MUSICA › WAYNE SHORTER, OVACIONADO EN SU CONCIERTO EN EL GRAN REX
El saxofonista representa con altura su papel de leyenda, que acarrea consigo no sólo lo que toca, sino lo que tocó y lo que el jazz como lenguaje le debe. Y brilló junto a John Patitucci, Danilo Pérez y el argentino Oscar Giunta, reemplazo de último momento.
› Por Diego Fischerman
Si la categoría “novela río” fuera aplicable a la música, podría definir con bastante justeza el excelente concierto que Wayne Shorter brindó el jueves pasado en el Gran Rex. Más que de free jazz, de variaciones sobre standards o de cualquier molde más o menos identificable, de lo que se trató fue de un fluido constante donde los solistas, y principalmente el saxofonista, podían entrar o salir a elección. Si se lo piensa, nada demasiado distinto a lo que sucedía en la etapa inicial del Miles Davis eléctrico e, incluso, en Weather Report aunque, claro, con un contexto tímbrico absolutamente diferente.
Shorter, cercano a cumplir 80 años, sigue teniendo su característico sonido, esa particular manera de articular y tocar casi sin ligados y, sobre todo, ese estilo en ráfagas, que, en todo caso, ha ido acentuándose. El notable contrabajista John Patitucci, uno de los de digitación y afinación más nítidas y sonido más cristalino que puedan recordarse, y el talentoso pianista Danilo Pérez, hace ya diez años que tocan junto a él. El baterista inicial, Brian Blade, con quien Shorter había tocado en su anterior visita, hace seis años, dejó su lugar a la potente Terry Lyne Carrington. Pero la ceniza volcánica hizo lo suyo y ella jamás llegó a puerto. Su avión fue desviado a Chile y quien debió ocuparse de la batería, de apuro y con mucho más que dignidad, fue el argentino Oscar Giunta, que un día antes había participado en las clases magistrales. Sin excederse jamás, pero al mismo tiempo con desenvoltura y musicalidad, respondiendo a los estímulos de los otros tres y logrando una loable interacción, Giunta fue un baterista creativo y exacto. Los abrazos con Shorter, Pérez y Patitucci, en el final, fueron, en ese sentido, por demás elocuentes.
Tanto con el saxo tenor como con el soprano, Shorter, a diferencia de su actuación anterior, en la que había navegado en paisajes armónicos y rítmicos más indefinidos, volvió, sin el poder de su juventud para las largas frases espiraladas pero con la misma profundidad, a territorios más similares a aquellos donde se convirtió en uno de los músicos esenciales del género. Temas como “Footsprints” –incluido en el extraordinario Adam’s Apple, de 1966, y en el que entró y salió dos veces a lo largo de la noche– o “Joy Rider” fueron los pies en tierra de sus recorridos casi acuáticos, funcionando a la manera de las clavijas de los andinistas como sostenes para, a partir de allí, elevarse un nuevo paso.
Shorter es, además de un músico, una leyenda. Acarrea con él no sólo lo que toca sino lo que tocó y lo que el jazz como lenguaje le debe. Es imposible –y sería injusto– olvidar ese legado. Quien lo escucha no busca en él el músico nuevo, ni el más virtuoso ni aquel que lo deslumbrará con una frase insospechada, sino ni más ni menos que a aquel que ha construido una parte fundamental de la historia. Y el saxofonista representa ese papel con altura. Ha encontrado un estilo posible, en gran parte sostenido por la eficacia y el oficio de sus compañeros, en el que esa especie de extracto de su estilo pasado, con las señales suficientes como para que pueda ser reconocido, se desenvuelve con facilidad. Y ese presente funciona, sobre todo, porque es capaz de evocar con suficiencia uno de los pasados más gloriosos que puedan concebirse. Shorter y su grupo fueron ovacionados, con devoción, antes de empezar (cuando lo que se aplaudía era su historia) y después de terminar (y allí lo celebrado ya era, también, lo sucedido esa noche). Ambas ovaciones no podrían haber sido más merecidas.
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