Mar 24.05.2011
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MUSICA › LA FLAUTA MáGICA, DE MOZART, CON PUESTA DE SERGIO RENáN

Las posibilidades de la ópera como espectáculo

› Por Santiago Giordano

8

LA FLAUTA MAGICA
De W. A. Mozart.

Libreto: E. Schikaneder.
Elenco: Lyuba Petrova (Pamina), Darío Schmunck (Tamino), Markus Werba (Papageno), Aline Kutan (Reina de la Noche), Reinhard Hagen (Sarastro), Laura Belli (Papagena), Osvaldo Peroni (Monostatos), entre otros.
Director de escena: Sergio Renán.
Director de coro: Peter Burian.
Diseño de escenografía: Juan Pedro de Gaspar.
Iluminación: Juan Gómez Cornejo.
Animación: Alvaro Luna. Vestuario: Renata Schussheim.
Coreografía: Diana Theocharidis.
Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Director: Frederic Chaslin.
Lugar: Teatro Colón.
Público: 2200.

Pensar que a buena parte del público de la ópera, y a muchísimos críticos, el siglo XX, el siglo del disco, se les fue en considerar, distinguir, clasificar y adorar o denostar voces de cantantes. Si es cierto que todavía hoy perdura cierta tendencia a suponer la ópera como una carrera de voces o en todo caso un evento musical, queda claro que tal actitud alienta a apenas una consideración parcial de lo que puede suceder en un espectáculo complejo y articulado, en el que música, imagen, movimiento, arquitectura, pensamiento y palabra entrelazan magnificencias y necesidades en el tiempo. La flauta mágica, el singspiel de Wolfgang Amadeus Mozart sobre libreto de Emanuel Schikaneder, es una buena muestra de lo que es capaz de contener “la ópera” como forma de espectáculo. Y la puesta que Sergio Renán hizo para el Teatro Colón, con empleo de proyecciones en varios niveles expresivos, escenas bien construidas, personajes precisamente delineados, una orquesta al servicio de la dramaturgia y un muy buen elenco de cantantes, resultó ser una buena interpretación de esas posibilidades.

Si es cierto que La flauta mágica es una ópera fantástica, también es cierto que persigue un espíritu nacional, que fue estrenada en Viena en 1791, mientras en París maduraba la caída de la monarquía. En la coyuntura del cambio de época, lo maravilloso se construye por igual desde la mezcla de lo trágico y lo cómico, candorosas alegorías a la naturaleza, una moral trascendente, posibilidades de lo fabuloso e incluso con ciertas alusiones sexistas y xenófobas propias de la época. Renán asume y canaliza esta mezcla en una puesta que refleja su dimensión fantástica, en una ampulosidad que no prescinde de un toque kitsch derivado de la historieta y la estética de la Play Station, entre ametralladoras de plástico y proyecciones que sugieren ambientes cercanos a las cárceles de Piranesi. Sobre esa dimensión básica, otra idea va por encima dibujando con nitidez el camino de la oscuridad a la luz, de la ignorancia a la conciencia, que marca la dinámica dramática. Pero lo hace sin el énfasis político de un masón compenetrado en esos principios ante el presentimiento de un nuevo mundo, como era Mozart al momento de componer esta partitura. Para Renán, que puede verlo de este lado de la historia, se trata del paso de una moral a otra. No mucho más.

La variedad de ideas que entran y salen del texto –que en parte fue recitado, como señala la versión original– y se reflejan en la escena, se rinden ante la solvencia escénica y la belleza de la música de Mozart. Aun si por momentos la orquesta tuvo que esperar a que le llegara el pie después de que la puesta acomodara su magnitud en los numerosos cambios de cuadro, sobre todo en el segundo acto, Frédéric Chaslin, al frente de la Orquesta Estable, jugó a favor de la agilidad. El director francés reflejó con cuidado los acentos ligeros, las transparencias y las sutilezas de una partitura que, incluso considerada la piedra basal de un teatro musical alemán –como quería Richard Wagner–, resulta única, la muestra exclusiva de una tradición que comienza y termina en sí misma.

En un elenco muy parejo y solvente en lo vocal, que además mostró una muy buena dicción germánica y marcado sentido teatral, se destacó Markus Werba. El barítono bajo austríaco compuso un Papageno que, a punto en lo vocal y de gran presencia y gracia escénica, fue mucho más que un condimento cómico. La soprano Aline Kutan resultó una inquietante Reina de la Noche y brilló en las tan temibles como esperadas arias de coloratura que le reserva su parte, sobre todo en la del segundo acto. Dario Schmunck y Lyuba Petrova encarnaron con acierto y pulso dramático a Tamino y Pamina respectivamente, Reinhard Hagen fue un Sarastro preciso y Osvaldo Peroni un Monostatos más que atendible. En definitiva, una buena producción, sobre un compositor y un título que nunca fallan.

Llamativas fueron las variaciones de resonancia y de proyección de las voces en la sala, según provenían de las distintas partes del escenario. Un detalle para nada secundario, teniendo en cuenta las intervenciones en la acústica de la sala que se hicieron en las últimas y polémicas refacciones.

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