MUSICA › EL GENIAL DINO SALUZZI ACTUó EN CAFé VINILO RODEADO DE FAMILIARES Y AMIGOS
El segundo concierto del ciclo que culminará hoy tuvo mucho de religioso, de introspectivo, de movilizante, en el que estuvo de manifiesto el universo estético del inclasificable músico. “A mí me gusta jugar con el bandoneón”, explicó a modo de declaración de principios.
› Por Carlos Bevilacqua
“Saluzzi íntimo” era la consigna del concierto. Pero una vez que sus amigos de la música supieron que iba a tocar solo sobre el escenario de Café Vinilo, lo empezaron a llamar para ofrecerse a acompañarlo. Y como él no se resistió demasiado, terminó siendo un concierto de intimidad compartida. Intimidad al fin, porque el universo estético del inclasificable bandoneonista no dejó de estar presente anteanoche, en la segunda de las cuatro presentaciones de un ciclo que culminará hoy, a las 21, en el mismo ámbito de Palermo Viejo (Gorriti 3780).
Recibido por el aplauso reverencial de una sala repleta, apenas se acomoda en su silla con el fueye, Dino Saluzzi saluda con un deseo: “Espero que podamos disfrutar como hermanos, porque en definitiva todos somos hermanos de una misma madre: la música”. Al final de la noche esa metáfora se revelaría oportuna para describir un encuentro que tuvo mucho de religioso, de introspectivo, de movilizante. El propio Saluzzi entra en trance apenas arranca, primero solo, con una pieza incluida en una de las películas de Pedro Almodóvar.
Ya en el segundo tema, de reminiscencias brasileñas, se suman su hijo José María en guitarra, su hermano Félix en saxo, su sobrino Matías en bajo, José Savelón en percusión y Quintino Cinalli en batería. Buena parte de lo que se escuche, entonces, quedará en familia, como le gusta a Saluzzi, que a lo largo de su carrera se caracterizó por armar grupos con parientes directos. Con ellos el bandoneonista salteño mantuvo vínculos musicales fluctuantes, a la manera de los que suelen darse en el jazz, aunque sin perder nunca un férreo control de lo que pasaba a cada momento, aun en los tramos de improvisación, que fueron muchos. Porque hay que decir que en el mundo Saluzzi lo escrito sobre el pentagrama es apenas una referencia, una excusa para volar por parajes diversos. En una especie de declaración de principios, él mismo citó en un momento a Mahler, cuando dijo: “En las partituras se puede encontrar de todo, menos lo importante”.
La música de Saluzzi es siempre sorprendente. Tanto en lo que recrea como intérprete como en sus propias obras laten formas del folklore, del tango y del jazz (productos de su dilatada trayectoria en la Argentina y en Alemania), pero dentro de una mecánica de libertad tal que poco deja para asirse con seguridad. Así es como en una misma pieza caben todos los climas, o casi. Ejemplo: los compases nerviosos de un tema de aires piazzolleanos parece terminar, a tal punto que el público aplaude, pero Saluzzi agrega una breve exposición del motivo de “Pobre mi madre querida”. Otro: luego de una dulce melodía tanguera de corte decareano puede seguir una disonancia general del sexteto, de esas que uno puede celebrar, divertido, sólo si deja sentir al niño que, dicen, todo el mundo lleva dentro. Una licencia que el veterano músico sugiere cuando, antes de su último bis, advierte: “A mí me gusta jugar con el bandoneón. Yo les recomiendo que se permitan jugar más, porque en la esquina de la seriedad lo único que nos está esperando es la muerte”.
A pesar de lo postulado con la cita de Mahler, los atriles permanecieron firmes ante los artistas durante toda la noche. Acaso por la complejidad de las piezas, los músicos deben apelar a esas coordenadas para poder acompañar al líder. Mientras interactúa con sus compañeros, Saluzzi sonríe satisfecho con mucha frecuencia. El patriarca los busca con la mirada para conectarse mejor y, como no siempre está conforme con lo que escucha, los azuza con diferentes indicaciones que se escuchan nítidas desde el auditorio. “¡Bien suelto!”, le pide su hijo. “¡Más lento!”, le ordena a Cinalli; “¡Música, música, no tempo!”, lo vuelve a corregir más tarde.
En la última parte del show, Saluzzi afloja un poco la tensión. Primero con una de esas que sabemos todos, la balada jazzera “Cheek to Cheek” en original versión y luego con una zamba, también a su manera, como evocación del ambiente musical de su niñez. Pero en el segundo bis vuelve a hacer de las suyas, poniendo todo su virtuosismo al servicio de ideas audaces, nunca fáciles a primera escucha.
El prestigioso bandoneonista dejó, mechadas entre la música, una serie de observaciones que dieron notas de humor y reflexión al concierto. Se hizo tiempo para criticar amargamente el retorno, tomar vino de la copa de un espectador, describir la complejidad de su instrumento, reivindicar a Enrique Delfino, explicar cómo Gardel alteró la rítmica del tango y hasta trazar una veleidosa presentación de sí mismo en la recta final del espectáculo, entre otros asuntos. De la misma manera que no le interesa seducir a multitudes con su música, a Saluzzi poco parece importarle que algunos de sus discursos no sean del todo redondos. El prefiere seguir a su corazón, como haciendo honor a aquella frase de José de San Martín: “Seamos libres, lo demás no importa”.
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