MUSICA › “CHAVEZ RAVINE”, DE RY COODER
Crónica musical de un barrio perdido
El guitarrista juntó a viejos artistas chicanos de Los Angeles para rescatar melodías que habían quedado en el olvido.
Por Fernando D´addario
El disco Chávez Ravine ratifica la paradoja dual que envuelve la carrera de Ry Cooder: por un lado, el notable guitarrista parece condenado a expresarse artísticamente sólo a través de otros músicos; como contrapartida, los tesoros ocultos que descubre necesitan, para manifestarse, del valor agregado que aporta su nombre. Este cruce de talentos y carencias derivó en álbumes deliciosos como Buena Vista Social Club, o el Chávez Ravine que acaba de ser editado.
No son cubanos sino chicanos, esta vez, los que han sido tocados por la varita mágica de la resurrección. Hay pocas posibilidades, sin embargo, de que los favorecidos en esta instancia consigan emular el éxito que obtuvieron hace diez años Compay Segundo, Ibrahim Ferrer y Omara Portuondo, entre otros cubanos ilustres. En principio porque el principal homenajeado, Lalo Guerrero, falleció poco antes de que el disco fuese publicado. Tenía 90 años. Pero más allá del previsible revés biológico, el cd todo remite a un micro mundo difícil de reciclar comercialmente. La Cuba a la que le cantaba Compay murió políticamente hace medio siglo pero sobrevive en miles de símbolos tangibles. En cambio, el barrio que le da nombre al nuevo disco de Ry Cooder, desapareció –también, hace poco más de medio siglo– materialmente. Son sus fantasmas los que vuelven en forma de corridos, rancheras y boleros.
Algunos de estos fantasmas resultan encantadores en su mezcla de nostalgia y picardía, pero no hacen más que actualizar una historia real que había sido borrada de los archivos oficiales. Chávez Ravine era un barrio de los suburbios de Los Angeles, poblado mayoritariamente por inmigrantes mexicanos. En 1950, sus habitantes fueron empujados a abandonar el lugar; un moderno estadio de béisbol ocupó el terreno del viejo barrio. Nadie habló más del tema. Los inmigrantes se dispersaron y sus hijos construyeron otros ghettos. Como testimonio de Chávez Ravine sólo quedaba un ensayo fotográfico de Don Normark. Cooder accedió por casualidad a estas imágenes y decidió reconstruir musicalmente la historia. Sin haber pisado jamás la barriada en cuestión, se sintió tocado por una especie de nostalgia ajena. Buscó a los músicos que todavía estaban vivos (entre ellos Lalo Guerrero, que le cedió antiguas melodías folklóricas) y convocó a cantantes e instrumentistas afines a la atmósfera retro tex mex que pretendía transmitir. Así convivieron olvidados intérpretes chicanos, como Ersi Arvizu y Little Willie G., con músicos consagrados como Flaco Jiménez y Chucho Valdez.
El resultado es un embalaje de gracia y melancolía. Como si se tratara de un tango lejano, que dio toda la vuelta y resucitó en coplas simpáticas, de digestión rápida: se recomienda escuchar Los chucos suaves, Muy fifí o Chinito chinito y contraponerlas a Barrio viejo o El U.F.O. cayó. Las primeras son historias graciosas y triviales; las otras dan cuenta de una pérdida, de un vacío. Salvo para –eventualmente– los descendientes de aquellos inmigrantes desalojados de su Chávez Ravine, unas y otras, sin embargo, transmiten a porteños, catalanes, neoyorquinos o londinenses (lo mismo da) la misma sensación de placer descomprometido. Así funciona la música a escala global. En este caso una música originariamente áspera, plagada de sangre y alcohol, estilizada por la mano de un señor llamado Ry Cooder.