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Viernes, 24 de marzo de 2006

MUSICA › ESTRENO DE UNA NUEVA PUESTA DE “LA BOHEME” EN EL COLON

Realismo radical y moderno

Con voces excelentes, una dirección musical magistral y una puesta que permite aflorar lo mejor de la obra, la más popular de las óperas de Puccini abrió la temporada lírica.

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LA BOHEME
Opera de Giacomo Puccini


Director musical: Stefan Lano

Régie: Willy Landin

Escenografía: Tito Egurza

Vestuario: Daniela Taiana

Iluminación: José Luis Fiorruccio

Director del coro: Salvatore Caputo

Director del coro de niños: Valdo Sciammarella
Orquesta y Coro Estables y Coro de Niños del Teatro Colón

Elenco: Angela Maria Blasi, María José Siri, Massimiliano Pisapia, Gustavo Gibert, Leonardo Estévez, Carlos Esquivel, Gui Gallardo.

Lugar: Teatro Colón. Martes 21

Nuevas funciones: sábado 25, domingo 26, martes 28, miércoles 29, jueves 30 y sábado 1º de abril.

Por Diego Fischerman

En parte, el éxito de la ópera como género tuvo que ver, desde sus orígenes, con la variedad de recursos puestos en escena: música, teatro, muchas veces danza, voces cantando notas que habitualmente no pueden cantarse, orquestas poderosas, escenografías deslumbrantes. Pero hay algo aún más importante: la virtual imposibilidad de que todo salga bien. De la misma manera que, si todos pudieran caminar sobre una cuerda floja, un equilibrista no podría atraer a nadie, si la ópera fuera fácil, no resultaría prodigiosa una conjunción de elementos tal como la que hizo posible la función de estreno de la nueva puesta de La bohème con que el Teatro Colón abrió su temporada lírica 2006.

Una de las paradojas de esta clase de espectáculos de alta complejidad es que el equilibrio entre las distintas partes sólo se logra cuando cada una de ellas sería capaz de destacarse por sí sola. Dicho de otra manera: lo teatral sólo resulta fluido cuando la música funciona y la música termina de funcionar únicamente cuando lo dramático corre por carriles aceitados. En ese sentido, tanto el magistral trabajo de Stefan Lano y de la Orquesta Estable del Colón como la brillante apuesta por el realismo realizada por Willy Landin, el escenógrafo Tito Egurza, la vestuarista Daniela Taiana y el iluminador José Luis Fiorruccio –un realismo sin medias tintas y sin nada de tradicional; absolutamente moderno en su radicalidad– se conjugan con un elenco elegido con criterio y un coro (dirigido por Salvatore Caputo) que tuvo precisión y expresividad, para lograr exactamente eso que la ópera busca siempre y no consigue casi nunca.

La manera en que el músico Shaunard consigue el dinero con el que ha comprado algo de vino, tocando sin descanso para acompañar la agonía del loro de un burgués, dice mucho acerca de ese grupo de artistas cuyo arte nadie reclama, marginales y a la vez críticos de la sociedad establecida. Ese grupo de amigos en el que las dos mujeres, Musetta y Mimì (como en el tango), entran y salen al compás de sus desavenencias con los protagonistas, de sus afanes de libertad sexual y, finalmente, de la tuberculosis, podría prestarse para adaptaciones diversas (de hecho una obra como Rent no es otra cosa que una versión algo aggiornada de estas escenas de la vida bohemia). Shaunard bien podría componer jingles y Marcello ser decorador de vidrieras de shopping. Sin embargo, es en el juego con las leyes del realismo –de un realismo sucio, cercano al naturalismo– y en la relación con París y con ciertos mitos de la vida artística –entre ellos la tuberculosis y la muerte joven– donde la historia cobra toda su potencia. Esa muerte en silencio de una heroína absolutamente antiheroica, en todo caso, difícilmente podría ser más conmovedora en otro lugar que en una buhardilla parisina atravesada por el frío.

Landin hace un pequeño movimiento al situar la escena más cerca de los comienzos del siglo XX que del 1830 marcado por el libreto, pero esa traslación, lejos de alterar la trama, la hace más creíble. Pero, además, asigna acciones relevantes a todos los personajes en los momentos en que no cantan, llena de sentido los tiempos muertos y maneja con destreza planos de acción simultáneos, como en la formidable escena en el café Momus, con personajes situados en dos pisos y la iluminación, soberbiamente manejada por Fiorruccio, diseñando la alternancia entre las escenas de conjunto y los acercamientos a pequeños grupos o personajes individuales. El hecho de que, como hacía mucho que no sucedía en el Colón, el público haya aplaudido la aparición de la escenografía del segundo acto, dice bastante, por otra parte, acerca de la precisión del trabajo de Egurza. Pero nada de esto habría tenido la contundencia que tuvo sin protagonistas como Ma-

ssimiliano Pisapia, de bello timbre, afinación segura, emisión pareja y buenos agudos, además de convincente dramáticamente, y Angela María Blasi, de fraseo exquisito, voz homogénea y capaz de algo que se aconseja desde el siglo XVIII y que rara vez se cumple (o se puede cumplir): atacar los agudos en pianísimo. María José Siri como Musetta –expansiva y segura–, Gustavo Gibert en el papel de Marcello y Leonardo Estévez y Carlos Esquivel como los otros bohemios tuvieron actuaciones ajustadas y Gui Gallardo cubrió con oficio el papel de Benoit. Pero la estrella de la noche tal vez haya sido el propio Puccini. Pocas veces como ésta estuvo tan perfectamente expuesta la minuciosa construcción musical y es que Lano, junto a la Estable, logró una riqueza de matices expresivos y una transparencia en el señalamiento de motivos y planos sonoros de nivel excepcional.

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Willy Landin y el escenógrafo Tito Egurza recrearon con justeza la París de 1900.
 
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