MUSICA › PELLéAS ET MéLISANDE, DE CLAUDE DEBUSSY, EN EL TEATRO COLóN
Aunque correcta en lo vocal y musical, la puesta no termina de definir su camino estético y termina diluyendo la historia.
› Por Diego Fischerman
Pelléas et Mélisande es una ópera de silencios. De ambigüedades. El drama transcurre, en gran parte, en el territorio de lo no dicho. Pero, también, es un relato de tensiones. Esa bruma –una corona perdida que no debe rescatarse, un anillo desaparecido, vínculos nunca aclarados del todo– contrasta con poderosos conflictos terrenales: los celos, una hija demasiado pequeña, la tumultuosa relación entre dos hermanos, la traición y hasta el asesinato. En rigor, cualquier lectura que apueste a uno solo de estos polos dramáticos perderá no sólo gran parte de su riqueza sino algo que forma parte de la propia concepción de Claude Debussy con respecto a un género que, como la ópera, había llegado, en los fines del siglo XIX –y en gran medida por el efecto de una obra como Tristán e Isolda de Wagner–, a una suerte de agotamiento.
La puesta de Olivia Fuchs que acaba de estrenar el Teatro Colón, con un buen reparto vocal y correcta en lo musical, lejos de jerarquizar los distintos factores que construyen una narratividad de extraña tridimensionalidad, no se decide claramente por ninguno de ellos, navega en indefiniciones y se contradice a sí misma en más de un aspecto. Ni realista ni mágica, destruye el verosímil con espasmos de irrealidad y corrompe la abstracción con efluvios de naturalismo. Donde la distancia de una escenografía simbolista podría tener algún efecto, el estilo inquieto y saltarín del buen barítono Markus Werba construye un Pelléas que nunca se sabe muy bien ni de dónde viene ni a dónde va con tantos bríos. Y toda su energía escénica y su sacudimiento de cabellera, por otra parte, no alcanza para decir absolutamente nada acerca de la relación con su hermano Golaud ni con la culpa que lo consume ni con la traición que consuma. Si bien su caracterización podría corresponderse con las abundantes menciones del texto a su juventud e impulsividad, nada hay allí de las sombras y melancolías sin las cuales, sencillamente, muchas de sus acciones carecen de motivo. Tampoco su vocalidad expansiva y extrovertida es la mejor elección para su personaje, aun cuando su línea de canto fue impecable y lució uno de los timbres más bellos para su registro en la actualidad.
No fue una buena elección, en ese sentido, fijar los vestuarios en la alta burguesía francesa de la época de los autores y no en esa especie de medievalismo inventado que construye gran parte del núcleo de la obra original. Y es que esa antigüedad mitificada, para Debussy, estaba lejos de limitarse a un aspecto decorativo. Para él –como para Satie, que se definía a sí mismo como “medievalista de cabaret”, y, por supuesto, para el Tristán wagneriano–, el arcaísmo era una manera de fundar una genealogía. Lo alemán en Wagner tenía su correlato en esta francesidad que Debussy creía encontrar en el pasado. La escenografía fuertemente abstracta diseñada por Yannis Tavoris –curiosamente también responsable del vestuario– se lleva a las patadas con ese ceñimiento temporal que, en todo caso, tampoco genera tensión ni significado teatral. Tampoco resulta afortunado el prisma en forma de trapecio –una especie de desangelado acoplado de camión frigorífico, en falsa perspectiva– y el abuso en sus rotaciones, durante toda la parte inicial (en la que Fuchs agrupó los primeros tres actos). La iluminación de Bruno Poet aporta sugerencia a la escena, sobre todo a la segunda parte, pero todo obedece más a meras cuestiones esteticistas que a necesidades dramáticas. Y la coreografía de Claire Whistler, convencional y agrisada, más allá de los desajustes en la ejecución, no es capaz de aportar ni claridad ni misterio.
La Mélisande de Anne Sophie Dupreis, correcta aunque algo estentórea –habría que recordar la recomendación de Debussy a los cantantes, para que, al interpretar esta obra olvidaran su condición de tales– y el Golaud de Marc Barrard, más impulsivo que atormentado, fueron parte de un elenco de buenas voces donde quien mejor dio el tono fue el veterano Kurt Rydl como Arkel. No desentonaron Vera Cirkovic, como una Geneviève de potentes graves, el niño de Fabiola Massino y Mario de Salvo y Sebastiano De Filippi en sus breves intervenciones como el médico y el pastor, respectivamente. La dirección musical de Emmanuel Villaume fue rigurosa en los matices y en la definición de planos pero no contó con una orquesta suficientemente cómplice. Tanto el corno inglés, en sus partes solistas, como cornos, trompetas y cuerdas medias tuvieron considerables dificultades para lograr fluidez y flexibilidad en el fraseo, tornando casi imposibles las necesarias oleadas sonoras de la partitura.
6-PELLEAS ET MELISANDE
Opera de Claude Debussy basada en el drama de Maurice Maeterlick
Dirección musical: Emmanuel Villaume
Dirección de escena: Olivia Fuchs
Diseño de Escenografía y Vestuario: Yannis Tavoris
Coreografía: Claire Whistler
Reparto: Markus Werba, Anne Sophie Duprels, Marc Barrard, Kurt Rydl, Fabiola Masino, Vera Cirkovic y Mario De Salvo.
Orquesta Estable del Teatro Colón.
Coro Estable del Teatro Colón.
Teatro Colón, martes 9. Nuevas funciones: mañana, martes 16 y miércoles 17, a las 20.30.
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