Lunes, 7 de febrero de 2011 | Hoy
MUSICA › VAMPIRE WEEKEND EN LA APERTURA DEL PERSONAL POP FESTIVAL
La banda estadounidense cerró en Buenos Aires la gira de Contra, su segundo CD. En 80 minutos “paseó” por Jamaica, el Alto Perú y Soweto, la new wave, el dream pop y el surf de guitarrón.
Por Luis Paz
Para fortuna artística de la industria pop, la Nueva York en la que Ezra Koenig, Rostam Batmanglij, Chris Tomson y Chris Baiose dieron forma a Vampire Weekend queda lejos de Hollywood y el por lo menos cuestionable mensaje subcutáneo de la saga Crepúsculo. De todos modos, la banda tampoco tiene mucho de esos seres. Ni la oscuridad ni la profunda palidez ni los caninos desparejos: la ortodoncia de los cuatro músicos es perfecta. De verdad: en la terraza del Centro Cultural Recoleta, en la noche del sábado, no se sabía si lo que encandilaba era sus sonrisas, sus armonías, las luces del escenario o el platinado de todas esas cabezas hermanas entre las 1500 que se acercaron con el cuello al descubierto a la apertura del Personal Pop Festival.
Podrían haberse ido a Bucarest y de allí a la búsqueda de los orígenes de la fábula vampiresca, pero cerraron la gira presentación de su segundo CD, Contra, en Buenos Aires, obviamente también tocando parte de su debut epónimo, ése que en 2008 los puso en la lista de los nombres a tener en cuenta. En apenas 80 minutos repasaron 18 canciones (sólo quedaron tres de su discografía fuera) y pasearon entre Jamaica, el Alto Perú y Soweto, la new wave, el dream pop y el surf de guitarrón, con una solidez indudable y un manejo del escenario encantador.
Lo que sí tienen de vampiros es que les chupan la sangre a los géneros que luego entraron al pop del último medio siglo (el reggae, el surf rock y el punk, pero también la lambada y algunas músicas indígenas andinas) con su capacidad de envolverlo todo con sus alas y sacarle el jugo más espeso a pequeñas piezas de dos o tres minutos que, de tanta información que traen, parece que duraran cinco o seis.
El cantante y guitarrista Koening es muy hábil con su derecha y mete unas escalas vocales abrumadoras (le enseñó al público algunas líneas y era tan difícil imitarlo que la masa se esmeró y, lo que nunca, cantó afinando). Lo del multiinstrumentista y arreglista Batmanglij no se aleja nunca del buen gusto, el minimalismo y la funcionalidad, pero también aporta desde el teclado las contramelodías y pone unos coros armoniosos (aunque en un momento lance una carcajada en plena performance). La base rítmica que arman ambos Chris es sencillamente perfecta: tiene música, onda y fuerza (chequear si no “Giving up the Gun”). Más de la cuarta parte del show sólo quedan sonando el bajo, la batería y la voz de Koening, pero ni en esos momentos la banda pone a consignación el groove ni la forma.
Sus discos ya eran entradores, pero en vivo además dan un show preciso, divertido y convulso. El baterista Tomson toca con la banqueta altísima y los cuerpos de su batería allá abajo, parece cabalgar un pony. Entre eso y los pasos de baile únicos de Baiose, el Recoleta se convierte en el hipódromo con más swing. Total, los jeans, las camisas a cuadros y las botas texanas ya estaban allí.
Por otro lado, el melódico, lo prístino en Batmanglij cae de maravillas con los brotes instantáneos de Koening. Entre los dos (y en ocasiones el baterista) arman unos coros muy dulces y complejos; y entre los cuatro disfrutan tanto en escena que es muy difícil no contagiarse. Sobre todo cuando nombran a Argentina en su single debut, “Mansard Roof”: “Los argentinos se desmoronan en la derrota, el Almirantazgo (los altos rangos de la Marina británica) explora los restos en el suelo, bajo sus pies”.
Con más de un 85 por ciento de su discografía revisada en vivo, recrearon todos sus rendidores singles: “Cousins”, “Cape Cod Kwassa Kwassa”, “Holiday”, “California English” y la preciosa “Diplomat’s son”, una especie de carnavalito-reggae para un Ace of Base modelo 2011. Habrá sido eso, los teclados o las progresiones, pero cada canción suya pareció un posible ringtone o una virtual banda de sonido para una máquina tragamonedas en algún casino tropical. ¿Hipódromo? ¿Casino? La apuesta salió redonda. O lo que sería más preciso, fue una buena mordida: ellos se ahorraron mil kilómetros viniendo a Argentina en lugar de encarar para Bucarest; y los que fueron a verlos disfrutaron de un show notable, que dejó a más de uno colgando cabeza abajo en la gran cueva de la Buenos Aires anochecida.
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