MUSICA › ENTREVISTA A RUBéN “EL MONO” IZARRUALDE, EL MúSICO QUE TOCó CON TODOS
El flautista repasa sus casi 40 años de trayectoria, que marcaron una fructífera tensión entre la música erudita y el rock and roll. “Lo bueno es ser despojado y no atenerte a lo que estudiaste”, destaca el intérprete.
› Por Cristian Vitale
Está Rubén Izarrualde invitando un trago (café o cerveza) en un bar de esquina y de repente pasa un caniche toy. El can luce un pelaje brillante, cadena al cuello y un pulóver que le hace juego con cuatro botitas azules. “Debe ser para que no tome frío”, se ríe él, el Mono, y la dueña retruca: “No, señor..., es para que no pise la roña y los gérmenes de la calle”, dice en un lapsus medio entre la sonrisa y el ceño fruncido. La escena lateral –y bizarra por cierto– se cuela en un break de la conversación que ya había consumado su parte formal. El Mono, uno de los aerofonistas más talentosos y requeridos por los músicos populares argentinos, ya había informado lo urgente: la presentación del grupo que integra, Cuartoelemento, el martes 24 de mayo en el Teatro Alvear, y quedaba la parte más jugosa. “Esperá que se me pase lo del perro... ¿Viste lo que era? ¡Mi dios!”, exclama haciendo chocar las palmas ante el arribo del café.
La parte más jugosa, entonces, radica en un derrotero de secuencias musicales y humanas que hicieron de Míster Izarrualde un esteta, nexo entre las diferentes expresiones de la música popular argentina desde los tempranos ’70 hasta hoy. La data gruesa indica que se formó entre La Cofradía de la Flor Solar y el Conservatorio; que esa versatilidad de origen le dio paño del largo para que pudiera integrar tanto un grupo de estructura compleja (Anacrusa) como tocar en la calles con dos Migueles que poco tenían que ver con aquello (Abuelo y Cantilo); integrar orquestas de marcada prosapia tanguera (Antonio Agri, Virgilio Expósito); tanto como ser la pata vientista necesaria para que el Chango Farías Gómez consumara muchas de sus arriesgadas aventuras musicales. Y así, un variado sinfín de trueques, mutes y giros (MPA, La Manija, etc.), que pueden explicar su hoy. Cuartoelemento, banda que completan Néstor Gómez, Matías González y Horacio López, opera entonces como una condensación en fino de lo que Izarrualde absorbió durante casi 40 años de música. “Lo primero que hice fue formar un grupo que se llamaba Transición. Yo tenía 14 años y me mataban el In Rock de Purple o los discos que había sacado Pink Floyd hasta ahí. Después tuve otra banda que se llamó Sol de Papel, que no duró mucho, pero que estaba buena”, evoca en flash y con la memoria casi intacta.
–Lo primero fue el rock, entonces...
–En realidad fue el tango, perdón. Arranqué cantando tangos en bodegones, clubes y peñas a fines de los ’50, principios de los ’60. Tenía 8, 9, 10 años, la misma edad que cuando empecé a estudiar música para entender todas esas cagaditas de mosca que son las partituras (risas). La música clásica es como un chupete, ¿viste?, te lo ponen y vos estudiás. Yo estudiaba muchas horas por día, porque quería entender qué decían las partes de piano y las del contrabajo, porque yo me sabía las letras, los temas, escuchaba a todos los cantores, pero no sabía por música. El pianista, el bandoneonista y el violinista de la orquesta típica en la que estaba leían por música, y yo era el benjamín.
–¿Y por qué eligió la flauta traversa? No es un instrumento afín al género...
–En realidad fui al Conservatorio por insistencia de un pianista. Yo quería estudiar guitarra o piano pero, cuando llegué, el cupo para ambos instrumentos estaba lleno, y gracias a un tipo que se llama Antonio Russo, un director de coros, un capo, me anoté en flauta. Fue azaroso: él me dijo “no pierdas el año”, y tuve que optar por otro instrumento.
Fue en el Conservatorio donde Izarrualde conoció a quien lo iba a meter de prepo en el universo de ese loco rock incipiente: Jorge Pinchevsky. A través del violinista eléctrico –que de la noche a la mañana, literalmente, abandonó una familia, un traje y un futuro de orquesta por el nomadismo rocker–, el Mono cayó en el seno de La Cofradía. “Me llevó él de las cejas –se ríe–. Llegamos un día a las tres de la tarde, y yo me fui a las once de la noche: quedé estampado contra la pared escuchando esos equipos Forum... Fue espectacular, porque era rock and roll, pero no era esa cosa estúpida: era con contenido y todos tocaban.”
–¿Llegó a tocar en La Cofradía?
–No, yo era un purrete. Iba, tocaba ahí, me divertía con ellos, pero no hice nada más. Kubero Díaz es como un hermano para mí... tanto como Alejandro Medina, que fue el primer tipo que me puso a Miles Davis en la oreja.
–El de Bitches Brew, se deduce por la época...
–Claro... con ese disco flasheé. Después empecé a trabajar en cabarets reemplazando a músicos, y así comencé a relacionarme de otra manera, con otras gentes.
–¿Conoció a la comunidad de La Plata?
–Por supuesto.
–La pasaron mal ahí...
–Eran momentos muy jodidos. En La Plata, Córdoba, Tucumán y Rosario se la pasaba muy mal... Mucha estudiantina y ningún miramiento por parte de los represores: apuntaban a un núcleo y pegaban. A mí me han salvado los chicos, pero veía desde la esquina cómo se los llevaban a ellos. Fue una época de agitación para todos, en muchos sentidos.
La ductilidad del recién graduado en flauta traversa le posibilitó no sólo inmiscuirse en arenas rockeras sino también grabar, entrados los ’70, un disco “con otros aires” junto a Agustín Pereyra Lucena (Candeias) y, Portugués Da Silva mediante, trocar trabajos con quien sería un músico–faro en su trayecto: el Chango Farías Gómez. “Fue un momento llave para mí. Debo confesar que el Chango es un crack... la tiene marcada a fuego y, aunque muchos no lo digan, es el maestro de todos.”
–¿El único?
–Bueno, también están Dino Saluzzi o Ariel Ramírez, que tiene un vuelo melódico increíble, pero no me gusta mucho como pianista; el Chango, en cambio, es completo en todo sentido.
–¿Y Yupanqui? ¿Lo rescata también como cantante? La pregunta va atada a las versiones libres que hace Cuartoelemento de “Piedra y camino” y “La Nadita”.
–Sí, porque cantaba con una voz despojada y una sencillez increíble. Y lo bueno cuando uno toca es eso: ser despojado y no atenerte a lo que estudiaste. Falú y Carnota también, ¿no? Musicazos tremendos. Otro referente musical que yo tengo como instrumentista es Hugo Díaz: de él tomé esas cosas que hacía en armónica, que eran propias del sabor del folklore. Tomé el soplido ése, la comunicación y la búsqueda del instrumento... Confieso que fueron cosas que le afané a Hugo de frente mantecol. Volviendo a la pregunta, con Cuartoelemento nos gusta pinkifloydquear algunos temas y eso fue lo que hicimos con “La Nadita”, por ejemplo. Me gustan las improntas callejeras.
–Eso lo lleva directo a Miguel Cantilo. Ha tocado con él en las calles de Barcelona, durante fines de los ‘70...
–Nos conocemos desde aquella época, pero grabamos después. Otro con el que tenía mucha relación en ese momento era con Miguel Abuelo. Un tipo entrañable y maravilloso. No entré a la segunda formación de Los Abuelos, porque no quería involucrarme en esa movida. Me daba cosita (risas).
–¿Pero hubo una convocatoria formal?
–Totalmente. Me llamó Miguel directamente, pero con lo que estaba, estaba bien.
–Qué salida elegante...
—(Risas.)
–En suma, durante todo su trayecto musical hay una tensión entre el Conservatorio y la calle, entre la música erudita y el rock and roll. ¿Cómo la fue resolviendo o, mejor dicho, sobrellevando?
–Yo tenía un profesor, un consejero de la vida, que era Dante Valledor. Era un tipo con mucha ruta, mucha calle... no era el flautista, pero se sabía todos los yeites del instrumento, y fue el que me preparó como flautista solista. Fue el que hizo que me fuera a Europa, y esas cosas. Pero lo otro era muy fuerte... El rock, ¿no? Cuando escuché por primera vez a Deep Purple y a Led Ze-ppelin tenía 13, 14 años. Y flasheé, era increíble, no había parangón. Lo de la música clásica, en cambio, tenía que ver con una estructura, porque vos para tocar este instrumento lo tenés que estudiar mucho. Nacés con condiciones o no, pero lo tenés que estudiar igual, porque si no lo tocás por dos o tres días, te abandona como un desodorante. No te deja huecos... hay mucho fato de afinación, muchas cosas que si no estás ahí todo el tiempo, te deja. Es todo un tema: yo enseño flauta, pero no tengo alumnos, tengo compañeros a quienes les paso lo que sé... no me pongo en profesor, en maestro ciruela, sino que los llevo a su tiempo. Pero conmigo no hacían eso, me daban con el puntero y ese régimen no me gustó. Además, cuando empecé a hacer práctica de orquesta, no me gustó el método... y sigue sin gustarme.
–¿Se refiere a los vínculos humanos hacia dentro de una orquesta?
–Sí, al trato, la convivencia... eso es tremendo para mí. De hecho he sido llamado por mis compañeros músicos del Teatro Argentino para unos trabajos, pero me cuesta, porque ellos lo primero que hacen es mostrarte la primera flauta que se compraron y yo vengo tocando con la misma hace 20 años. Quieren que vaya a tocar al Congreso. Yo les pregunto por qué no tocan ellos y la respuesta es que quieren que lo haga yo “porque soy diferente”.
–¿Diferente? ¿En qué sentido?
–Sí, me cuesta esa cosa de que te hagan sentir sapo de otro pozo. Yo no soy sapo de otro pozo, la única diferencia que hay es que ellos ganan una guita que yo no gano ni en pedo... 6, 8 o 10 lucas por mes. Yo no llego ni en pedo a esa cifra.
–Retomando este eje en su devenir, que es el péndulo entre lo popular y lo clásico, puede decirse que llega hasta hoy. El encare estético de Cuartoelemento estaría retomando ese perfil versátil, despojado, desprejuiciado.
–Tal vez.
El cuarteto se originó como trío en abril de 2002 en el Teatro Payró, y al año cambió el formato con la incorporación de Horacio López. Debutaron con un disco de nombre homónimo en 2005 (que ganó el premio Gardel en el rubro Album de tango nuevas formas), después editaron un disco en vivo (Alquimia) y Camino –segundo disco en estudio– ya tiene dos años de ruedo. Se trata de un trabajo de once piezas centrado en un repertorio sin nichos estilísticos, donde pueden confluir versiones de Yupanqui, Bill Evans, Joao Bosco o Jobim, atravesadas por una intrepidez estética que cuenta bien sobre la historia del Mono. El cuarto disco del grupo, pronto a editarse, es un material en vivo en el que los cuatro comparten versiones del campo popular de la música con Marcelo Chiodi, Lilián Saba, Raúl Carnota, Lulo Barrera, Ricardo Nolé, Quique Sinesi y Erling Korner, entre otros. “Siempre digo que somos como cuatro sujetos sin predicado; imprescindibles entre sí, recíprocamente necesarios”, define el flautista.
–¿Y usted qué elemento sería?
–Bueno, “técnicamente” soy de agua, pero tocando soy caliente. Digamos que cada uno combina al menos dos elementos en uno.
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