: el Dúo Salteño, momento de inigualada altura de la música argentina. Desde esa manera maravillosamente superadora y arraigada dictó su credo estético e ideológico, en el que composición e interpretación se escuchaban mutuamente. Tiempo y lugar; swing y raíces. Y un empleo de la disonancia que, lejos del artificio, manejaba las maneras ancestrales con mano de perseguidor vanguardista.
Innumerables interpretaciones rindieron justicia y sumaron movimiento a tanta belleza, desde distintos lugares. Basta recordar la versión de “Zamba de Juan Panadero”, de Dino Saluzzi, en el disco Dedicatoria (1977), o la que Manolo Juárez hizo de “Zamba de Lozano” en Tiempo reflejado (1977), o la “Zamba del carnaval” de Chango Farías Gómez en Contraflor al resto (1982), o el disco que Juan Falú y Liliana Herrero le dedicaron en 2000, o la versión de “Cantora de Yala” que la contrabajista y cantante Esperanza Spalding incluyó en Junjo (2006), por nombrar sólo algunas.
Hoy Leguizamón es un clásico. Su música se destaca entre las más influyentes y seguramente muchos de sus temas figuran entre los más interpretados. Se lo admira hasta el plagio y en esa canonización, su obra parece haberse detenido. Según esa manía folklórica que pareciera confundir respeto con conservación, en la actualidad no son tantas las versiones que prolongan el sentido cariñosamente irreverente de su música, que ponen a prueba su útero inagotable. Sin robarla, Guillermo Klein logró hacer propia la música del Cuchi, respirar con ella, y estudiándola la empujó hacia otros límites. Domador de huellas recoge con lucidez el guante que dejó caer un viejo ladino e impenitente, que por abogado y poeta fue un implacable conocedor de los recovecos del temperamento humano. Y un músico que entre otras cosas sabía que la disonancia no está en el impacto, sino en el antes que la prepara y el después que la deja resonando.
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