MUSICA › DEEP PURPLE EN EL ESTADIO LUNA PARK
La banda británica brindó un gran show, muy parecido al que ofreció el año pasado en Obras, con todos sus clásicos.
30 de octubre de 2005: Deep Purple regresa a la Argentina. Llega con tres integrantes de su formación más dura y brillante (Ian Gillan, Ian Paice y Roger Glover) y dos comodines –Steve Morse y Don Airey– a quienes les ha tocado la maldita suerte de suplantar a Jon Lord y Ritchie Blackmore. Tocan en Obras para 5 mil personas. El público, perplejo, deja los prejuicios de lado y estalla. El show rinde un 9 largo. 24 de marzo de 2006. El suceso anterior origina un rápido retorno. Vienen los mismos cinco. Tocan para el doble de gente en el Luna Park. De nuevo dos horas, de nuevo con un repertorio (casi) igual que hace poco más de cuatro meses y la gente vuelve a emocionarse, al punto de pedir bises que nunca llegan. Pregunta: ¿Deep Purple vino dos veces o su última visita es mera obra de la imaginación? Respuesta: Deep Purple vino dos veces –todos estuvimos ahí y el genio maligno cartesiano no pudo engañarnos– pero, a no ser por ciertos matices, la sensación es que la visita real fue una: Gillan con el pelo un poco más corto, pero con la misma cara de galán de película de western; Glover con ese aire a viejo fumador de opio chino y Paice, con sus lentes redondos onda Elton John, pero gordo.
Jueguito al margen, lo real y concreto es que la púrpura profunda dio un show maravilloso en medio de la melancolía generada por los 30 años del golpe militar y le bastó para lograrlo con una simple operación de copy and past musical. Créase o no, el recital duró 1 hora y 52 minutos –¡cronométricamente igual que aquella vez en Obras!– y la estructura del repertorio fue exactamente la misma: un 70 por ciento de clásicos inoxidables de la era pre Coverdale-Hughes y el resto destinado a mostrar algunas canciones de la última producción: Rapture of the Deep, registrado en agosto del año pasado, luego de que Lord decidiera abandonar el barco con su Hammond. Pero lo que se dice nuevo –en términos de show, claro–, hubo poco. Apenas una versión pseudo dark de Before Time Began. Ni siquiera el climático solo de Airey logró escapar de su clasicismo sinfónico que, como si fuera un calco, desembocó en Adiós Nonino de Piazzolla.
De la cosecha clásica –o sea, el grueso del set– la operación copy and past fue también evidente, aunque con ciertas excepciones. En vez de ningunear In Rock, omitieron su antecesor Fireball (Strange Kind of Woman y Demon’s Eye, para ser más exactos) pero sacaron un temazo del arcón, ampliamente gozado por los incondicionales: Living Wreck, uno de los primeros gritos agudos e interminables de Gillan, que desgraciadamente ya no puede repetir como entonces. Y Mary Long, una joyita perdida del disco que provocó la primera diáspora del grupo en 1973: Who do we Think we are (Quién nos creemos que somos). Pero excepciones de lado, la nostalgia funcionó de la misma manera. Sonaron Lazy, con su swing resistente y una intro estupenda de Morse; la poderosa Space Trucking, Highway Star –acá sí, ¡cómo se extraña a Blackmore!–; Smoke on the Water; Perfect Strangers, el primitivo Hush, de cuando eran una banda medio beat y editaban Shades of Deep Purple (1968) –gran solo del fiel Paice–, y Black Night, los mismos dos temas con que cerraron en Obras.
¿Peculiaridades?: la camiseta de Boca que se puso el ex Rainbow, Airey, para los dos últimos temas –idea detonadora de emociones, en vísperas del superclásico–, la coreografía yogi de Gillan, que le imprimió la cadencia de su edad a cada tema, el popurrí zeppeliniano –y populista– de Morse cuando incluyó en su solo partes de Heartbreaker y Stairway to Heaven, ante la explosión colectiva o el oh-oh-oh del público siguiendo las notas del bajo de Glover, en Picture of Home, otra gran canción de Machine Head que mostró la vigencia del grupo, más allá del cambio de nombres y las carencias lógicas en el registro vocal de Gillan. De no haber sido por la escala anterior, se estaría hablando de un show inolvidable. Pero, dados los hechos, el del 24 de marzo fue apenas un concierto más, que merecería –ahora sí– una revancha distinta: como la que hubo, ese mismo día, en Plaza de Mayo.
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